Tamborileó los dedos sobre las rodillas.
—Además, el viejo rey no era lo que se dice amigo vuestro, ¿verdad? Le encantaba cazar.
Trescientos pares de ojos oscuros la miraron sin pestañear. Yaya probó otra táctica.
—No sirve de nada que me miréis así. No puedo ir por ahí metiéndome con los reyes sólo porque no os gusten. ¿Dónde acabarían las cosas? A mí no me ha hecho nada.
Trató de esquivar la mirada de una comadreja particularmente bizca.
—De acuerdo, es una actitud egoísta —se defendió—. Pero en eso consiste ser una bruja. Buenos días a todos.
Entró apresuradamente en la casa, y trató de cerrar la puerta de golpe. Las bisagras se atascaron un par de veces, cosa que estropeó un tanto el efecto.
Una vez dentro, corrió las cortinas, se sentó en la mecedora y se meció con fiereza.
—En eso consiste —se dijo—. No puedo entrometerme. Eso es lo importante.
Los carromatos traqueteaban lentamente por malos caminos, hacia una ciudad, otra más, de cuyo nombre la compañía no se acordaba muy bien y olvidaría en cuanto saliera de ella. El sol invernal brillaba bajo sobre los plantíos de coliflores húmedos y neblinosos de las Llanuras Sto, y el silencio algodonoso hacía que resonara aún más fuerte el crujido de las ruedas.
Hwel iba sentado en la parte trasera del último carromato, con las piernecillas regordetas colgando.
Había hecho todo lo posible. Vitoller había dejado la educación de Tomjon en sus manos; «A ti se te dan mejor esas cosas —dijo; y luego añadió, con su habitual tacto—: Además, os parecéis más en estatura».
Pero la cosa no había funcionado.
—Manzana —repitió, enseñándole la fruta.
Tomjon le sonrió. Tenía casi tres años, y aún no había dicho una sola palabra comprensible. Hwel albergaba sombrías sospechas con respecto a las brujas.
—Pues parece inteligente —dijo la señora Vitoller, que viajaba en el interior del carromato e iba remendando una cota de mallas—. Sabe lo que son las cosas. Hace lo que le dicen. Ojalá hablaras —suspiró con cariño, dando una palmadita en la mejilla del niño.
Hwel entregó la manzana a Tomjon, quien la aceptó con seriedad.
—Tengo la sensación de que aquellas brujas os jugaron una mala pasada —dijo el enano—. Ya sabe, gato por liebre. Antes hacían mucho ese tipo de cosas. Mi tatarabuela me contó que una vez se lo hicieron a mi familia. Las hadas intercambiaron a un humano y a un enano. Y no nos enteramos hasta que no empezó a pegarse con la cabeza contra el techo. Dicen…
Dicen que esta fruta es metáfora,
tan dulce, jugosa, madura,
del corazón de un hombre,
roja, pero dentro, sin indicios,
encontramos el gusano, la podredumbre,
la lacra. No veas sólo el brillo, es el mordisco
el que muestra la maldad humana.
Los dos se giraron para mirar a Tomjon, quien saludó y se dedicó a devorar la manzana.
—Era el discurso del gusano en El tirano —susurró Hwel. Su habitual dominio del lenguaje le abandonó por un momento—. Demonios —dijo.
—Pero si hablaba como…
—Voy a hablar con Vitoller —dijo Hwel.
Saltó del carromato y corrió sobre los charcos helados hasta el principio de la caravana, donde el actor-director silbaba sin melodía y, sí, agitaba los brazos.
—¿Qué tal, b’zugda-hiara?[8] —dijo alegremente.
—¡Tienes que venir enseguida! ¡Está hablando!
—¿Hablando?
Hwel daba saltos.
—¡Está recitando! —gritó—. ¡Tienes que venir! ¡Habla igual que…!
—¿Yo? —dijo Vitoller unos minutos más tarde, después de que hubieron detenido los carromatos junto a un grupo de árboles sin hojas, cerca del camino—. ¿Yo hablo así?
—Sí —respondió toda la compañía al unísono.
El joven Willikins, especializado en papeles femeninos, miró a Tomjon, de pie sobre un barril situado en el centro del claro.
—Oye, chico, ¿conoces mi papel en Como gustéis? —preguntó.
Tomjon asintió.
—Os digo que no está muerto quien yace bajo la piedra. Porque si la Muerte pudiera oír…
Escucharon en silencio asombrado mientras las nieblas interminables cubrían los campos húmedos y la bola roja que era el sol descendía más y más. Cuando el niño hubo terminado, el rostro de Hwel estaba cubierto de lágrimas.
—Por todos los dioses —dijo—, yo debía de estar muy inspirado cuando escribí eso.
Se sonó la nariz.
—¿De verdad hablo así? —preguntó Willikins, pálido.
Vitoller le dio una palmadita amistosa en el hombro.
—Si hablaras así, muchacho —dijo—, no estarías metido hasta las rodillas en lodo, en medio de estos campos perdidos, tomando té de hojas de repollo.
Dio una palmada.
—Ya basta, ya basta —dijo, mientras su aliento formaba nubéculas de vapor en el aire gélido—. Cada uno a su lugar. Tenemos que estar fuera de los muros de Sto Lat antes de que se ponga el sol.
Los actores salieron del ensueño, y volvieron a los pescantes de los carromatos caminando entre nubes. Vitoller llamó al enano y le puso el brazo en torno a los hombros, o mejor dicho, sobre la cabeza.
—¿Qué opinas? —preguntó—. Vosotros lo sabéis todo sobre la magia, o eso se dice. ¿Qué te parece esto?
—Se pasa todo el tiempo alrededor del escenario. Es natural que recuerde las cosas —respondió Hwel vagamente.
Vitoller se inclinó hacia delante.
—¿Tú crees eso?
—Creo que oí una voz que cogió lo que yo había escrito, le dio forma y me lo disparó contra las orejas, directo al corazón —se limitó a responder el enano—. Creo que oí una voz que iba más allá de la ruda forma de las palabras y decía las cosas que yo quise decir y no pude por falta de habilidad. ¿Quién sabe cómo ha sucedido?
Contempló impasible el rostro enrojecido de Vitoller.
—Quizá lo haya heredado de su padre —dijo.
—Pero…
—¿Y quién sabe hasta dónde llegan los poderes de las brujas? —insistió el enano.
Vitoller sintió que su esposa le cogía de la mano. Cuando se levantó, asombrado y furioso, ella le besó en la nuca.
—No te atormentes —dijo—, todo ha sido para bien. Tu hijo ha declamado su primera palabra.
Llegó la primavera, y el ex rey Verence seguía sin tomarse nada bien lo de estar muerto. Paseaba incansable por el castillo, tratando de que las viejas piedras lo dejaran libre.
También trataba de no tropezar con otros fantasmas.
Ornal no era mal tipo, aunque algo pesado. Pero Verence se había sobresaltado al ver por primera vez a los Gemelos, cogidos de la mano por los pasillos nocturnos; los pequeños fantasmas eran el recuerdo de un acto aún más negro que las habituales molestias del regicidio.
Y luego estaba el Troglodita Errante, un hombre simio vestido con taparrabos de piel, quien al parecer hechizaba el castillo porque lo habían construido sobre su túmulo funerario. Sin motivo aparente, de cuando en cuando salía del lavadero un carro en el que viajaba una mujer aullante. En cuanto a la cocina…
Un día se había rendido, pese a los consejos del viejo Ornal, y siguió los aromas de la comida hasta la inmensa caverna cálida que era la cocina-despensa del castillo. Qué cosas, pensó, no había pasado por allí desde su infancia. Al parecer, los reyes y las cocinas no pegaban demasiado.
Estaba llena de fantasmas.
Pero no eran humanos. Ni siquiera eran protohumanos.
Eran venados. Eran pavos. Eran conejos, y faisanes, y perdices, y corderos, y cerdos. Hasta había unas cosas redondas informes que parecían fantasmas de ostras. Estaban tan apretados que se fundían unos con otros, convirtiendo la cocina en una silenciosa pesadilla de dientes, pelo y cuernos, apenas visibles y nebulosos. Algunos advirtieron su presencia, y hubo un caos de ruidos lejanos, desagradablemente fuera de registro. A través de los fantasmas, el cocinero y sus ayudantes caminaban despreocupadamente, preparando salsas de verduras.
Verence contempló la escena medio minuto y luego huyó, deseando tener un estómago de verdad para poder meterse los dedos en la garganta y vomitar todo lo que había comido durante su vida.
Luego buscó tranquilidad en los establos, donde sus amados perros de caza gimotearon y arañaron la puerta, muy incómodos ante la presencia que sentían sin ver.
Ahora hechizaba (cómo detestaba aquella palabra) la Galería Larga, donde los retratos de reyes muertos mucho tiempo atrás lo contemplaban desde arriba, desde las sombras polvorientas. Habría tenido una opinión mucho mejor de ellos si no se hubiera encontrado a bastantes rondando por las diferentes habitaciones.
Verence había decidido que tenía dos objetivos en la muerte. Uno era salir del castillo y buscar a su hijo, y el otro vengarse del duque. Pero no matándolo, había decidido, ni siquiera aunque encontrara la manera, porque una eternidad en compañía de aquel idiota balbuceante significaría empeorar aún más la muerte.
Se sentó bajo un retrato de la reina Bemery (670-722), cuya belleza madura habría apreciado mucho más si no la hubiera visto aquella misma mañana atravesando la pared.
Verence trataba de no atravesar las paredes. Al menos, le quedaba su dignidad.
Fue consciente de que le estaban vigilando.
Volvió la cabeza.
Había un gato sentado junto a la puerta, y lo miraba sin parpadear. Era gris, extremadamente gordo…
No. Extremadamente grande. Tenía tantas cicatrices que parecía un puño recubierto de pelo. Sus orejas eran un par de muñones perforados, sus ojos como dos hendiduras amarillas de malevolencia, su cola una serie de interrogaciones en movimiento mientras le miraba.
Mandón se había enterado de que Lady Felmet tenía una gatita blanca, y pasaba por allí para presentarle sus respetos.
Verence jamás había visto un animal con tanta maldad inherente. No se resistió cuando el bicho se acercó a él e intentó frotarse contra sus piernas, ronroneando como un motor a reacción.
—Bueno, bueno —dijo el rey vagamente.
Extendió la mano e hizo un esfuerzo por rascarle detrás de los dos jirones que tenía en la cabeza. Era un alivio encontrarse con algo que pudiera verle, y no fuera un fantasma. Además, notaba que Mandón no era un gato cualquiera. Los gatos del palacio eran o bien mascotas malcriadas o habitantes de los establos y las cocinas, que acababan pareciéndose a los roedores de los que se alimentaban. Pero aquel gato no tenía más dueño que él mismo. Es la impresión que dan todos los gatos, claro, pero en vez del egoísmo ciego que le hace parecer sabios, Mandón irradiaba genuina inteligencia. También irradiaba un olor que podía derribar una pared y provocar problemas de sinusitis a un zorro muerto.
Sólo una clase de personas tenían gatos como aquél.
El rey trató de agacharse, y descubrió que se estaba hundiendo en el suelo. Intentó calmarse, y se elevó. Una vez un hombre se asienta en el mundo etéreo, ya no hay esperanza para él, pensaba.
Sólo los parientes cercanos y los que tengan ciertos poderes psíquicos, había dicho la Muerte. Ni los unos ni los otros abundaban en el castillo. El duque entraba en la primera categoría, pero su egoísmo exacerbado lo convertía en un ser tan psíquicamente útil como una zanahoria. En cuanto a los demás, sólo el cocinero y el bufón parecían cualificados, pero el cocinero se pasaba gran parte del día escondido en la despensa y llorando porque ya no le dejaban asar nada con más sangre que una chirivía, y el bufón se había convertido en tal manojo de nervios que Verence dejó de intentar contactar con él.
Pero una bruja… Si una bruja no tenía «ciertos poderes psíquicos», entonces él, el rey Verence, era una ráfaga de viento. Tenía que conseguir que una bruja acudiera al castillo. Y luego…
Había trazado un plan. En realidad, era algo más. Era un Plan. Se había pasado meses dedicado a perfeccionarlo. No tenía nada más que hacer, excepto pensar. En eso tenía razón la Muerte. Los fantasmas no tenían más que pensamiento, y aunque durante su vida el rey había intentado pensar lo menos posible, la carencia de un cuerpo que lo distrajera con sus tendencias le hacía apreciar el valor de lo cerebral. Hasta entonces, nunca había tenido un Plan, al menos ninguno más elaborado que «busquemos algo y matémoslo». Y allí, ante él, lamiéndose los bigotes, tenía la pieza clave.
—Gatito, gatito —aventuró.
Mandón le dirigió una penetrante mirada amarilla.
—Gato —se corrigió rápidamente el rey.
Retrocedió y siguió llamándolo. Por un momento, pareció que el gato no tenía la menor intención de seguirle, pero entonces, para alivio del rey, Mandón se levantó, bostezó y caminó pausadamente hacia él. Mandón no veía fantasmas muy a menudo, y le interesaba vagamente aquel hombre alto y barbudo del cuerpo translúcido.