Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Venga, ¿qué? —dijo.

—¿Quién eres? —preguntó Yaya, sin demasiada sutileza.

La cabeza se giró hacia ella.

—Mi nombre es impronunciable en tu idioma, mujer —replicó.

—Eso lo decidiré yo —bufó Yaya—. Y no me llames mujer.

—Como quieras. Mi nombre es WxrtHltl-jwlpklz —contestó el demonio.

—¿Dónde estabas cuando repartieron las vocales, debajo de la mesa? —dijo Tata Ogg.

—Pues bien, señor…, —Yaya titubeó sólo un instante—, señor WxrtHltl-jwlpklz, supongo que se preguntará por qué le hemos llamado esta noche.

—No tienes que decir eso —se quejó el demonio—. Tienes que decir…

—Silencio. Tenemos la espada del Arte y el octograma de la protección, te lo advierto.

—Como quieras. Pero a mí me parecen una barra de cobre y una tabla de lavar —se burló el demonio.

Yaya miró de reojo. Un rincón del lavadero estaba lleno de leña, y había un tocón para cortarla. Miró fijamente al demonio y, sin apartar la vista, descargó un golpe contra la dura madera.

El silencio de muerte que siguió sólo se vio quebrado por el sonido de las dos mitades perfectas del tocón al caer al suelo.

El rostro del demonio permaneció impasible.

—Se os permite hacer tres preguntas —dijo.

—¿Hay algo extraño en el reino? —preguntó Yaya.

El demonio pareció pensárselo.

—Nada de mentiras —le advirtió Magrat rápidamente—. Si no, probarás el cepillo.

—¿Quieres decir más extraño de lo habitual?

—Venga, responde de una vez —se quejó Tata—. Se me están quedando los pies helados.

—No. No hay nada extraño.

—Pero hemos notado… —empezó Magrat.

—Espera, espera —la interrumpió Yaya.

Movió los labios sin decir nada. Los demonios eran como genios, o como profesores de filosofía: si no formulabas la pregunta con toda precisión, les encantaba darte respuestas perfectamente precisas y falsas.

—¿Hay en el reino algo que no hubiera antes? —aventuró.

—No.

Según la tradición, sólo podían hacer tres preguntas. Yaya trató de formular una que no hubiera manera de malinterpretar deliberadamente. Se dio cuenta de que se había equivocado.

—¿Qué diantre está pasando? —preguntó con cautela—. Y no me des largas, o te achicharramos.

El demonio pareció titubear. Obviamente, aquel enfoque le resultaba nuevo.

—Magrat, ¿te importa acercarme las cerillas?

—Protesto por este tratamiento —dijo el demonio, con voz insegura.

—Bueno, no tenemos tiempo para andarnos con jueguecitos toda la noche —replicó Yaya—. Estos juegos de palabras están muy bien para los magos, pero nosotras somos harina de otro costal.

—O de otro lavadero —señaló Tata.

—Mirad —dijo el demonio, en cuya voz había ahora un atisbo de terror—, es que no debemos regalar la información así como así. Hay reglas, ya sabéis.

—Creo que hay aceite en la estantería, Magrat —pidió Tata.

—Lo único que digo es… —empezó el demonio.

—¿Sí? —lo alentó Yaya.

—No se lo diréis a nadie, ¿verdad? —suplicó.

—Ni una palabra —prometió Yaya.

—Nuestros labios están sellados —añadió Magrat.

—No hay nada nuevo en el reino —dijo el demonio—, pero la tierra ha despertado.

—¿Qué quieres decir?

—Es desdichada. Quiere un rey que la ame.

—¿Cómo…? —empezó Magrat, pero Yaya la hizo callar con un gesto.

—No te refieres a la gente, ¿verdad? —preguntó. La brillante cabeza se sacudió en gesto de negación—. No, ya me parecía a mí.

—¿Qué…?

Yaya interrumpió a Tata, llevándose un dedo a los labios. Se dio la vuelta y se acercó a la ventana del lavadero, un auténtico cementerio de mariposas atrapadas en telarañas. Un tenue brillo más allá de los cristales cubiertos de escarcha sugería que, contra todo pronóstico, pronto amanecería un nuevo día.

—¿Puedes decirnos por qué? —preguntó, sin volverse.

Había sondeado la mente de todo un país… Estaba impresionada.

—No soy más que un demonio, ¿cómo quieres que lo sepa? Sólo conozco lo que sucede, no el cómo ni el porqué.

—Ya, claro.

—¿Puedo irme ya?

—¿Eh?

—Por favor…

Yaya se irguió.

—Oh, sí. Lárgate —dijo, distraídamente—. Y gracias.

La cabeza no se movió. Se quedó inmóvil, como un botones de hotel que acabara de subir quince maletas al décimo piso, enseñado a todo el mundo dónde estaban los baños, ahuecado las almohadas y subido todas las persianas habidas y por haber.

—Eh…, supongo que no os importará hacerme desaparecer —pidió, al ver que nadie captaba la indirecta.

—¿Qué? —preguntó Yaya, otra vez inmersa en sus pensamientos.

—Nada, que me sentiría mejor si me hicierais desaparecer apropiadamente. Lo de «Lárgate» no es muy ortodoxo —gimió la cabeza.

—Ah. Bueno, si quieres…, ¡Magrat!

—¿Sí? —respondió la joven bruja, sobresaltada.

Yaya le tendió el barrote de cobre.

—¿Quieres hacer los honores?

Magrat cogió el barrote por lo que esperaba que Yaya viera como la empuñadura, y sonrió.

—Cómo no. Muy bien. Voy. Desaparece, demonio oscuro, hacia el más oscuro pozo…

La cabeza sonrió con satisfacción. Aquello ya era más apropiado. Se fundió en las aguas de la caldera como una vela bajo la llama. Su último comentario despectivo casi se perdió entre las ondas.

—Lárgate, nada menos…

Yaya volvió a casa sola, mientras la luz rosada del amanecer se deslizaba sobre la nieve, y entró en su casa.

Las cabras estaban inquietas en el corral. Los estorninos hacían chasquear sus dentaduras postizas entre la paja del tejado. Los ratones correteaban por la despensa de la cocina.

Preparó el té, consciente de que todos los sonidos parecían más agudos. Cuando dejó caer el estropajo en la pila de fregar, resonó como una campana golpeada por un martillo.

Siempre se encontraba incómoda tras verse involucrada en cualquier tipo de magia organizada. Aquello no le iba. Paseó por la habitación, buscando algo que hacer y luego dejándolo a medias. Recorrió una y otra vez las frías losas del suelo.

En momentos como éste, la mente encuentra las ocupaciones más extrañas para evitar su objetivo primario, o sea, pensar. Si alguien la hubiera estado observando, se habría sorprendido de la dedicación con que Yaya acometió tareas tales como limpiar el estante de la tetera, quitar las nueces viejas del frutero que había en la alacena, y sacar migas de pan fosilizadas de entre las baldosas con la ayuda del mango de una cucharilla.

Los animales tenían mente. Las personas tenían mente, aunque la humana era más bien vaga y nebulosa. Hasta los insectos tenían mente, puntitos de luz en la oscuridad de la no mente.

Yaya se consideraba experta en mentes. Y estaba bastante segura de algunas cosas, como por ejemplo, que los países no tenían mente.

Diantre, ni siquiera estaban vivos. Un país era…, bueno, era…

Alto ahí. Alto ahí… Una idea cobró forma suavemente en la mente de Yaya, y trató de atraer su atención.

Había una manera de que aquellos bosques pudieran tener mente. Yaya se sentó muy erguida, con una corteza de pan duro digna de anticuario en la mano, y contempló especulativamente la chimenea. Su ojo mental miró a través de los ladrillos, hacia los pasillos nevados entre los árboles. Sí. Nunca se le había ocurrido. Por supuesto, tenía que ser una mente compuesta por todas las pequeñas mentes que había dentro. Mentes de insectos, mentes de pájaros, mentes de osos, incluso las grandes mentes lentas de los mismos árboles…

Se sentó en la mecedora, que empezó a mecerse por su cuenta.

A menudo había pensado que el bosque era una amplia criatura, pero sólo metafóricamente, como diría un mago. Con el ronroneo de las abejas en el verano, con el zumbido del viento en otoño, acurrucado y dormido en invierno. Se le ocurrió que, además de ser una colección de otras cosas, el bosque también era algo vivo. Vivo, pero no en el sentido en que está viva una musaraña, por poner un ejemplo.

Y era mucho más lento.

Eso tenía que ser importante. ¿A qué velocidad latía el corazón de un bosque? Quizás una vez al año. Sí, seguro, más o menos. Allí fuera, el bosque aguardaba un sol más brillante y días más largos que bombearían un millón de litros de savia a cien metros de altura, en un latir demasiado fuerte como para que nadie lo oyera.

Más o menos a estas alturas del razonamiento, Yaya se mordió un labio.

Se le acababa de ocurrir la palabra sístole, y desde luego no estaba incluida en su vocabulario.

Tenía compañía en la cabeza.

Había algo.

¿Acababa de pensar aquellos pensamientos, o alguien los había pensado a través de ella?

Clavó la vista en el suelo, tratando de mantener sus ideas en privado. Pero algo o alguien le vigilaba la mente con tanta facilidad como si tuviera el cráneo de cristal.

Yaya Ceravieja se levantó y abrió las cortinas de par en par.

Y allí estaban en lo que en meses más cálidos era el césped. Y todos, sin excepción, la miraban.

Tras unos minutos, la puerta principal de la casa de Yaya se abrió. Aquello era todo un acontecimiento. Como la mayoría de los habitantes de la zona, Yaya vivía su vida a través de la puerta trasera. En una existencia normal, la puerta principal sólo se cruzaba tres veces, y en las tres te transportaban.

Se abrió con gran dificultad, con una serie de trompicones dolorosos. Unas cuantas astillas de pintura cayeron sobre la nieve, se coló hacia el interior. Por último, consiguió entreabrirla.

Yaya se deslizó como pudo por la abertura, y salió a la nieve hasta entonces inmaculada.

Se había puesto el sombrero puntiagudo y la larga capa negra que usaba cuando quería que alguien comprendiera sin lugar a dudas que era una bruja.

Había una vieja silla de cocina medio enterrada en la nieve. En verano era un buen lugar para sentarse y hacer labores, al tiempo que vigilaba el sendero. Yaya la puso de pie, sacudió la nieve del asiento y se sentó, con las rodillas ligeramente separadas y los brazos cruzados en gesto desafiante. Alzó la barbilla.

El sol estaba muy alto, pero la luz aquel Día de la Vigilia de los Puercos seguía siendo rosado y sesgado. Brillaba sobre la gran nube de vapor que pendía sobre las criaturas reunidas. No se habían movido, aunque de cuando en cuando alguna de ellas agitaba una pata, o se rascaba.

Yaya alzó la vista hacia un punto de movimiento. No lo había advertido hasta entonces, pero hasta el último árbol del jardín estaba lleno de pájaros, hasta tal punto que parecía que una extraña primavera castaña y negra había llegado con antelación.

En el lugar donde la hierba crecía en verano estaban los lobos, sentados o de pie, con las lenguas colgando. Tras ellos se alineaba un contingente de osos, y detrás de éstos una escuadra de ciervos. Ocupando los metafóricos flancos había una legión de conejos, comadrejas, ardillas, zorros y todo tipo de criaturas que, pese a vivir siempre en una sanguinaria atmósfera de cazadores y presas, matar o morir a garra, a zarpa o a colmillo, suelen recibir el nombre común de «fauna».

Ahora estaban juntos en la nieve, habían olvidado sus relaciones culinarias habituales para establecer un duelo de miradas, todos contra ella.

A Yaya le resultaron obvias dos cosas. Una era que allí tenía una muestra exhaustiva de la vida animal en el bosque.

La otra no pudo evitar formularla en voz alta.

—No sé qué hechizo será éste —dijo—. Pero os aseguro que, cuando se desvanezca, más os vale correr.

Ningún animal se movió. No hubo sonido alguno, excepto el de un lobo viejo aliviando sus necesidades con expresión avergonzada.

—¿Qué queréis que haga? —dijo Yaya—. No sirve de nada que acudáis a mí. Es el nuevo señor. Este reino es suyo. No puedo entrometerme. No estaría bien que me metiera en los asuntos de los que mandan. Para bien o para mal, la cosa tendrá que arreglarse sola. Es una de las reglas fundamentales de la magia. No se puede ir por ahí dominando a la gente con hechizos, porque cada vez hacen falta más.

Se acomodó en la silla, agradecida por la tradición que no permitía que los Sabios y los Inteligentes reinaran. Recordaba lo que le había hecho sentir la corona, incluso aunque fuera durante unos pocos segundos.

No, los objetos como las coronas surtían un efecto muy desagradable en la gente inteligente. Era mejor dejar las cosas del gobierno a personas cuyas cejas se juntaban cuando intentaban pensar. Por raro que pareciera, se les daba mucho mejor.

—La gente tiene que resolver sus asuntos —añadió—. Eso lo sabe cualquiera.

Le pareció que uno de los venados más grandes le dirigía una mirada particularmente dubitativa.

—Sí, bueno, ya sé que mató al viejo rey —concedió—. Pero es ley natural, ¿no? Vosotros deberíais saberlo. La supervivencia de los comosellamen.

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