—Hay palabras que pueden hacer daño, señor —dijo el bufón—. ¡Mentiroso! ¡Usurpador! ¡Asesino!
El duque pegó un respingo y se agarró a los brazos del trono, parpadeando.
—Esas palabras no contienen verdad alguna —se apresuró a añadir el bufón—, pero pueden extenderse como un fuego subterráneo, y arder cuando…
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —gimió el duque—. ¡Las oigo constantemente! —Se inclinó hacia delante—. ¡Son las brujas! —siseó.
—Entonces, se las puede combatir con otras palabras —aseguró el bufón—. Las palabras pueden derrotar incluso a las brujas.
—¿Qué palabras? —preguntó la duquesa, pensativa.
El bufón se encogió de hombros.
—Arpía. Malojo. Vieja idiota.
La duquesa arqueó una espesa ceja.
—No eres del todo idiota, ¿eh? —dijo—. Te refieres a los rumores.
—Exacto, mi señora.
El bufón puso los ojos en blanco. ¿Dónde se había metido?
—Son las brujas —susurró el duque, sin dirigirse a nadie en concreto—. Tenemos que hablar al mundo de las brujas. Son malvadas. Han hecho que volviera la sangre. Ni el papel de lija sirve de nada.
Hubo otro temblor mientras Yaya Ceravieja caminaba apresuradamente por los senderos estrechos y helados del bosque. Un montón de nieve se desprendió de una rama y le cayó en el sombrero.
Aquello no estaba bien, lo sabía. Nunca se había sabido de ninguna bruja que saliera en la Noche de la Vigilia de los Puercos. Iba contra la tradición. Nadie sabía por qué, pero eso tampoco importaba.
Llegó al páramo encharcado y siguió caminado. La luna creciente brillaba sobre el horizonte, y su brillo pálido iluminaba las cimas de las montañas. Allí arriba había un mundo diferente, y ni las brujas se aventuraban en él demasiado a menudo. El paisaje recordaba al nacimiento gélido del mundo, todo era hielo verde y riscos afilados en torno a valles profundos, secretos. Era un lugar no apto para seres humanos. No era hostil, al menos no más que un ladrillo o una nube, pero sí terriblemente descuidado.
Pero, en aquel momento, la miraba. Una mente distinta de todas las que Yaya había conocido centraba en ella buena parte de su atención. Alzó la vista hacia las laderas gélidas, casi esperando ver una sombra montañosa moviéndose contra las estrellas.
—¿Quién eres? —gritó—. ¿Qué quieres?
Su voz resonó por los desfiladeros, las rocas le devolvieron el eco. En lo más alto, entre los picos, oyó el ruido distante de una avalancha.
En la parte más elevada del páramo, donde en verano las perdices rondaban entre los arbustos, como imbéciles enamoradas, había una piedra vertical. Señalaba más o menos el lugar donde se reunían las brujas, aunque nunca habían trazado formalmente los límites.
La roca tenía la altura de un hombre, y era de un color azulado. Se la consideraba muy mágica, porque, aunque sólo había una, nadie había sido capaz de contarla. Si veía a alguien mirándola de forma especulativa, se escondía. Era el monolito más tímido jamás descubierto.
También era uno de los numerosos puntos de descarga para la magia que se acumulaba en las Montañas del Carnero. La tierra que la circundaba en varios metros a la redonda no estaba cubierta por la correspondiente capa de nieve, y de ella brotaba un tenue vapor.
La piedra se escondió un poco y miró a Yaya con gesto de sospecha desde detrás de un árbol.
Aguardó durante diez minutos, hasta que Magrat llegó corriendo por el camino de Comadreja Rabiosa, un pueblo cuyos bondadosos habitantes empezaban a acostumbrarse al masaje de orejas y a los remedios homeopáticos a base de flores que curaban todo lo que no fuera una decapitación consumada.[7]
Estaba sin aliento, y sólo llevaba un chal sobre el camisón, que habría sido muy revelador si Magrat hubiera tenido algo que revelar.
—¿Tú también lo notas? —preguntó.
Yaya asintió.
—¿Dónde está Gytha?
Las dos contemplaron el sendero que llevaba a la ciudad de Lancre, un racimo de luces sobre la penumbra de la nieve.
Se estaba celebrando una fiesta. La luz llegaba hasta la calle. La gente no dejaba de entrar y salir en casa de Tata Ogg, y dentro resonaban las carcajadas, los gritos infantiles y algún que otro ruido de vaso al romperse. Obviamente que en aquella casa se experimentaba la vida familiar al máximo.
Las dos brujas se quedaron en la calle, inseguras.
—¿Crees que debemos entrar? —titubeó Magrat—. No estamos invitadas. Y no hemos traído una botella.
—Me da la sensación de que ahí dentro ya hay demasiadas botellas —replicó Yaya Ceravieja, desaprobadora.
Un hombre salió tambaleándose, eructó, tropezó con Yaya, dijo: «Feliz Vigilia de los Puercos, señorita», alzó la vista hacia su rostro y recuperó la sobriedad al instante.
—Señora —le espetó Yaya.
—L-lo siento en el alma…
Yaya pasó junto a él sin prestarle atención.
—Vamos, Magrat —ordenó.
Dentro, la luz era semejante a la de un día de niebla espesa. La Noche de la Vigilia de los Puercos, Tata Ogg, por tradición, invitaba a todo el pueblo a su casa, y el ambiente de la habitación estaba ya más allá del alcance de cualquier control de polución. Yaya se abrió camino entre la marea de cuerpos, guiada por el sonido de una voz cascada que explicaba a todo el mundo en cien metros a la redonda que, comparado con muchísimos otros animales, el puercoespín era muy afortunado.
Tata Ogg estaba sentada en una silla junto a la chimenea, con una jarra de cerveza en una mano, y marcaba el compás de la conversación con un cigarro puro. Sonrió al ver el rostro de Yaya.
—Vaya, vaya, querida —aulló para hacerse oír—. Me alegra que hayas venido. Tómate una copa. Tómate dos. Hola, Magrat, acércate una silla, quita de en medio a ese gato.
Mandón, que observaba la celebración con el ojo amarillento entrecerrado, sacudió la cola un par de veces.
Yaya se sentó muy erguida, la viva imagen de la decencia.
—No vamos a quedarnos —dijo al tiempo que miraba a Magrat, quien extendía tímidamente la mano hacia un plato de cacahuetes—. Ya veo que estás ocupada. Es que no sabíamos si habías notado… algo. Esta noche. Hace un rato.
Tata Ogg frunció el ceño.
—El mayor de mi Darron se puso enfermo —dijo—. Debió de ser la cerveza de su padre.
—A menos que estuviera extremadamente enfermo —replicó Yaya—, no creo que fuera eso a lo que me refería.
Trazó un complejo signo en el aire, del cual Tata hizo caso omiso.
—Alguien quiso bailar sobre la mesa —siguió—. Se cayó en la salsa de calabaza de mi Reet. Nos reímos un montón.
Yaya arqueó las cejas y se puso un dedo junto a la nariz, en un gesto cargado de sentido.
—Estoy hablando de cosas de naturaleza diferente —sugirió.
Tata Ogg la miró.
—¿Te pasa algo en la nariz, Esme? —aventuró.
Yaya Ceravieja suspiró.
—Están teniendo lugar acontecimientos de índole mágica muy preocupantes —dijo en voz alta.
Toda la habitación quedó en silencio. Todo el mundo miró a las brujas, excepto el mayor de Darron, que aprovechó la oportunidad para continuar con sus experimentos alcohólicos. Luego, tan deprisa como habían escapado, varias docenas de conversaciones volvieron a su lugar.
—Sería buena idea que lo discutiéramos en un lugar más tranquilo —sugirió Yaya, mientras el tranquilizador caos volvía a rodearlas.
Acabaron en el lavadero, donde Yaya trató de informarlas sobre la mente con la que se había encontrado.
—Está ahí fuera, en las montañas, en los bosques altos —dijo—. Y es muy grande.
—A mí me pareció que buscaba a alguien —aportó Magrat—. Me recordó a un perro enorme. Ya sabéis lo que quiero decir. Perdido. Asombrado.
Yaya meditó un instante. Ahora que lo decían…
—Sí —asintió—. Algo así. Un perro grande.
—Preocupado —insistió Magrat.
—Buscando algo —siguió Yaya.
—Y cada vez más furioso.
—Eso es —asintió Yaya, mirando fijamente a Tata.
—Podría ser un troll —aportó ésta—. Me habéis hecho dejar una cerveza a medias —añadió en tono de reproche.
—Sé perfectamente cómo es la mente de un troll, Gytha —dijo Yaya.
No parecía furiosa. De hecho, fue su manera tranquila de decirlo lo que hizo titubear a Tata.
—Me han dicho que cerca del Eje hay trolls muy grandes —sugirió, insegura—. Y gigantes del hielo, y nosequés peludos que viven en las nieves. Pero no te refieres a nada por el estilo, ¿verdad?
—No.
—Oh.
Magrat se estremeció. Se dijo que una bruja tiene control absoluto sobre su cuerpo, y que la carne de gallina bajo su camisón no era más que una imaginación suya. Por desgracia, tenía una imaginación excelente.
Tata Ogg suspiró.
—En ese caso, será mejor que echemos un vistazo —dijo.
Levantó la tapa de la caldera. Tata Ogg nunca la utilizaba, ya que de la colada se encargaban sus nueras, una tribu de mujeres sometidas, de rostros grisáceos, cuyos nombres nunca se molestaba en recordar. Por tanto, se había convertido en un lugar de almacenamiento para velas secas, calderos requemados y jarras de jalea fermentada. Hacía diez años que la caldera no se usaba. Los ladrillos estaban agrietados, y extraños helechos crecían en el interior. El agua que había bajo la tapa era de un color negro tinta y, según se rumoreaba, insondable. A los nietos de la familia Ogg se les había enseñado que en sus profundidades habitaban monstruos procedentes del amanecer de los tiempos, ya que Tata creía que un poco de terror infundado era el ingrediente esencial de la magia en la infancia.
En verano, usaba la caldera para refrescar las cervezas.
—Tendrá que bastar con esto. Supongo que será mejor que nos cojamos de las manos —dijo—. Magrat, por favor, asegúrate de que la puerta está cerrada.
—Siempre he dicho que una buena Invocación no puede salir mal —siguió Tata—. Hace años que no hago una.
Yaya Ceravieja frunció el ceño.
—Pero no la puedes hacer —señaló Magrat—. Aquí no. Hace falta un caldero, y una espada mágica. Y un octograma. Y especias, y montones de cosas.
Yaya y Tata intercambiaron una mirada.
—No es culpa suya —suspiró Yaya—. Son todos esos bromuros que le compraron. —Se volvió hacia Magrat—. No hace falta nada de todo eso. Sólo se necesita cabezología.
Paseó la vista por el viejo lavadero.
—Hay que usar lo que se tiene a mano —añadió.
Cogió el oxidado barrote de cobre, y lo sopesó, pensativa.
—Te conjuramos e invocamos por el poder de este… —Yaya hizo una pausa—, afilado y terrible barrote de cobre.
El agua de la caldera se movió en suaves ondas.
—Mira cómo dispersamos… —Magrat suspiró—. Este detergente mohoso y los fragmentos de un estropajo roto en tu honor. La verdad, Tata, no creo…
—¡Silencio! Ahora tú, Gytha.
—Te invocamos y sometemos con el cepillo roto del Arte y la tabla de lavar de la Protección —dijo Tata, blandiendo los instrumentos.
A la tabla se le cayeron un par de astillas.
—Esto de la sinceridad está muy bien —susurró Magrat, resignada—, pero me da la sensación de que no es lo mismo.
—Haz el favor de escuchar, niña —ordenó Yaya—. A los demonios no les importa la forma exterior de las cosas. Lo fundamental es lo que tú crees. Venga, sigamos.
Magrat trató de imaginar que la pastilla de jabón amarillento y rancio era un precioso ungüento aromático procedente del lejano Klatch. Aquello suponía todo un esfuerzo. Sólo los dioses sabían qué tipo de demonio respondería a semejante invocación.
Yaya tampoco estaba del todo tranquila. No le importaban gran cosa los demonios, y todo aquello de los Encantamientos y tonterías semejantes apestaba a magia de mago. Si se hacían las cosas tan aparatosas, los demonios empezarían a sentirse importantes. Los demonios deberían acudir cuando se los llamaba, y punto.
Pero, según el protocolo, la bruja anfitriona tenía el poder de decisión, y a Tata le gustaban los demonios, que eran de género masculino, o al menos lo aparentaban.
A Yaya le tocaba ahora alternar los halagos y las amenazas al otro mundo con un palo podrido de medio metro. Le impresionaba su propia osadía.
Las aguas vibraron un poquito, volvieron a calmarse, y entonces, con un movimiento repentino y un sonido como el de una pompa de jabón al romperse, adquirieron la forma de una cabeza. A Magrat se le cayó el jabón de las manos.
Era una cabeza atractiva, de ojos quizás un poco crueles, con la nariz, algo picuda, pero atractiva a su manera, sí. Esto no tenía nada de sorprendente, puesto que el demonio se limitaba a proyectar una imagen de sí mismo hacia la realidad, y le costaba lo mismo hacerlo bien que mal. Se giró muy despacio, como una brillante estatua negra bajo la adecuada luz de la luna.