El fantasma del rey Verence rondaba por las almenas, helado y hambriento, contemplaba sus amados bosques y aguardaba su oportunidad.
Era un invierno lleno de portentos. Los cometas centelleaban al surcar los gélidos cielos nocturnos. Las nubes, con formas de ballenas y dragones, navegaban de día muy cerca de la tierra. En el pueblo de Rorcual, una gata parió un gatito de dos cabezas, pero como el esforzado Mandón era el antepasado macho de al menos las treinta últimas generaciones, aquello tampoco era nada del otro mundo.
De todos modos, en Culo de Mal Asiento un pollo puso un huevo, y tuvo que enfrentarse a algunas preguntas muy personales y embarazosas. En Lancre, un hombre juró que había conocido a un hombre que había visto con sus propios ojos cómo un árbol se levantaba y caminaba. Cierto día, llovieron gambas. Hubo luces extrañas en el cielo. Los gansos caminaron hacia atrás. Y, por encima de todo, brillaron las grandes cortinas de fuego frío provenientes del Eje, cuyo centelleo helado iluminó y coloreó las nieves invernales.
Nada de esto era muy inusual. Las Montañas del Carnero, que como ya se ha dicho se extienden a lo largo del vasto campo mágico del Disco como una barra de hierro depositada inocentemente sobre los raíles del metro, estaban tan saturadas de magia que ésta producía descargas constantes sobre el medio ambiente. La gente se despertaba sobresaltada en medio de la noche, pero luego se limitaba a murmurar «Rayos, otro jodido portento», y volvía a dormirse.
La Noche de la Vigilia de los Puercos llegó para marcar el principio de otro año. Y repentina, alarmantemente, no sucedió nada.
Los cielos permanecieron claros; la nieve, profunda y crujiente como un glaseado de azúcar.
Los bosques helados estaban silenciosos, y olían a latón. Lo único que caía del cielo era más nieve para relevar a la anterior.
Un hombre cruzó los páramos entre Rorcual y Lancre sin ver ni un sólo fuego fatuo, ni un perro sin cabeza, ni un árbol andante, ni un carro fantasma, ni siquiera un cometa, y tuvieron que meterlo en una taberna y darle una copa para calmarle los nervios.
El estoicismo de los habitantes de las Montañas, desarrollado a lo largo de años como resistencia soberana contra el caos taumatúrgico, no fue capaz de soportar aquel brusco cambio. Era como un ruido que no se oye hasta que no deja de sonar.
Yaya Ceravieja lo oía ahora, mientras yacía calentita bajo un montón de mantas en su gélido dormitorio. La Noche de la Vigilia de los Puercos es, por tradición, la única noche en todo el largo año del Disco en que las brujas se quedan en su casa, y ella se había acostado temprano, en compañía de una bolsa de manzanas y una bolsa de agua caliente. Pero algo la había despertado de su duermevela.
Una persona normal habría bajado sigilosamente por las escaleras, probablemente con un atizador en la mano. Yaya se limitó a cogerse las rodillas y a dejar que su mente vagara.
No había sido en la casa. Detectaba las mentes pequeñas y rápidas de los ratones, y las brumosas de las cabras que dormitaban en su cómoda flatulencia del corral. Un búho cazando fue un repentino cuchillo de atención cuando planeó por encima del tejado.
Yaya se concentró más, hasta que su mente se llenó con el chirriar de los insectos en la paja del techo, con los crujidos de la carcoma en las vigas. Nada digno de interés.
Descendió y vagó hacia el bosque, que estaba en silencio, a excepción de algún que otro golpe sólido cuando la nieve se deslizaba de las ramas de un árbol. Incluso en invierno, el bosque estaba lleno de vida, aunque ésta dormitara o hibernara entre los árboles.
Todo como de costumbre. Yaya se dispersó más, hasta los páramos elevados y los pasos secretos donde los lobos corrían en silencio sobre la tierra helada; tocó sus mentes, afiladas como cuchillos. Aún más arriba, los campos nevados no tenían más habitantes que las sabanadijas.[6]
Todo era tal como debía ser, excepto por el hecho de que nada era como debía ser. Había algo…, sí, había algo vivo allí fuera, algo joven y antiguo y…
Yaya trató de aislar la sensación que captaba. Sí. Eso era. Algo. Algo desolado. Algo perdido. Y…
Los sentimientos nunca eran sencillos, y Yaya lo sabía bien. Cuando se consigue aislar uno, aparece otro debajo.
Algo que, si no dejaba de sentirse desolado y perdido muy pronto, iba a ponerse furioso.
Y, aún así, no podía encontrarlo. Captaba las pequeñas mentes de las crisálidas bajo las hojas húmedas. Percibía a los gusanos, que habían emigrado a capas más profundas de la tierra para huir del hielo. Hasta podía captar a algunas personas, lo más difícil de todo, porque las mentes humanas albergaban tantos pensamientos a la vez que eran casi imposibles de localizar. Era como intentar clavar la niebla a la pared.
Allí no había nada. Allí no había nada. La sensación la rodeaba, y no había nada que la causase. Había descendido tanto como le era posible, hasta la criatura más pequeña del reino animal, y allí no había nada.
Yaya Ceravieja se sentó en la cama, encendió una vela y cogió una manzana. Contempló la pared de su dormitorio.
No le gustaba que la derrotaran. Afuera había algo, algo que se alimentaba de magia, algo que crecía, algo tan vivo que parecía rodear toda la casa, y ella no lo encontraba.
Dejó sólo el corazón de la manzana y lo depositó cuidadosamente sobre la bandeja del candelabro. Apagó la vela.
El terciopelo frío de la noche volvió a cubrir la habitación.
Yaya hizo un último intento. Quizá se hubiera equivocado de dirección…
Un momento más tarde, se encontró tendida en el suelo, con la almohada sobre la cabeza.
Y pensar que había creído que se trataba de algo pequeño…
El Castillo Lancre tembló. No fue un temblor violento, pero tampoco hacía falta, dado que su arquitectura era tal que se inclinaba incluso con la más suave brisa. Un pequeño torreón se desplomó lentamente hacia las profundidades del cañón.
El bufón estaba tendido en las baldosas, y se estremeció en sueños. Agradecía el honor que se le concedía, si es que se trataba de un honor, pero dormir en el pasillo siempre le hacía soñar con el Gremio de Bufones, entre cuyos severos muros grises había padecido durante siete años de terrible aprendizaje. Sólo que allí las baldosas eran un poco más blandas que las camas.
A pocos metros de allí, una armadura tembló suavemente. La pica vibró en el guantelete hasta terminar por hendir el aire nocturno como un murciélago y estrellarse contra las baldosas a un centímetro de la oreja del bufón.
El bufón se sentó y comprendió que seguía temblando. Igual que el suelo.
En la habitación de Lord Felmet, el temblor hacía caer cascadas de polvo de la gran cama antigua. El duque despertó de un sueño en el que una gran bestia rondaba el castillo, y descubrió horrorizado que podía ser verdad.
El retrato de un rey muerto hacía tiempo cayó de la pared. El duque gritó.
El bufón entró en la habitación, tratando de mantener el equilibrio en un suelo que se comportaba como un mar. El duque saltó de la cama y se aferró al hombrecillo.
—¿Qué pasa? —gimió—. ¿Es un terremoto?
—Por aquí no hay terremotos, mi señor —dijo el bufón, que recibió un golpe cuando una chaise-longue se deslizó sobre la alfombra.
El duque corrió hacia la ventana y miró en dirección a los bosques iluminados por la luna. Los árboles cubiertos de nieve se cimbreaban en la noche tranquila.
Un trozo de yeso se estrelló contra el suelo. Lord Felmet se dio la vuelta, y esta vez su garra elevó al bufón medio metro por encima del suelo.
Entre los muchos lujos de los que el duque había prescindido a lo largo de su vida estaba el de la ignorancia. Le gustaba sentir que sabía lo que estaba pasando. Las gloriosas inseguridades de la existencia no le atraían en absoluto.
—Son las brujas, ¿verdad? —gimió mientras su mejilla izquierda temblaba con el tic, como un pez fuera del agua—. Están ahí fuera, ¿no? Tienen una Influencia sobre el castillo, ¿a que sí?
—Pues, la verdad, señor… —empezó el bufón.
—Ellas mandan en este país, ¿no es cierto?
—No, mi señor, nunca han…
—¿Quién te ha pedido tu opinión?
El aterrado bufón temblaba de miedo justo al revés que el castillo, de manera que sólo él en toda la habitación parecía completamente quieto.
—Eh…, vos, mi señor.
—¿Vas a discutir conmigo?
—¡No, mi señor!
—Justo lo que pensaba. ¡Seguro que estás aliado con ellas!
—¡Mi señor! —exclamó el bufón, sinceramente asombrado.
—¡Todos estáis aliados con ellas! —rugió el duque—. ¡Todos vosotros, sin excepción! ¡No sois más que una panda de payasos!
Empujó al bufón a un lado y abrió de golpe el balcón. Salió al gélido aire nocturno. Contempló el reino dormido.
—¿Me oís todos? —gritó—. ¡Soy el rey!
El temblor cesó, y el duque perdió el equilibrio. Consiguió recuperarlo y se sacudió el yeso del camisón.
—Así me gusta —dijo.
Pero aquello era peor. Ahora, el bosque escuchaba. Todo lo que decía Lord Felmet se perdía en el gran vacío del silencio.
Allí fuera había algo. Lo notaba. Era tan fuerte como para sacudir el castillo, y ahora le miraba, le escuchaba.
El duque retrocedió cautelosamente, volvió a la habitación, cerró los ventanales y corrió apresuradamente las cortinas.
—Soy el rey —repitió en voz baja.
Miró al bufón, quien sintió que se esperaba alguna respuesta de él.
Este tipo es mi amo y señor, pensó. Me da el pan de cada día, o como se diga eso. En la escuela del Gremio me dijeron que un bufón debe ser fiel a su amo hasta el fin, incluso después de que todos los demás lo hayan abandonado. No importa si el señor es bueno o malo. Todo dirigente necesita un bufón. Sólo es cuestión de lealtad, es lo único que importa. Aunque él esté como una cabra, seré su bufón hasta que uno de los dos muera.
Horrorizado, se dio cuenta de que el duque estaba llorando.
El bufón rebuscó en su manga y sacó un pañuelo rojo y amarillo bastante sucio, con un bordado de cascabeles. El duque lo cogió con expresión de gratitud y se sonó la nariz. Luego se lo apartó del cuerpo y lo miró con terror demente.
—¿Es una daga lo que veo ante mí? —murmuró.
—Eh…, no, mi señor. Es un pañuelo, ¿sabéis? Si lo examináis bien, notaréis la diferencia. No tiene tantos filos.
—Buen bufón —suspiró el duque vagamente.
Completamente loco, pensó el bufón. Si perdía un tornillo más, se desmontaría. Más sonado que el pecho de un gorila.
—Arrodíllate junto a mí, bufón.
El bufón obedeció. El duque le puso una mano vendada sobre el hombro.
—¿Eres leal, bufón? —preguntó—. ¿Eres digno de confianza?
—Juré seguir a mi señor hasta la muerte —replicó el bufón con voz ronca.
El duque bajó el rostro enloquecido hacia el bufón, quien alzó la vista hacia unos ojos inyectados de sangre.
—Yo no quería —siseó en tono confidencial—. Me obligaron. Yo no quería…
La puerta se abrió de golpe. La duquesa llenó el marco. De hecho, tenía casi la misma forma.
—¡Leonal! —ladró.
El bufón se quedó fascinado por lo que sucedía en los ojos del duque. La llama roja de la locura se desvaneció, retrocedió para ser sustituida por la dura mirada azul que ya había llegado a conocer. Comprendió que aquello no significaba que el duque estuviera menos loco. Incluso la frialdad de aquella cordura era, en cierto modo, demente. El duque tenía un cerebro que funcionaba como un reloj y, como en un reloj, de vez en cuando le daban las horas.
Lord Felmet alzó la vista con tranquilidad.
—¿Sí, querida?
—¿Qué significa todo esto? —exigió saber ella.
—Deben de ser las brujas.
—La verdad, no pienso… —empezó a decir el bufón.
La mirada de Lady Felmet no se limitó a silenciarlo, casi lo clavó a la pared.
—Eso es obvio —dijo la duquesa—. Eres un payaso.
—Un bufón, mi señora.
—Tanto da. —Se volvió hacia su marido—. Vaya —siguió, sombría—. Así que aún te desafían.
El duque se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que luche contra la magia? —preguntó.
—Con palabras —respondió el bufón, sin pensar.
Lo lamentó al instante. Los duques lo miraron.
—¿Qué? —le interrogó la duquesa.
Al bufón se le cayó la mandolina de vergüenza.
—En…, en el Gremio —explicó, tartamudeando—, nos enseñan que las palabras pueden ser más poderosas que la magia.
—¡Payaso! —exclamó el duque—. Las palabras no son más que palabras. Sílabas breves. Palos y piedras me romperán los huesos… —Hizo una pausa, saboreando la idea—. Pero las palabras, no.