Magrat las apartó de una roca. Un remolino las hizo girar suavemente.
—Me sé una que va de dos pequeños azulejos —anunció Tata Ogg.
—Mmm —murmuró Magrat.
—Puede que sean azulejos al principio, pero me juego lo que sea que al final son una especie de metefuera —gruñó Yaya.
—Eh…, Yaya… —empezó Magrat.
—Ya tuve bastante con que Magrat me hablara de las abejas y las flores, y de lo que hay tras ellas —insistió Yaya—. Antes, me gustaba contemplar a las abejas en una mañana de primavera —añadió, pensativa.
—Creo que el río se está poniendo así como muy agitado —dijo Magrat.
—No comprendo por qué la gente no se limita a dejar las cosas tal como están —siguió Yaya.
—La verdad es que se está poniendo muy, muy agitado… —insistió Magrat, al tiempo que maniobraba bruscamente para esquivar una roca escarpada.
—Oye, ¿sabes que es verdad? —se sorprendió Tata Ogg—. Esto empieza a moverse bastante.
Yaya miró por encima del hombro de Magrat, hacia el río que se perdía a lo lejos. Más que perderse, parecía cortado. Era como si hubiera una catarata inminente, por poner un ejemplo. Ahora, el bote avanzaba a toda velocidad. Se oía un retumbar sordo.
—Los enanos no dijeron nada de cataratas —señaló.
—Supongo que se imaginaron que no tardaríamos en descubrirlo —dijo Tata Ogg, al tiempo que recogía sus pertenencias y agarraba a Greebo por el pellejo del cuello—. Los enanos, por regla general, no facilitan información así como así. Menos mal que las brujas flotamos.[XVII] Bueno, al fin y al cabo sabían que llevábamos las escobas.
—Vosotras tenéis escobas —la interrumpió Yaya Ceravieja—. Pero ¿cómo voy a conseguir que la mía arranque desde un bote? No Puedo correr para coger impulso, no sé si lo habréis notado. Y deja de moverte tanto, vas a hacer que nos caigamos al agua…
—Quita el pie de en medio, Esme…
El bote se tambaleó violentamente.
Magrat se mostró a la altura de las circunstancias. Sacó la varita justo en el momento en que una ola barría el bote.
—No os preocupéis —dijo—. Utilizaré la varita. Creo que ya le he cogido el truco…
—¡No! —aullaron Yaya Ceravieja y Tata Ogg al unísono.
Se oyó un ruido retumbante, hueco. El bote cambió de forma. También cambió de color. Ahora era de una alegre tonalidad naranja
—¡Calabazas! —gritó Tata Ogg al tiempo que caía al agua—. ¡Más jodidas calabazas!
Lilith se acomodó en el asiento. El hielo que rodeaba el río no había funcionado tan bien como un espejo, pero de todos modos había cumplido su misión.
Vaya, vaya, vaya. Una inconstante niña grande, más digna de recibir ayuda de un hada madrina que de serlo, y una anciana tipo lavandera que se emborrachaba y cantaba canciones obscenas. Y una varita que la idiota de la chica no sabía utilizar.
Todo aquello era muy molesto. Y más aún, era degradante. Desiderata y la señora Gogol tendrían que haber conseguido algo mejo que aquello. El estatus de una persona se mide por la fuerza de sus enemigos.
Pero claro, también estaba ELLA. Después de tanto tiempo…
Claro, sí. A ella le parecía muy bien. Porque tenían que ser tres. El tres era un número importante en los cuentos. Tres deseos, tres príncipes, tres cabras, tres oportunidades para descubrir una respuesta… tres brujas. La doncella, la madre y…, y la otra. Ése era el más antiguo de todos los cuentos.[XVIII]
Esme Ceravieja nunca había comprendido los cuentos. Nunca había comprendido lo reales que eran los reflejos. Si lo hubiera comprendido, a estas alturas probablemente estaría dominando el mundo
—¡Siempre te estás mirando en los espejos! —dijo una voz petulante—. ¡No me gusta que siempre te estés mirando en los espejos!
El Duc se dejó caer en la silla de un rincón, con un revuelo de sed negra y piernas bien torneadas. Por lo general, Lilith no permitía que nadie entrara en su nido de espejos, pero el castillo era de aquel hombre, al menos técnicamente. Además, era demasiado vanidoso e idiota como para enterarse de lo que estaba pasando. Ella misma se había encargado de que lo fuera. Por lo menos, eso creía. Últimamente, el Duc había empezado a sumar dos y dos…
—No entiendo por qué lo haces —gimoteó—. Yo pensaba que la magia era cuestión de señalar algo y… ¡uooosh!
Lilith recogió el sombrero y se lo colocó delante del espejo.
—Así va mejor —explicó—. Es autosuficiente. Cuando se utiliza la magia de los espejos, no tienes que depender de nadie más. Por eso, nadie ha conquistado el mundo usando la magia…, hasta ahora. Intentan sacarla de… otros sitios. Y eso tiene siempre su precio. Con los espejos no le debes nada a nadie, sólo a tu propia alma.
Se bajó el velo que pendía del ala del sombrero. Le gustaba la intimidad que le proporcionaba el velo cuando se alejaba de la protección de los espejos.
—Detesto los espejos —murmuró el Duc.
—Eso es porque te dicen la verdad, muchacho.
—Pues es una magia muy cruel.
Lilith retorció el velo para darle una forma atractiva.
—Oh, sí. Con los espejos, el único poder que cuenta es el tuyo. El poder no puede venir de ninguna otra fuente —siguió.
—La mujer del pantano lo saca del pantano —señaló el Duc.
—¡Ja! Y tarde o temprano, el pantano se lo cobrará. Esa mujer no comprende lo que está haciendo.
—¿Y tú sí?
Lilith sintió una punzada de orgullo. ¡El Duc la envidiaba! Desde luego, podía felicitarse por haber hecho un buen trabajo.
—Yo comprendo los cuentos —dijo—. Con eso basta.
—Pero aún no me has traído a la chica —señaló el Duc—. Me prometiste a la chica. Y entonces todo se acabará, y podré dormir en una cama de verdad, y ya no necesitaré más magia de reflejos…
Es posible excederse en todo, hasta en hacer un buen trabajo.
—¿Qué pasa, estás harto de magia? —preguntó Lilith dulcemente—. ¿Quieres que me detenga? Sería de lo más sencillo. Te encontré en las cloacas. ¿Quieres que te envíe allí de vuelta?
El rostro del Duc se convirtió en una máscara de terror.
—¡No quería decir eso! Sólo es que…, bueno, que todo será real. Me dijiste que bastará con un beso. No entiendo por qué es tan difícil.
—El beso adecuado y en el momento adecuado —corrigió Lilith—. Tiene que ser en el momento adecuado; si no, no servirá de nada.
Sonrió. Él estaba temblando, en parte de expectación, pero sobre todo de miedo, y también un poco por herencia.
—No te preocupes —lo tranquilizó—. Es imposible que no suceda.
—¿Y esas brujas que me enseñaste?
—Sólo son… parte del cuento. No te preocupes por ellas. El cuento las absorberá. Y tendrás a la chica, porque así son los cuentos. Qué bien, ¿verdad? Bueno, ahora… ¿nos vamos? Supongo que tienes que gobernar un rato.
Él captó la inflexión de la voz. Era una orden. Se levantó, extendió un brazo para entrelazarlo con el suyo, y bajaron juntos a la sala de audiencias de palacio.
Lilith estaba orgullosa del Duc. Quedaba, por supuesto, ese pequeño problema nocturno, bastante embarazoso, porque el campo mórfico del gobernante se debilitaba cuando dormía, pero de momento no era una dificultad importante. También estaba el asunto de los espejos, que lo mostraban tal como era, pero también eso había sido fácil de resolver, bastó con que Lilith le hiciera prohibir todos los espejos, excepto los suyos. Y luego, los ojos. Con respecto a eso, no podía hacer nada. No existe prácticamente ningún tipo de magia que pueda cambiar los ojos de alguien. Lo único que se le había ocurrido para solucionarlo fue ponerle unas gafas oscuras.
Así y todo, el Duc era un triunfo. Le estaba agradecido. Había hecho mucho por él.
Para empezar, lo había hecho hombre.
Un trecho más adelante, río abajo, pasada ya la catarata, que era la segunda más alta del Disco y la había descubierto el famoso explorador Guy de Yoyo[12] en el Año del Cangrejo Giratorio, Yaya Ceravieja se sentó ante la pequeña hoguera con una toalla sobre los hombros.
—Bueno, mira el lado bueno —dijo Tata Ogg—. Al menos, pude agarraros a mi escoba y a ti al mismo tiempo. Y Magrat también ha salvado la suya. Si no, las tres estaríamos contemplando la catarata desde abajo.
—Qué bien. Ataúdes con forro plateado —bufó Yaya, cuyos ojos brillaban de ira.
—Venga, pero si ha sido toda una aventura —insistió Tata, con una sonrisa alentadora—. Dentro de poco, nos acordaremos de esto y nos reiremos.
—Qué bien —repitió Yaya.
Tata se dio un golpecito cariñoso en las marcas de arañazos que tenía en el brazo. Greebo, con genuinos instintos de autoconservación felina, había trepado por su dueña hasta llegar al sombrero, desde donde se puso a salvo de un salto. Ahora estaba acurrucado junto al fuego, dormitando, y sin duda abrigando sueños de gato.
Una sombra cayó sobre ellas. Era Magrat, que había estado buscando en las orillas del río.
—Creo que lo tengo casi todo —dijo al tiempo que aterrizaba—. Aquí está la escoba de Yaya. Y además…, ah, sí…, la varita. —Les dirigió una sonrisa valerosa—. Había calabacitas saliendo a la superficie, como burbujas. Por eso la pude encontrar.
—Vaya, vaya, qué suerte —dijo Tata Ogg con fingida alegría—. ¿Lo has oído, Esme? Desde luego, no nos faltará comida.
—Y también he encontrado la cesta con el pan de los enanos —siguió Magrat—. Pero mucho me temo que se habrá echado a perder.
—Imposible, te lo digo yo —respondió Tata Ogg—. No hay manera de echar a perder el pan de los enanos. Bueno, bueno —dijo al tiempo que se sentaba de nuevo—. Hemos montado aquí un bonito picnic, ¿verdad? Tenemos una hoguera estupenda… y un lugar agradable para sentarnos y… seguro que hay montones de personas pobres en Howandalandia y esos sitios que darían cualquier cosa por estar ahora mismo en nuestro lugar…
—Gytha Ogg, si no dejas de mostrarte tan alegre, te retorceré la oreja a base de bien —la amenazó Yaya Ceravieja.
—¿Seguro que no te estás resfriando? —se interesó Tata Ogg.
—Me estoy secando —replicó la anciana—. Desde dentro.
—Lo siento muchísimo, en serio —dijo Magrat—. Ya os he pedido perdón.
Aunque no sabía muy bien por qué, se dijo. Lo de ir en bote no había sido idea suya. Y no era ella la que había puesto allí la catarata. Tampoco había estado en una posición adecuada para verla venir. Había transformado el bote en calabaza, cierto, pero fue sin querer. Le podría haber pasado a cualquiera.
—También he conseguido salvar las notas de Desiderata —añadió.
—Qué bien, eso sí que es una suerte —asintió Tata Ogg—. Ahora sabremos dónde estamos perdidas.
Miró a su alrededor. Ya habían atravesado la peor parte de las montañas. pero aún quedaban picos a su alrededor, y prados que se extendían hasta las nieves perpetuas. Les llegó desde lejos el sonido de los cencerros de unas cabras.
Magrat desplegó un mapa. Estaba arrugado, mojado y se había corrido la tinta. Señaló con cautela una zona emborronada.
—Creo que estamos aquí —dijo.
—Vaya, increíble —se asombró Tata Ogg, cuyos conocimientos sobre cartografía eran aún más etéreos que los de Yaya—. Qué cosas, ¡y que quepamos las tres en ese trocito de papel…!
—Me parece que, por el momento, lo mejor será que nos limitemos a seguir el río —dijo Magrat—. Sin meternos en él, claro —se apresuró a añadir.
—Supongo que no habrás encontrado mi bolsa —gruñó Yaya Ceravieja—. Llevaba objetos personales.
—Lo más probable es que se hundiera como una piedra —dijo Tata Ogg.
Yaya Ceravieja se levantó como un general a quien acabaran de informar de que su ejército ha quedado el segundo.
—Adelante —dijo— ¿Adónde vamos a continuación?
A continuación fueron hacia un bosque, oscuro, ferozmente conífero. Las brujas lo sobrevolaron en silencio. De cuando en cuando se divisaba alguna casita aislada, medio oculta entre los árboles. Aquí y allá, un despeñadero se abría en la penumbra selvática, envuelto en nieblas a pesar de que sólo era media tarde. En un par de ocasiones volaron sobre castillos, por llamarlos de alguna manera; no parecían construidos, sino que más bien brotaban del paisaje.
Y esos paisajes tienen, obligatoriamente, una historia ligada a ellos, una historia en la que juegan un papel importante los lobos, el ajo y las mujeres aterradas. Una historia de oscuridad y sed, una historia cuyas alas negras se divisan contra el resplandor de la luna…
—Der flabberghast —murmuró Tata.
—¿Qué es eso? —quiso saber Magrat.
—Murciélago, en extranjero.[XIX]
—A mí siempre me han gustado los murciélagos —dijo la joven—. En general.