Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Yaya Ceravieja hizo un gesto de resignación.

—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo —gruñó—. ¡Adelante! ¡Ponte en ridículo!

Magrat abrió su bolsa y sacó la varita. Éste era el momento que tanto había temido.

El instrumento era de hueso. O marfil. Magrat tenía la esperanza de que fuera marfil. En el pasado había lucido algunas marcas y grabados, pero generaciones de gordezuelas manos hadamadrinales la habían dejado casi pulida. En un extremo tenía varios anillos de oro y plata. Pero ni una runa, ni un símbolo en toda su longitud, que indicara o sugiriese qué había que hacer con ella.

—Supongo que tienes que agitarla —trató de ayudarla Tata—. Sí, estoy casi segura de que es algo así.

Yaya Ceravieja cruzó los brazos.

—Eso no es brujería como debe ser —bufó.

Magrat agitó la varita con gesto experimental. No sucedió nada.

—A lo mejor tienes que decir algo —sugirió Tata.

Magrat estaba cada vez más nerviosa.

—¿Qué dicen las hadas madrinas? —gimió.

—Eh…, ni idea —respondió Tata.

—¡Ja! —exclamó Yaya.

Tata Ogg suspiró.

—¿Es que Desiderata no te enseñó nada?

—¡Nada! —Tata se encogió de hombros.

—Bueno, haz lo que puedas.

La joven contempló fijamente el montón de rocas. Cerró los ojos. Respiró hondo. Trató de fijar su mente en una imagen serena de armonía cósmica. Eso de hablar y hablar de la armonía cósmica estaba muy bien para los monjes, reflexionó, que estaban tan ricamente aislados en sus montañas nevadas y sólo tenían que preocuparse de los yetis. Seguro que nunca habían intentado buscar la paz interior mientras los miraba Yaya Ceravieja.

Agitó la varita de manera tímida, e intentó con todas sus fuerzas no pensar en calabazas.

Sintió que el aire se agitaba. Oyó atragantarse a Tata.

—¿Ha pasado algo? —quiso saber.

—Sí —respondió Tata Ogg tras unos momentos—. Más o menos. Lo único que espero es que tengan mucha hambre.

—Eso es lo que hacen las hadas madrinas, ¿eh? —oyó comentar a Yaya Ceravieja.

Magrat se atrevió a abrir los ojos.

El montón seguía estando allí, pero ya no era de rocas.

—Ahí dentro…, esperad un momento, escuchad…, ahí dentro suena como un chof —dijo Tata.

Magrat abrió los ojos aún más.

—¿Otra vez calabazas?

—Como un chof. Chof —insistió Tata, por si alguien no lo había oído.

La cima del montón se movió. Un par de calabazas de las más pequeñas rodaron hasta los pies de Magrat, y un menudo rostro de enano apareció por el agujero.

Se quedó mirando a las brujas.

—¿Va todo bien? —consiguió preguntar por fin Tata Ogg.

El enano asintió. No dejaba de contemplar el montón de calabazas que llenaban el túnel desde el suelo hasta el techo.

—Eh…, sí —dijo— ¿Está aquí papi?

—¿Papi?

—El rey.

—Oh.

Tata Ogg se llevó las manos a la boca para hacer bocina y se giró hacia el túnel de salida.

—¡Eh, rey!

Los enanos aparecieron en la entrada. También ellos se quedaron mirando las calabazas. El rey dio un paso adelante y clavó la vista en la cara de su hijo.

—¿Va todo bien, hijo?

—Perfectamente, papi. No hay desprendimientos ni nada.

El rey dejó escapar un suspiro de alivio.

—¿Están todos vivos? —preguntó después, como si se le acabara de ocurrir.

—Sí, papi.

—La verdad es que me había preocupado mucho. Pensé que a lo mejor habíamos tropezado con una zona de conglomerado o algo así.

—No, papi, no era más que una bolsa de esquisto suelto.

—Excelente. —El rey volvió a contemplar el montón. Se rascó la barba—. No he podido dejar de advertir que habéis tropezado con una veta de calabazas.

—A mí me parecía arenisca, papi.

El rey se acercó a las brujas.

—¿Podéis transformar cualquier cosa en cualquier cosa? —preguntó esperanzado.

Tata Ogg miró de reojo a Magrat, que seguía con la varita en la mano y en una especie de shock.

—De momento, sólo hacemos calabazas —respondió con cautela.

El rey se quedó algo decepcionado.

—Bueno, qué se le va a hacer —suspiró—. Si hay algo que pueda hacer por vosotras, señoras…, no sé, una taza de té o algo así…

Yaya Ceravieja dio un paso al frente.

—Eso mismo estaba pensando yo —dijo.

El rey sonrió.

—Sólo que más caro —añadió Yaya.

El rey dejó de sonreír.

Tata Ogg se acercó discretamente a Magrat, que no dejaba de agitar la varita y de mirarla.

—Muy inteligente —susurró—. ¿Por qué has pensado en calabazas?

—¡Si no he pensado en calabazas!

—¿No sabes cómo funciona?

—¡No! Creía que sólo había que… ya sabes, que desear que sucediera algo.

—Seguro que tiene más truco, no creo que baste con desearlo —señaló Tata, tratando de mostrarse lo más comprensiva posible—. Por lo general, eso no basta.

Cuando ya empezaba a amanecer, teniendo en cuenta lo que es el amanecer dentro de una mina, los enanos guiaron a las brujas hasta un río que discurría por el interior de las montañas. Allí había amarradas un par de barcazas. Acercaron un pequeño bote hasta el muelle de piedra.

—Esto os ayudará a cruzar las montañas —dijo el rey—. En realidad, creo que el río llega hasta Genua. —Cogió una gran cesta de manos de un ayudante enano—. Y os hemos puesto un poco de comida estupenda —añadió.

—¿Vamos a hacer todo el viaje en bote? —dijo Magrat. Hizo unos movimientos discretos con la varita—. La verdad es que los botes no se me dan muy bien.

—Escucha —la interrumpió Yaya, al tiempo que subía a bordo—, el río conoce el camino de salida de las montañas, y nosotras no. Ya tendremos tiempo de usar las escobas más adelante, cuando el terreno se comporte de una manera más sensata.

—Además, así podremos descansar un poco —corroboró Tata, sentándose tras ella.

Magrat miró a las dos ancianas brujas, que se estaban acomodando en la popa del bote como un par de gallinas en su nido.

—¿Sabéis remar? —preguntó.

—No nos hace falta —replicó Yaya.

Magrat asintió, sombría. Trató de salvar algo de la catástrofe.

—Yo tampoco sé —aventuró.

—No pasa nada —replicó Tata—. Si vemos que haces algo mal te lo diremos enseguida, tú tranquila. Hasta otra, su majestad.

Magrat suspiró y cogió los remos.

—Los extremos planos van al agua —contribuyó Yaya.

Los enanos agitaron las manos en gesto de despedida. El bote se adentró en el río, moviéndose lentamente en el círculo de luz de los faroles. Magrat se dio cuenta de que lo único que tenía que hacer era mantener el bote en el centro, a favor de la corriente.

—No tengo ni idea de por qué se empeñan en poner runas invisibles en las puertas —oyó decir a Tata—. Es decir, pagas a un mago para que te ponga runas invisibles en la puerta, ¿y cómo sabes si lo ha hecho?

—Es muy fácil —fue la réplica de Yaya—. Si no las ves, es que son runas invisibles.

—Ah —siguió la voz de Tata—. Claro. Bueno, a ver qué tenemos para almorzar.

Se oyó el crujido del papel.

—Vaya, vaya, vaya.

—¿Qué es, Gytha?

—Calabaza.

—¿Calabaza cómo?

—Como calabaza. Calabaza de calabaza.

—Bueno, la verdad es que ahora deben de tener calabazas de sobra —dijo Magrat—. Ya sabes lo que suele pasar a finales del verano, en el jardín hay de todo. Se me acaba la imaginación tratando de hacer nuevos tipos de conservas y salmueras…

A pesar de la escasa luz alcanzó a ver la cara de Yaya, que parecía sugerir que la imaginación de Magrat se acababa muy poco después de empezar.

—Lo que es yo, no he hecho ni un bote de salmuera en mi vida —dijo Yaya.

—Pero te encantan las salmueras —señaló Magrat.

Las brujas y las salmueras iban siempre juntas como…, titubeó ante la posibilidad nauseabunda de añadir «las fresas y la nata», y agregó mentalmente «como cosas que siempre van juntas». El espectáculo del único diente que le quedaba a Tata Ogg enfrentándose a una cebolla en escabeche haría llorar a cualquiera.

—Me gustan, claro que sí —asintió Yaya—. Pero me gusta que me las den.

—¿Sabes una cosa? —siguió Tata, mientras investigaba en las profundidades de la cesta—. Siempre que tengo tratos con enanos, me vienen a la mente expresiones que seguro que no aprobarías.[XVI]

—Son unos diablos, desde luego —corroboró Yaya Ceravieja—. Tendrías que ver los precios que intentan cobrarme cada vez que llevo la escoba para que me la arreglen.

—Sí, pero nunca pagas —señaló Magrat.

—No se trata de eso —replicó Yaya— Lo que digo es que no se debería permitir que pusieran esos precios. Es un robo, te lo aseguro.

—No pueden robarte, puesto que no les pagas —insistió la joven.

—Yo nunca pago nada —dijo Yaya—. La gente nunca me deja pagar. No puedo evitar que todo el mundo me regale cosas. Cuando voy por la calle, los vecinos siempre salen corriendo de sus casas con bizcochos recién horneados, sidra fresca y ropa vieja casi sin usar. Me dicen: «Oh, señora Ceravieja, por favor, acepte esta cesta de huevos». La gente siempre es muy amable. Si tratas bien a todo el mundo, todo el mundo te trata bien a ti. Eso es mostrar respeto. Ser bruja —terminó con tono firme—, consiste en no tener que pagar.

—Vaya, ¿qué es esto? —intervino Tata, que había encontrado un pequeño paquete en el fondo de la cesta.

Lo desenvolvió y mostró a las demás varios discos marrones, duros.

—Cielos —se sorprendió Yaya Ceravieja—. Retiro todo lo dicho. Eso es nada más y nada menos que el famoso pan de los enanos. No se lo dan a cualquiera.

Tata le dio unos golpecitos contra la borda del bote. Hizo un ruido muy semejante a esos que hacen los críos golpeando reglas de madera contra los pupitres. Una especie de bo¡o¡o¡ng hueco, retumbante.

—Se dice que nunca se pone rancio, aunque lo tengas guardado durante años —siguió Yaya.

—Te mantiene en pie días y días —asintió Tata Ogg.

Magrat extendió la mano y cogió una de las hogazas planas. Trató de romperla, pero pronto tuvo que darse por vencida.

—¿Y esto se come? —se sorprendió.

—Bueno, me parece que no es para comerlo —titubeó Tata—. Más bien es para…

—… para mantenerte en pie —terminó Yaya—. La gente dice que…

Se interrumpió.

Por encima del ruido del río y del goteo ocasional del agua que se filtraba por el techo, todas podían oír ahora el sonido rítmico de otro bote, que avanzaba hacia ellas.

—¡Alguien nos sigue! —siseó Magrat.

Dos nebulosos puntos de luz aparecieron casi al borde de la zona iluminada por el farol. Resultaron ser los ojos de una pequeña criatura gris, que recordaba vagamente a una rana y remaba hacia ellas montada en un tronco.

Llegó junto al bote. Unos dedos húmedos se aferraron a la borda y una cara lúgubre se alzó hasta quedar al nivel de la de Tata Ogg.

—Hola —dijo—. Hoy esss mi cumpleañosss.

Las tres se la quedaron mirando unos instantes. Después, Yaya Ceravieja cogió un remo y le dio un golpe firme en la cabeza. Se oyó un chapoteo, y luego una maldición a lo lejos.

—¡Qué bichejo tan repugnante! —dijo Yaya, mientras se dejaban llevar por la corriente—. Tenía pinta de ser un buscapleitos.

—Cierto —asintió Tata Ogg—. Los babosos son los más peligrosos.

—¿Qué querría? —se preguntó Magrat, casi para sus adentros.

Cerca de media hora más tarde, el bote salió a la superficie por la entrada de una cueva, y enfiló un estrecho desfiladero entre barrancos. El hielo brillaba en las paredes, y en algunos de los salientes se acumulaba la nieve.

Tata Ogg miró a su alrededor con candidez, y luego rebuscó entre los innumerables pliegues de sus muchos faldones, hasta dar con una pequeña botella. Se oyó una especie de gorgoteo.

—Seguro que aquí hay un eco estupendo —dijo, tras unos momentos.

—Ah, no, ni hablar, ni se te ocurra —le advirtió Yaya con firmeza.

—¿Que no se me ocurra qué?

—No cantes Esa Canción.

—¿Disculpa, Esme?

—No lo haré si te empeñas en cantar Esa Canción —bufó Yaya.

—¿A qué canción te refieres?

—Ya sabes de sobra a qué canción me refiero —replicó Yaya con voz gélida—. Siempre te emborrachas y me averguenzas cantando Esa Canción.

—Pues ahora mismo no caigo, Esme —respondió Tata, todo dulzura.

—Esa que habla sobre un roedor…

—¡Ah! —sonrió Tata—. Te refieres a «El Puercoespin no Puede…»

—¡Sí, a ésa!

—¡Pero si es tradicional! —protestó la anciana—. De todos modos, no importa. En el extranjero, nadie entenderá la letra.

—Tal como tú sueles cantar ese tipo de canciones —bufó Yaya—, tal como tú las cantas, hasta las criaturas que viven en el fondo de los estanques entienden la letra.

Magrat miró por la borda. Las ondulaciones del agua tenían una pequeña cresta de espuma blanca. La corriente era ahora más rápida, y arrastraba trozos de hielo.

—No es más que una canción popular, Esme —la tranquilizó Tata Ogg.

—¡Ja! —se burló Yaya Ceravieja—. ¡Y tanto que es una canción popular! Conozco muy bien esas canciones populares. ¡Ja! Uno se cree que está escuchando una bonita canción acerca de…, acerca de cucos, y jilgueros, y ruiseñores, y yo qué sé qué más, y luego resulta que va de…, de otra cosa muy diferente —terminó con el ceño fruncido—. No se puede confiar en las canciones populares. Siempre te dan gato por liebre.

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