Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—No pienso subir más —bufó la anciana.

—Si ascendemos lo suficiente, quizá veamos el lugar adonde vamos —señaló Magrat.

—Dijiste que habías consultado los mapas de Desiderata —dijo Yaya.

—Sí, pero desde aquí todo se ve diferente —respondió Magrat— Más… en relieve. Pero creo que tenemos que ir… hacia allí.

—¿Estás segura?

Eso es exactamente lo que nunca se le debe preguntar a una bruja, y menos si la que pregunta es Yaya Ceravieja.

—Completamente segura —asintió Magrat.

Tata Ogg alzó la vista hacia las imponentes cumbres.

—Por allí hay un montón de montañas enormes —señaló.

Se alzaban hilera tras hilera, salpicadas de nieve, con sus galardones de hielo en las cumbres. Nadie esquiaba en las Montañas del Carnero. Al menos, nadie esquiaba más de unos pocos metros antes de lanzar un grito y desaparecer. No eran simples montañas heladas. Eran la clase de montañas adonde van los inviernos para pasar las vacaciones de verano.

—Hay algunos pasos y cosas así entre las montañas —aseguró Magrat, nada segura.

—Claro —asintió Tata.

Es una forma de utilizar dos espejos, si se sabe cómo hacerlo: hay que colocarlos de manera que se reflejen el uno al otro. Porque si las imágenes pueden robarte una parte de ti mismo, las imágenes de las imágenes te pueden amplificar, devolverte a ti mismo, darte poder…

Y tu imagen se perpetúa eternamente, en reflejos de reflejos de reflejos. Y todas las imágenes, a lo largo de toda la curvatura de la luz, son siempre la misma.

Pero no es así.

Los espejos contienen el infinito.

Y el infinito contiene más cosas de las que uno cree.

Para empezar, lo contiene todo.

Incluso un hambre atroz.

Porque hay billones de imágenes que beben de tan sólo un alma.

Los espejos dan mucho, pero también se llevan muchas cosas.

Las montañas dejaban paso a más montañas. Las nubes se arremolinaban, grises, pesadas.

—Estoy segura de que vamos en la dirección correcta —dijo Magrat.

La roca helada se perdía en la distancia. Las brujas sobrevolaban un entramado de estrechos cañones, cada uno igual que el anterior.[XIII]

—Sí —dijo Yaya.

—Bueno, es que no me habéis dejado volar a más altura —se quejó Magrat.

—De un momento a otro va a caer una nevada de mil diablos —anunció Tata Ogg.

Empezaba a anochecer. La luz huía de los valles, derramándose como un flan.

—Pensaba… que habría pueblos y esas cosas —suspiró Magrat—. Aldeas donde podríamos comprar interesante artesanía nativa y buscar refugio en chozas rústicas.

—Aquí no hay ni trolls —bufó Yaya.

Las tres escobas descendieron planeando hacia un valle yermo, una simple muesca en la ladera de la montaña.

—Y hace un frío de narices —insistió Tata Ogg. Sonrió—. ¿Hay alguna choza rústica a la vista?

Yaya Ceravieja se apeó de la escoba y contempló las rocas que la rodeaban. Cogió una piedra y la olisqueó. Caminó hasta un montón de guijarros que, a los ojos de Magrat, era igual que todos los demás montones de guijarros, y lo palpó.

—Mmm —dijo.

Unos cuantos copos de nieve aterrizaron sobre su sombrero.

—Vaya, vaya —siguió.

—¿Qué haces, Yaya? —quiso saber Magrat.

—Estoy meditando.

Yaya se acercó hasta la empinada ladera del valle, y la recorrió sin dejar de contemplar la roca. Tata Ogg fue junto a ella.

—¿Aquí arriba? —preguntó.

—Creo que sí.

—¿No es un lugar un poco alto para ellos?

—Esos diablillos se meten por todas partes. Una vez se me coló uno en la cocina —dijo Yaya—. «¡Iba siguiendo una veta!», me dijo.

—Sí, son capaces de todo —asintió Tata.

—¿Os importaría decirme qué estáis haciendo? —casi gritó Magrat—. ¿Qué tienen de interesante esos montones de piedras?

La nieve caía más densa.

—No son piedras, son escombros —informó Yaya.[XIV]

Se inclinó junto a una zona lisa de roca, cubierta de hielo, que a los ojos de Magrat no se diferenciaba en nada de la multitud de rocas, en todas las formas y tamaños, que había en las montañas. En cambio, Yaya se acercó aún más a ella e hizo una pausa como si escuchara.

Luego, se irguió y golpeó la roca bruscamente con el palo de la escoba.

—¡Abrid ahora mismo, renacuajos! —gruñó.

Tata Ogg dio una patada a la piedra. Sonó a hueco.

—¡Aquí fuera hay gente muriéndose de frío! —corroboró.

Durante unos momentos, no pasó nada. Luego, una parte de la roca se giró unos centímetros. Magrat vio el brillo de unos ojillos desconfiados.

—¿Sí?

—¿Enanos? —se asombró Magrat.

Yaya Ceravieja se inclinó hasta poner la nariz a la altura de aquellos ojos.

—Me llamo Yaya Ceravieja —dijo.

Volvió a erguirse con la cara resplandeciente, rebosante de satisfacción.

—¿Y a mí qué? —gruñó una voz que provenía de un punto algo por debajo de los ojos.

La expresión de Yaya se congeló en su rostro.

Tata Ogg le dio un codazo.

—Debemos de estar a más de setenta kilómetros de casa —dijo—. Quizá por aquí no hayan oído hablar de ti.

Yaya volvió a inclinarse. Los copos de nieve acumulados cayeron como una avalancha desde su sombrero.

—No te lo tendré en cuenta —dijo—, pero sé que debéis de tener un rey ahí dentro, así que ve a decirle que ha venido Yaya Ceravieja.

—Está muy ocupado —dijo la voz—. Acabamos de tener algunos problemas.

—En ese caso, seguro que no querrá tener más —se limitó a replicar Yaya.

El interpelado invisible pareció meditar esta afirmación unos instantes.

—Pusimos un aviso en la puerta —dijo, de mal humor—. En runas invisibles. Y las runas invisibles bien hechas salen carísimas.

—No voy por ahí leyendo puertas —bufó Yaya.

El hombrecillo titubeó.

—¿Ha dicho «Ceravieja»?

—Exacto. Cera-Vieja. Con «V». No con «B» de «bruja».

La puerta se cerró de golpe. Una vez cerrada, quedaba una ranura apenas visible en la roca.

La nieve caía ahora densa, espesa. Yaya Ceravieja dio unos saltitos para entrar en calor.

—Así son los extranjeros —gruñó, dirigiéndose al mundo nevado en general.

—No creo que se pueda decir que los enanos son extranjeros —señaló Tata Ogg.

—No veo por qué no —replicó Yaya—. Un enano que vive muy lejos tiene que ser extranjero. Eso es lo que significa la palabra.

—¿Sí? Vaya, no me lo había planteado —reflexionó Tata.

Siguieron contemplando la puerta. Su aliento formaba tres nubecillas blancas en el aire cada vez más oscuro. Magrat escudriñó la roca.

—No veo ninguna runa invisible —dijo.

—Claro que no —respondió Tata—. Por eso son invisibles.

—Exacto —asintió Yaya Ceravieja—. No seas tonta.

La puerta volvió a abrirse.

—He hablado con el rey —dijo la voz.

—¿Y qué ha dicho? —inquirió Yaya, expectante.

—Ha dicho: «¡Oh, no! ¡Como si no tuviéramos ya suficiente!».

El rostro de Yaya se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Sabía que habría oído hablar de mí! —dijo.

Hay miles de reyes de los gitanos. De la misma manera, hay miles de reyes de los enanos. El término viene a significar algo así como «ingeniero jefe». En cambio, no hay reinas de los enanos. A los enanos no les gusta hacer público su sexo y muchos, además, lo consideran algo de escasa importancia, sobre todo comparado con cosas como la metalurgia y la hidráulica.

Este rey en concreto estaba de pie, en medio de una multitud de mineros que gritaban. Él[10] alzó la vista hacia las brujas, con la expresión que tendría un hombre que se ahoga al mirar un vaso de agua.

—¿Eres eficaz? —preguntó.

Tata Ogg y Yaya Ceravieja se miraron.

—Creo que habla contigo, Magrat —señaló Yaya.

—Acabamos de tener un hundimiento terrible en la galería nueve —Siguió el rey—. Tiene muy mala pinta. Quizá hayamos perdido para siempre una veta muy rica de oro y cuarzo.

Uno de los enanos situados detrás de él le murmuró algo al oído. —Ah, sí. También han quedado atrapados algunos de los muchachos —asintió el rey, con tono distraído—. Y entonces, vais y aparecéis vosotras. En mi opinión, debe de ser cosa del destino.

Yaya Ceravieja se sacudió la nieve del sombrero, y miró a su alrededor.

Muy a su pesar, se sintió impresionada. En los últimos tiempos no era frecuente ver una buena sala de enanos. La mayor parte de los enanos se habían marchado a las ciudades de las tierras bajas para ganar dinero. En las ciudades resultaba mucho más sencillo ser enano. Para empezar, uno no tenía que pasarse el día bajo tierra, ni se machacaba el pulgar a martillazos, ni cogía jaquecas de tanto preocuparse por la fluctuación del mercado internacional de metales. Lo malo de los tiempos modernos era que se había perdido el respeto a la tradición. No había más que ver a los trolls. Ahora había más trolls en Ankh-Morpork que en todas las cordilleras del Disco. Yaya Ceravieja no tenía nada contra los trolls, por supuesto, pero creía instintivamente que si tantos dejaran de llevar traje y de caminar erguidos, y volvieran a vivir bajo los puentes, a saltar sobre los viajeros desprevenidos y a devorarlos, el mundo sería un lugar mucho más feliz.

—Será mejor que nos enseñéis el lugar del accidente —dijo al final—. Han caído muchas rocas, ¿no?

—¿Cómo dices? —se sorprendió el rey.

Se suele decir que los esquimales tienen cincuenta palabras diferentes para denominar la nieve.[11][XV]

No es verdad.

También se dice que los enanos tienen doscientas cincuenta palabras diferentes para denominar las rocas.

No es así. No conocen ninguna palabra que signifique «roca», de la misma manera que los peces no conocen ninguna palabra que signifique «agua». En cambio, su idioma sí cuenta con palabras que denominan a la roca ígnea, la roca sedimentaria, la roca metamórfica, la roca que se pisa, la roca que te cae del techo y te abolla el casco, la roca que tenía un aspecto interesante y la roca que habrías jurado que dejaste aquí mismo ayer. Pero no conocen ninguna palabra que signifique «roca» en abstracto. Si le enseñas una roca a un enano, él verá, por ejemplo, un fragmento de calidad inferior de sulfito de bario cristalizado.

O, como en este caso, unas doscientas toneladas de esquisto de baja calidad. Cuando las brujas llegaron a la zona del desastre, ya había docenas de enanos trabajando febrilmente para apuntalar el techo agrietado y llevarse los escombros en carretillas. Algunos de ellos tenían los ojos llenos de lágrimas.

—Es espantoso…, espantoso —murmuró uno de ellos—. Qué cosa tan horrible.

Magrat le tendió su pañuelo. El enano se sonó estruendosamente la nariz.

—Esto puede provocar un hundimiento general en toda la falla, y entonces perderemos toda la veta —dijo, sacudiendo la cabeza.

Otro enano le dio unas palmaditas en la espalda.

—Míralo por el lado bueno —trató de consolarlo—. Siempre nos queda la posibilidad de derivar un pozo horizontal desde la galería quince. Seguro que volvemos a encontrar la veta, no te preocupes.

—Disculpad —intervino Magrat—. Hay enanos atrapados ahí abajo, ¿no?

—Oh, sí —asintió el rey.

Su tono sugería que aquello no era más que un lamentable efecto secundario del desastre, porque conseguir enanos nuevos sólo era cuestión de tiempo, mientras que la buena roca aurífera era un recurso limitado.

Yaya Ceravieja inspeccionó con gesto crítico los cascotes del derrumbamiento.

—Hay que hacer que todo el mundo salga de aquí —anunció al final—. Tendremos que hacer esto en privado.

—Lo comprendo —asintió el rey—. Secretos de la profesión, claro.

—Algo por el estilo —dijo Yaya.

El rey hizo que el resto de los enanos saliera por el túnel y las brujas quedaron por fin solas, a la luz de los faroles. Unos pocos fragmentos de roca volvieron a caer del techo.

—Mmm —murmuró Yaya.

—Tú dirás por dónde empezamos, porque lo que soy yo… ni idea —señaló Tata Ogg.

—Cualquier cosa es posible si uno lo intenta con tenacidad —replicó Yaya vagamente.

—Pues más vale que lo intentes en serio, Esme. Si el Creador hubiera querido que usáramos la brujería para mover rocas, no habría inventado las palas. Ser bruja consiste en saber cuándo hay que usar una pala. Y haz el favor de soltar esa carretilla, Magrat. Tú no entiendes nada de maquinaria.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió la joven—. ¿Por qué no probamos con la varita?

Yaya Ceravieja lanzó un bufido.

—¡Ja! ¿Aquí? ¿Cuándo se ha visto a un hada madrina en una mina?

—Si yo estuviera atrapada bajo un montón de rocas, me parecería un buen momento para verla —replicó Magrat acaloradamente.

Tata Ogg asintió.

—En eso no le falta razón, Esme. No hay ninguna ley que marque dónde puede trabajar un hada madrina.

—No confío en esa varita —insistió Yaya—. Me parece cosa de magos.

—Oh, anda ya —replicó Magrat—. La han utilizado generaciones de hadas madrinas.

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