Tras su corpulenta forma se arremolinaba el resto de la interminable familia de Tata Ogg, junto a unos cuantos conciudadanos que, al ver que estaba teniendo lugar una actividad interesante relacionada con las brujas, no pudieron resistirse a la tentación de lo que en las Montañas del Carnero se denomina «echar un buen vistazo».
—Pues mira, Jason, nos vamos —dijo Tata Ogg—. He oído decir que, en el extranjero, las calles están pavimentadas con oro. A lo mejor vuelvo con una fortuna, ¿eh?
El velludo entrecejo de Jason se frunció, en gesto de intensa concentración.
—No nos vendría mal un yunque nuevo para la forja —le aseguró.
—Si vuelvo con una fortuna, nunca más tendrás que trabajar en la forja —le aseguró Tata.
Jason frunció el ceño.
—Es que a mí me gusta la forja —dijo lentamente.
Tata se quedó desconcertada un instante.
—Bueno, pues entonces… te compraré un yunque de plata maciza.
—No serviría de mucho, mamá. Sería demasiado blando —señaló Jason.
—Si yo te traigo un yunque de plata maciza, utilizarás un yunque de plata maciza, chico. ¡Te guste o no!
Jason agachó la enorme cabeza.
—Sí, mamá —dijo.
—Encárgate de que alguien venga a ventilar la casa todos los días sin falta —ordenó Tata—. Y quiero que haya fuego en la chimenea todas las mañanas.
—Sí, mamá.
—Y que todo el mundo entre y salga por la puerta de atrás, ¿me oyes bien? He puesto una maldición en el porche de delante. ¿Dónde se han metido esas chicas con mi equipaje?
Se alejó rápidamente, como un pequeño gallo gris asustando a su paso a las gallinas.
Magrat había escuchado toda la conversación con interés. Sus preparativos para el viaje se habían concretado en una bolsa grande, donde llevaba varias mudas de ropa pensadas para los diferentes climas que pudiera encontrar en el extranjero, y en otra más pequeña, donde llevaba algunos libros que le habían parecido útiles, sacados de la casita de Desiderata Cavidad. Desiderata había dedicado mucho tiempo a tomar notas, y tenía docenas de libretitas atiborradas con su pulcra caligrafía, llenas de capítulos con títulos como «Con Varita y Escoba por el Gran Desierto de Nef».
Por desgracia, nunca se había tomado la molestia de poner por escrito las instrucciones de uso de la varita. Que Magrat supiera, lo único que había que hacer era agitarla y formular un deseo.
A lo largo del camino que llevaba a su casa, muchas calabazas imprevistas eran prueba de lo poco fiable de esta estrategia. Una de las calabazas aún seguía creyendo ser un armiño.
Ahora, Magrat se había quedado a solas con Jason, que se contemplaba inquieto los pies.
El joven se tocó la frente. Lo habían educado para que fuera respetuoso con las mujeres. Y si se daba una interpretación amplia al concepto, Magrat entraría de lleno en él.
—Cuidará usted de nuestra madre, ¿verdad, señora Ajostiernos? —dijo, con un cierto tono de preocupación en la voz—. En estos últimos tiempos se comporta de una manera muy extraña.
Magrat le dio una amable palmadita en el hombro.
—No te preocupes, es más corriente de lo que parece —dijo—. Mira, cuando una mujer ha sacado adelante a una familia y todas esas cosas, siente la necesidad de empezar a vivir su propia vida.
—¿Y de quién era la vida que ha estado viviendo hasta ahora?
Magrat lo miró, desconcertada. La primera vez que se le ocurrió aquella idea, no le había pasado por la cabeza cuestionar su validez.
—Mira, lo cierto es… —empezó, inventando la explicación a medida que hablaba— que llega un momento en la vida de una mujer en que quiere encontrarse a sí misma.
—Entonces, ¿por qué no ha empezado a buscar por aquí? —insistió Jason con voz quejumbrosa—. La verdad, señorita Ajostiernos, no quisiera meterme donde no me llaman, pero confiábamos en que usted las convenciera, a ella y a la señora Ceravieja, de que no hicieran el viaje.
—Lo intenté —suspiró Magrat—. Te lo prometo, vaya que si lo intenté. Les dije que no sería bueno para ellas. «Anno Domini», les dije.[XII] «Ya no sois tan jóvenes como para estos trotes», les dije. «Es una tontería viajar cientos de kilómetros por una tontería como ésta, y más a vuestra edad.»
Jason puso los ojos en blanco. Jason Ogg no llegaría a la final del Mundodisco en la especialidad de agudeza mental, pero conocía bien a su madre.
—¿Le dijo todo eso a mamá?
—Oye, no tienes que preocuparte —le aseguró Magrat—. Seguro que no pasará nada malo…
En algún lugar situado por encima de sus cabezas se oyó el ruido de un golpe. Unas cuantas hojas otoñales descendieron suavemente hacia el suelo.
—Maldito árbol…, ¿quién ha puesto aquí este maldito árbol? —les llegó una voz desde arriba.
—Debe de ser Yaya —señaló Magrat.
Una de las escasas lacras en la personalidad de Yaya Ceravieja era que jamás se molestaba en aprender a maniobrar con nada. El concepto mismo chocaba de frente con su naturaleza. Actuaba según la idea de que su labor consistía en moverse, y la del resto del mundo en redistribuirse de manera que ella llegara a su destino sin encontrar obstáculos. En la práctica, esto implicaba que a veces se veía obligada a descender de árboles a los que no había trepado. Fue lo que tuvo que hacer en esta ocasión: salvó de un salto los últimos metros que la separaban del suelo, y retó con una mirada a los presentes por si alguien había pensado hacer algún comentario.
—Bueno, pues ya estamos todas —comentó Magrat con tono alegre.
No le sirvió de nada. Los ojos de Yaya Ceravieja se clavaron inmediatamente en un punto alrededor de las rodillas de Magrat.
—¿Qué diantres te has puesto? —la interrogó.
—Eh… Ah… Bueno, es que he pensado…, en esos sitios hará frío…, y además, el viento y todo eso… —empezó Magrat.
Había estado temiendo este momento y detestándose a sí misma por ser tan débil. Al fin y al cabo, eran de lo más práctico. Se le había ocurrido la idea una noche. Aparte de todos los demás argumentos era prácticamente imposible practicar las patadas de armonía cósmica del señor Lobsang Escurridizo con una falda que se te estuviera enredando constantemente en las piernas.
—¿Pantalones?
—Bueno, no son exactamente unos pantalones normales como…
—¡Y hay hombres mirando! —se escandalizó Yaya—. ¡Me parece una vergüenza!
—¿Qué pasa? —preguntó Tata Ogg, acercándose a ella.
—¡Magrat Ajostiernos, que está ahí, toda bifurcada! —bufó Yaya, con la nariz alzada hacia el cielo.
—Bueno, mientras sepa el apellido y la dirección del joven… —sonrió Tata Ogg.
—¡Tata! —exclamó Magrat.
—Tienen pinta de ser muy cómodos —insistió la anciana—. Aunque un poco sueltos, ¿no?
—No lo apruebo —replicó Yaya—. Ahora cualquiera le puede ver las piernas.
—No, no le pueden ver las piernas —señaló Tata—. La tela se interpone.
—Sí, pero cualquiera puede ver dónde tiene las piernas —insistió Yaya Ceravieja.
—Qué tontería. Eso es como decir que todo el mundo va desnudo por debajo de la ropa —señaló Magrat.
—¡Que los dioses te perdonen, Magrat Ajostiernos! —gritó Yaya Ceravieja.
—Pero ¡si es verdad!
—Yo no —bufó Yaya—. Llevo tres camisetas.
Miró a Tata de arriba abajo. También Gytha Ogg había preparado su ropa para el viaje al extranjero. Yaya Ceravieja vio poca cosa que pudiera desaprobar, aunque lo intentó con todas sus fuerzas.
—¡Mira qué sombrero me llevas! —gruñó.
Tata, que conocía a Esme Ceravieja desde hacía setenta años, se limitó a sonreír.
—Muy adecuado, ¿verdad? —dijo—. Fabricado por el señor Vernissage, de la zona de Tajada. Tiene refuerzos de sauce que llegan hasta la punta, y dentro hay dieciocho bolsillos. Este sombrero podría parar un martillazo. Y dime, ¿qué te parece esto?
Tata se levantó un poquito la falda. Llevaba botas nuevas. Tata Ceravieja no pudo encontrar en ellas ningún motivo de queja. Eran de estructura brujeril, lo cual significa que les podría pasar un carro por encima sin hacer ni una muesca en el grueso cuero. Lo único que tenían de malo era el color.
—¿Rojas? —exclamó Yaya—. ¡No es un color apropiado para unas botas de bruja!
—Pues a mí me gustan —señaló Tata.
Yaya bufó.
—Por mí puedes hacer lo que quieras, desde luego —dijo—. Estoy segura de que en el extranjero se toleran muchas cosas que aquí consideraríamos inadmisibles. Pero ya sabes lo que se dice de las mujeres que se ponen botas rojas.
—Me da igual, mientras se diga también que llevan los pies calentitos —replicó Tata alegremente.
Puso la llave de la puerta en la ancha mano de Jason.
—Te escribiré cartas, pero prométeme que buscarás a alguien para que te las lea —dijo.
—Sí, mamá. ¿Qué hago con el gato, mamá? —preguntó Jason.
—Oh, Greebo viene con nosotras —replicó Tata Ogg.
—¿Qué? ¡Pero si es un gato! —saltó Yaya Ceravieja—. ¡No podemos llevar gatos en el viaje! ¡No pienso ir por el mundo con ningún gato! ¡Ya es bastante tener que viajar con pantalones y botas provocativas!
—Si lo dejara aquí, echaría de menos a su mamaíta, ¿a que sí? —canturreó Tata Ogg al tiempo que cogía a Greebo.
El gato se quedó inerte, como una bolsa de agua caliente agarrada por el centro.
Para Tata Ogg, Greebo seguía siendo aquel gatito tan mono que perseguía ovillos de lana por el suelo. Para el resto del mundo, era un gigantesco gato macho, un paquete de fuerzas vitales increíblemente destructivas, envuelto en una piel que no parecía piel, sino más bien una hogaza de pan que alguien se hubiera dejado a la intemperie durante dos semanas. Los que no lo conocían solían sentir pena por el animalito, porque sus orejas eran casi inexistentes, y su cara tenía el mismo aspecto que si un oso hubiera acampado en ella. No podían saber que esto se debía a que Greebo, como cuestión de orgullo felino, intentaba pelear o violar absolutamente a cualquier cosa igual o menor que un carro tirado por cuatro caballos. Los perros más feroces gimoteaban y se escondían bajo las escaleras cuando Greebo vagaba calle abajo. Los zorros no se atrevían a acercarse al pueblo. Los lobos daban un rodeo.
—Pero si es un buenazo, de verdad —aseguró Tata.
Greebo clavó en Yaya Ceravieja una mirada amarillenta de maldad satisfecha, la mirada que los gatos reservan para la gente que no los aprecia, y ronroneó. Greebo era probablemente el único gato capaz de reírse disimuladamente en un dulce ronroneo.
—Además —insistió Tata—, se supone que a las brujas les gustan los gatos.
—Los gatos como éste, no.
—A ti no te gustan los gatos en general, Esme —insistió Tata, al tiempo que abrazaba con más fuerza a Greebo.
Jason Ogg hizo un aparte con Magrat.
—Nuestro Sean me ha leído en el almanaque que en el extranjero hay todo tipo de bestias salvajes y temibles —susurró—. Enormes fieras peludas que se lanzan sobre los viajeros, eso mismo decía. No quiero ni pensar lo que pasaría si alguna se lanza sobre mamá y sobre Yaya.
Magrat contempló el amplio y rubicundo rostro.
—Se encargará usted de que no les pase nada, ¿verdad? —insistió Jason.
—No hay por qué preocuparse —asintió ella, con la esperanza de parecer convincente—. Haré todo lo posible.
Jason asintió.
—Lo digo porque en el almanaque ponía que algunas casi se habían extinguido.
El sol estaba ya muy alto en el cielo cuando las tres brujas ascendieron dibujando espirales. Se habían entretenido más de la cuenta, debido a lo poco razonable de la escoba de Yaya, que necesitaba una buena dosis de carreras arriba y abajo para decidirse a arrancar. Nunca parecía captar la idea, hasta que se veía lanzada hacia los aires a una velocidad frenética. Los ingenieros enanos de todo el mundo se habían confesado absolutamente desconcertados ante aquel trasto. Le habían cambiado el palo y todas las cerdas en docenas de ocasiones.
Cuando por fin se remontó, los aplausos retumbaron en toda la zona.
El pequeño reino de Lancre ocupaba poco más de una cornisa ancha, en una ladera de las Montañas del Carnero. Tras él, se erguían montañas con picachos como cuchillos, se hundían los valles oscuros azotados por los vientos, adentrándose más y más en la cordillera.
Frente al reino, la tierra descendía bruscamente hacia las llanuras de Sto, una neblina azulada de bosques, una amplia extensión de océano y, en medio de todo aquello, una mancha oscura denominada Ankh-Morpork.
Una alondra cantó, o al menos empezó a cantar. La punta ascendente del sombrero de Yaya Ceravieja, que apareció justo debajo de ella, hizo que perdiera el ritmo por completo.