Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—No —replicó—. ¿Qué quiere?

—Traigo un paquete para usted —respondió Hurker al tiempo ue se lo ofrecía.

Medía unos sesenta centímetros de largo, y era muy fino.

—Hay una nota —se apresuró a explicar Hurker.

Mientras Magrat la desdoblaba, trató de acercarse discretamente para leerla por encima de su hombro.

—Es privada —dijo la joven.

—¿De verdad? —asintió Hurker, mostrándose conforme.

—¡Sí!

—Me han dicho que me daría usted un penique por entregársela —explicó el cazador furtivo.

Magrat rebuscó en su bolso.

—El dinero forja las cadenas que atan a la clase trabajadora —le advirtió al tiempo que le tendía la moneda.

Hurker, que jamás se había considerado miembro de la clase trabajadora, pero que en cambio estaba dispuesto a escuchar casi cualquier estupidez a cambio de un penique, asintió con inocencia.

—Y espero que se le cure lo de la cabeza, señorita —le dijo.

Cuando Magrat se hubo quedado a solas en su cocina-cum-dojo, abrió el paquete. Dentro había una delgada vara blanca.

Volvió a leer la nota. Decía así: «Nunca tuve tiempo para entrenar a una sustituta, así que me tendré que conformar contigo. Tienes que ir a la ciudad de Genua. Yo misma me encargaría, de no estar muerta. Enta Sábado NO debe casarse con el príncipe. P.D.: Esto es importante».

Magrat contempló su reflejo en el espejo.

Magrat contempló la nota de nuevo.

«Otra P.D.: Diles a esas dos entrometidas que no vayan contigo, lo único que lograrían sería estropearlo todo».

Y aún había más.

«Otra P.D. más: Tiene tendencia a pasarse al modo calabaza, pero pronto le cogerás el tranquillo».

Magrat contempló el espejo una vez más. Luego bajó la vista hacia la varita.

En un momento dado la vida es sencilla, y al siguiente se presenta llena de complicaciones.

—Oh, no —gimió—. ¡Soy un hada madrina!

Yaya Ceravieja seguía de pie, mirando los diminutos fragmentos del espejo, cuando Tata Ogg entró en la sala.

—Esme Ceravieja, ¿qué has hecho? Eso trae mala suerte, no es… ¿Esme?

—¿Ella? ¿Ella?

—¿Te encuentras bien?

Yaya Ceravieja alzó la vista un instante; luego sacudió la cabeza como si intentara quitarse de la mente una idea impensable.

—¿Qué?

—Te has quedado toda pálida. Nunca te había visto quedarte así, toda pálida.

Con gestos lentos, Yaya se quitó un trozo de cristal del sombrero.

—Bueno…, es que me he sobresaltado un poco… cuando se ha roto el espejo… —murmuró.

Tata miró la mano de Yaya Ceravieja. Estaba sangrando. Luego alzó la vista para mirar el rostro de la anciana, y tomó la decisión de no admitir jamás que le había visto la mano a Yaya.

—Puede que sea una señal —dijo al azar, en busca de un tema poco comprometido—. Son cosas que pasan cuando se muere alguien. Los cuadros se caen de las paredes, los relojes se paran, enormes armarios roperos se desploman escaleras abajo…, todo ese tipo de cosas.

—Yo nunca he creído en eso, es una…, ¿cómo que armarios roperos que se desploman escaleras abajo? —preguntó Yaya.

Estaba respirando hondo. Si no fuese de dominio público que Yaya Ceravieja era dura, cualquiera habría pensado que acababa de recibir el susto de su vida y que estaba prácticamente desesperada por tomar parte en cualquier tipo de charla vulgar y cotidiana.

—Pues es lo que pasó cuando murió mi tía abuela Sophie —explicó Tata Ogg—. Exactamente tres días, cuatro horas y seis minutos después de que muriera, su armario ropero cayó rodando por la escalera. Mi Daren y mi Jason lo estaban intentando hacer pasar por el rellano, y sintieron como si se les resbalara. Como lo oyes. Fue increíble. Bueeeno, y qué quieres, no iba a dejarlo ahí para su Agatha, ¿verdad? Ella casi nunca iba a verla, sólo el Día de la Vigilia de los Puercos, y fui yo quien cuidó a Sophie hasta el final…

Yaya permitió que la letanía conocida, arrulladora, de las discusiones familiares de Tata Ogg, la envolviera mientras ponía las tazas de té.

Los Ogg eran lo que se suele denominar una familia numerosa. En realidad, más que numerosa era cuantiosa, expandida y persistente. No había hoja de papel en la que cupiera su árbol genealógico, que, además, si se pudiera plasmar gráficamente, se parecería más a un manglar. Para colmo, todas y cada una de las ramas tenían una pequeña venganza crónica pendiente contra todas y cada una de las demás, basadas en «causes célebres» tan fundamentadas como Lo Que Su Kevin Dijo De Nuestro Stan En La Boda De Di, y Quién Se Quedó Con La Cubertería De Plata Que Tía Em Prometió Dejar A Nuestra Doreen Cuando Ella Muriera, A Ver Quién Es Capaz De Explicármelo, Si No Es Molestia.

Tata Ogg, la matriarca indiscutible, alentaba indiscriminadamente a todos los bandos en contienda. Era lo más parecido que tenía a un pasatiempo.

Siendo una sola familia, los Ogg tenían suficientes discusiones internas como para mantener surtidos de argumentos a muchos guionistas de teleseries durante cientos de episodios.

En algunas ocasiones, esta actitud propiciaba que algún forastero inconsciente se uniera a la conversación e hiciera un comentario poco amable a un Ogg sobre otro Ogg. En ese momento, todos los Ogg, del primero al último, se volvían contra él; todos los miembros de la familia cerraban filas como si fueran partes de un motor de acero bien engrasado y destruían inmediata y despiadadamente al atrevido.

En las Montañas del Carnero, la gente pensaba que las riñas de los Ogg eran una bendición. Resultaba aterrador imaginarlos a todos volviendo su inmenso caudal de energía contra el mundo en general. Por suerte, los Ogg preferían pelear entre ellos. Por algo eran una familia.

La verdad es que, cuando uno se para a pensarlo, las familias son una cosa muy rara.

—¿Esme? ¿Te encuentras bien?

—¿Qué?

—Estás haciendo que las tazas tiemblen, has derramado el té por toda la bandeja.

Yaya contempló el pequeño desastre, y se zafó como mejor pudo.

—Yo no tengo la culpa de que las tazas sean tan pequeñas —refunfuñó.

La puerta se abrió.

—Buenos días, Magrat —añadió, sin siquiera darse la vuelta—. ¿Qué te trae por aquí?

Había sido por la manera en que chirriaron las bisagras. Magrat podía hacer que hasta el hecho de abrir una puerta sonara a humilde disculpa.

La bruja más joven entró en la habitación sin abrir la boca, con el rostro color remolacha y los brazos a la espalda.

—Nosotras acabamos de llegar para arreglar las cosas de Desiderata, como es nuestro deber para con una hermana bruja —explicó Yaya en voz alta.

—Y no para buscar su varita mágica —añadió alegremente Tata.

—¡Gytha Ogg!

Tata Ogg se mordió la lengua con gesto culpable y agachó la cabeza.

—Perdona, Esme.

Magrat les mostró lo que tenía a la espalda.

—Eh… —empezó, poniéndose todavía más colorada.

—¡La has encontrado! —exclamó Tata.

—Pues… no —respondió Magrat, sin atreverse a mirar a Yaya a los ojos—. Me la dio… Desiderata.

El silencio zumbó y chisporroteó.

—¿Que te la dio a ti?

—Eh…, sí.

Tata y Yaya se miraron.

—¡Vaya! —exclamó Tata.

—Ella te conocía, ¿verdad? —quiso saber Yaya al tiempo que se volvía hacia Magrat.

—Sí, venía aquí a menudo a leer sus libros —confesó la joven bruja—. Además…, además, a ella le gustaba cocinar platos extranjeros, y por aquí nadie más quería probarlos, así que venía también para hacerle compañía.

—¡Ajá! —exclamó Yaya—. ¡Así que le hacías la pelota, ¿eh?!

—¡Nunca imaginé que me legaría la varita! —le aseguró Magrat—. ¡De verdad!

—Seguro que ha sido un error —intervino Tata Ogg con tono amable—. Lo más probable es que Desiderata querría que nos la entregaras a una de nosotras.

—Sí, debe de ser eso, seguro —asintió Yaya—. Sabía que se te da muy bien hacer los recados y todo eso. A ver, deja que le eche un vistazo.

Extendió la mano.

Los nudillos de Magrat se tensaron sobre la varita.

—… me la dio a mí… —insistió con un hilo de voz.

—En los últimos tiempos tenía la cabeza trastornada —dijo Yaya.

—… me la dio a mí…

—Ser hada madrina es una responsabilidad terrible —señaló Tata—. Hay que ser resuelta y flexible, hay que tener tacto y ser capaz de resolver los complicados asuntos del corazón, y todo eso. Desiderata lo sabía muy bien.

—Sí, pero me la dio a mí…

—Magrat Ajostiernos, como bruja veterana te ordeno que me entregues esa varita —rugió Yaya—. ¡Esos trastos sólo dan problemas!

—Un momento, un momento —se apresuró a decir Tata—. Eso está yendo demasiado…

—… no… —gimió Magrat.

—Además, no eres la bruja más veterana —insistió Tata—. Madre Dismass es mayor que tú.

—Cállate. Además, ella es mentalmente inestable —replicó Yaya.

—… no me puedes dar órdenes. Las brujas no tienen una estructura jerárquica…

—¡Tu comportamiento es libertino, Magrat Ajostiernos!

—No es cierto —señaló Tata Ogg, que trataba de mantener la paz—. Un comportamiento libertino es cuando vas por ahí sin nada de ropa en…

Se interrumpió. Las dos ancianas brujas vieron cómo una hojita de papel caía de la manga de Magrat y bajaba en zigzag hacia el suelo. Yaya se adelantó rápidamente y la cogió con gesto triunfal.

—¡Ajá! —exclamó—. Vamos a ver qué decía de verdad Desiderata…

Movió los labios al tiempo que leía la nota. Magrat intentó recuperar la compostura.

—Justo lo que pensaba —asintió—. Desiderata dice que tenemos que prestar toda la ayuda posible a Magrat, porque es joven y todo eso. ¿No es cierto, Magrat?

La chica alzó la vista hacia el rostro de Yaya.

Podría dejarla en evidencia, pensó. La nota era muy clara al respecto…, bueno, al menos era muy clara en lo relativo a las dos ancianas. Y también podía hacer que la leyera en voz alta. Lo que decía estaba claro como el agua. ¿Acaso quería seguir siendo eternamente la tercera bruja? Pero la llama de la rebelión, que ardía en una chimenea muy poco familiar, se extinguió.

—Sí —murmuró, derrotada—. Algo por el estilo.

—Dice que es muy importante que vayamos a no sé dónde, para ayudar a que no sé quién se case con un príncipe —continuó Yaya.

—A Genua —aclaró Magrat—. Lo busqué en uno de los libros de Desiderata. Y lo que tenemos que hacer es asegurarnos de que no se case con el príncipe.

—¿Un hada madrina impidiendo que una chica se case con un príncipe? —se sorprendió Tata—. No sé…, parece un poco… contradictorio.

—Pues a mí me parece un deseo muy fácil de conceder —replicó Yaya— Hay millones de chicas que no se casan con un príncipe.

Magrat hizo todo un esfuerzo.

—Genua está muy lejos… —empezó.

—Por suerte —bufó Yaya Ceravieja—. Lo que menos falta nos hace es que el extranjero esté cerca.

—No, lo que quiero decir es que habrá que viajar mucho —insistió la joven a la desesperada—. Y vosotras…, bueno, ya no sois tan jóvenes como antes.

El silencio que siguió fue largo, cargado.

—Saldremos mañana —dijo al final Yaya Ceravieja con toda firmeza.

—Escuchad —insistió Magrat casi con un gemido—, ¿por qué no dejáis que vaya yo sola?

—Porque no tienes ninguna experiencia en el trabajo de hada madrina —replicó Yaya.

Aquello fue demasiado, incluso para el alma generosa de Magrat.

—Bueno, vosotras tampoco —dijo.

—Es cierto —tuvo que reconocer Yaya—. Pero lo que importa es…, lo que importa es…, lo que importa es que nosotras llevamos mucho más tiempo que tú sin tener experiencia.

—Sí, tenemos más experiencia en no tener experiencia —asintió Tata Ogg alegremente.

—Y eso es lo fundamental —zanjó Yaya.

En casa de Yaya sólo había un espejo pequeño. Cuando llegó, lo cogió y salió a enterrarlo en el rincón más alejado del jardín.

—Ya está —dijo—. A ver cómo me espías ahora.

La gente nunca había acabado de creerse que Jason Ogg, excepcional herrero y herrador, fuera hijo de Tata Ogg. No parecía haber nacido, sino que daba la sensación de que lo hubieran construido. En unos astilleros. La genética había optado por añadir a sus movimientos pausados y a su naturaleza amable unos músculos que habrían sido más apropiados para un par de bueyes, unos brazos como troncos de árboles y unas piernas como barriles de cerveza en pilas de a dos.

Ante su forja brillante se presentaban los garañones, los reyes de los caballos, con sus ojos enrojecidos y cubiertos de espuma, bestias con cascos del tamaño de platos soperos, capaces de lograr, de una coz, que hombres más menudos atravesaran una pared. Pero Jason Ogg conocía el secreto de la Palabra Mística del Jinete. Entraba a solas en la forja, cerraba la puerta con toda educación y, al cabo de media hora, volvía a salir con el animal, que ahora llevaba herraduras nuevas y se mostraba extrañamente dócil.[9]

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