—¿Mmmm?
—Todo…, todo eso que decía mientras viajábamos… Era tan…, tan frío, ¿verdad? No desear cosas, no usar la magia para ayudar a la gente, no ser capaz de encender un fuego… ¡y después, va y hace todas esas cosas! ¿Qué se supone que debo deducir de eso?
—Oh, bueno —respondió Tata—. Todo depende de lo general y de lo específico, ¿no?
—¿Qué significa eso? —preguntó Magrat desde su cama.
—Significa que, cuando Esme utiliza palabras como «todos» o «nadie», no se incluye a sí misma.
—Cuando uno lo piensa bien… es terrible, ¿no?
—En eso, hijita, es en lo que consiste ser una bruja. Y ahora, duérmete.
Magrat estaba demasiado cansada como para discutir. Se estiró, y pronto estaba roncando a su manera suave.
Tata se sentó y fumó en su pipa un buen rato, contemplando la pared.
Entonces, se levantó y abrió la puerta.
La señora Gogol la miró desde el taburete situado junto a la cama.
—Váyase y duerma usted también un poco —le dijo Tata—. Me quedaré un rato.
—Algo no va bien —objetó la señora Gogol—. Sus manos están curadas, pero no se despierta.
—Todo está en su mente. Con Esme.
—Podría crear algunos nuevos dioses y lograr que todo el mundo creyera en ellos. ¿Qué le parece?
Tata sacudió la cabeza.
—No creo que a Esme le gustara eso. No le caen bien los dioses. Cree que son un desperdicio de espacio.
—Entonces, podría cocinar un poco de gumbo. La gente viene desde muy lejos para probarlo.
—Quizá valga la pena intentarlo —admitió Tata—. Como siempre digo, todo ayuda. ¿Por qué no va a hacerlo? Déjeme aquí la botella de ron…
Cuando la dama vudú se hubo ido, Tata fumó pensativa un poco más en su pipa y bebió un poco de ron, sin dejar de mirar a la figura que yacía en la cama.
Entonces, se acercó a la oreja de Yaya Ceravieja y susurró:
—No vas a perder, ¿verdad?
Yaya Ceravieja recorrió con la mirada el mundo plateado de múltiples capas.
—¿Donde estoy?
DENTRO DEL ESPEJO.
—¿Estoy muerta?
LA RESPUESTA A ESO —dijo la Muerte— ESTÁ EN ALGúN LUGAR ENTRE EL Sí Y EL NO.
Esme se volvió, y mil millones de figuras se volvieron a la vez.
—¿Cuándo podré salir de aquí?
CUANDO ENCUENTRES LA QUE ES DE VERDAD.
—¿Es una pregunta con trampa?
No.
Yaya se miró a sí misma.
—Ésta —dijo.
Los cuentos quieren tener finales felices. No les importa un rábano para quién lo sean.
‹Querido Jason ekseterá:
Bueno pues se acabó lo de Genua pero he aprendido medicina zombi de la señora Gogol y me dio la rreceta rezeta me dijo como hacer dairikiris de banananana y me dio una cosa llamada banjo que te sorpenderá al fin y al cabo no es mala persona, lo reconozco pero más vale tenerla vigilada. Parece que Esme vuelve a estar entre nosotros y no sé porque actua deforma rara y tranquila y no como suele ser normalmente, así que no le quito el ojo de encima por si Lily le ha hecho alguna marranada en el espejo. Pero creo que ya está mejorando porque cuando se despertó le pidió a Magrat que le dejara ver la varita y entonces se dedicó a mover y a dar vueltas a los anillos y luego transformó un palo en un ramo de flores, y Magrat dijo que ella nunca había logrado que la varita hiciera algo así y Esme dijo que no porque se había pasado todo el tiempo deseando cosas en vez de trabajar para que se hagan. Y yo digo que menos mal que Esme nunca tuvo una varita cuando era joven, porque en comparación Lily hubiera sido como un día de campo. Incluyo un dibujo del sementerrio para que veais que aquí meten a la gente en cajas encima de la tierra porque el suelo es tan húmedo que nadie quiere estar muerto y ahogado al mismo tiempo, dicen que viajar ensancha la mente y creo que la mía me va a salir por las orejas de un momento a otro, dentro de nada me la voy a poder anudar bajo mi barbilla. Besos para todos, MAMA.›
En el pantano, la señora Gogol, la bruja vudú, puso la chaqueta del frac sobre la pértiga, encajó el sombrero en la punta, y colocó el bastón en un extremo del palo cruzado, atándolo con un trozo de liana.
Retrocedió un paso.
Hubo un revuelo de alas. Legba descendió del cielo y aterrizó en el sombrero. Entonces, cacareó. Normalmente sólo cacareaba al anochecer, porque era un pájaro de la magia. Pero, por una vez, estuvo dispuesto a reconocer la llegada del nuevo día.
Se dice que cada año, durante la Samedi Nuit Mort, cuando el Carnaval está en su apogeo, y los tambores resuenan, y el ron casi se ha terminado, un hombre vestido de frac y con un sombrero de copa, con la energía de un demonio, aparece como salido de la nada y dirige el baile.
Al fin y al cabo, incluso los cuentos tienen que empezar por algo.
Hubo un chapoteo y, después, las aguas del río volvieron a cerrarse.
Magrat se alejó.
La varita se depositó sobre el rico barro, donde sólo volvieron a tocarla los pies de los ocasionales cangrejos que no tienen hadas madrinas y no se les permite desear nada. En el transcurso de los meses se fue hundiendo y, como la mayoría de las cosas, dejó de formar parte de la historia. Que era lo que todo el mundo habría deseado.
Las tres escobas se elevaron sobre Genua, con las nieblas que ondulaban hacia el amanecer.
Los brujas miraron hacia abajo, hacia los verdes pantanos que rodeaban la ciudad. Genua dormitaba. Los días después del Carnaval eran siempre tranquilos, mientras la gente recuperaba el sueño perdido. Esto incluía a Greebo, que iba acurrucado en su lugar habitual entre las cerdas. Dejar a la señora Gogol había sido un verdadero golpe para él.
—Bueno, se acabó la douche vita —dijo Tata filosóficamente.
—No nos hemos despedido de la señora Gogol —apuntó Magrat.
—Me parece que sabe muy bien que nos marchamos —dijo Tata—. Una mujer muy lista esa señora Gogol.
—¿Podemos confiar en que mantendrá su palabra? —preguntó Magrat.
—Sí —respondió Yaya Ceravieja.
—Es muy honrada… a su manera —añadió Tata Ogg.
—Bueno, pues ya está —suspiró Yaya—. También es verdad que le dije que yo podría volver.
Magrat miró la escoba de Yaya. Una enorme caja redonda se hallaba entre el equipaje atado a las cerdas.
—No has llegado a probarte el sombrero que te dio —dijo Magrat.
—Le eché un vistazo. No me cabía.
—Supongo que la señora Gogol no le hubiera dado a nadie un sombrero que no le cupiera —se extrañó Tata—. ¿Le echamos un vistazo?
Yaya bufó y levantó la tapa de la caja. Las bolas de papel de seda cayeron hacia las nieblas de abajo cuando cogió el sombrero.
Magrat y Tata Ogg se lo quedaron mirando.
Por supuesto, las dos estaban familiarizadas con la idea de adornos frutales en un sombrero. La propia Tata Ogg tenía uno negro, de paja, con fresitas de cera, que reservaba para las ocasiones especiales en su inmensa familia. Pero en éste no había sólo fresas. Probablemente, la única fruta que no incluía era el melón.
—Desde luego, es muy…, muy extranjero —apuntó Magrat.
—Venga —la alentó Tata—. Pruébatelo.
Yaya lo hizo con cierta timidez. Su altura pareció incrementarse medio metro, la mayor parte del cual estaba constituido por una piña.
—Muy pintoresco. Muy… moderno —le aseguró Tata—. No todo el mundo puede llevar un sombrero así.
—Los pomelos te quedan muy bien —dijo Magrat.
—Y los limones —añadió Tata Ogg.
—¿Eh? Os estáis riendo de mí, ¿verdad? —inquirió Yaya Ceravieja, desconfiada.
—¿Quieres mirarte? —le ofreció Magrat—. Debo de llevar un espejo…
El silencio cayó como un hacha. Magrat se puso colorada. Tata la miró.
Las dos volvieron la vista hacia Yaya.
—S-sí —dijo ésta tras lo que pareció un lapso de tiempo muy largo—. Creo que debería mirarme a un espejo.
Magrat se obligó a moverse, rebuscó en sus bolsillos y sacó un espejito de mano con marco de madera. Se lo pasó a la anciana bruja.
Yaya Ceravieja contempló su reflejo. Tata Ogg maniobró la escoba disimuladamente para acercarse un poco más a ella.
—Mmm —dijo Yaya tras unos segundos.
—Lo mejor son esas uvas que te cuelgan sobre la oreja —siguió Tata, alentadora—. Te garantizo que es un auténtico sombrero de autoridad.
—Mmm.
—¿No crees? —inquirió Magrat.
—Bueno… —respondió Yaya de mala gana—. No está mal para el extranjero, para cuando no vaya a ver a nadie que me conozca. A nadie importante, quiero decir.
—Y cuando vuelvas a casa, siempre te lo puedes comer —señaló Tata Ogg.
Se relajaron un poco. Ascendieron para salvar una colina, sortearon un peligroso valle.
Magrat bajó la vista hacia las aguas marrones del río, hacia los sospechosos troncos que poblaban las orillas.
—Yo me sigo preguntando… —empezó—. La señora Gogol, ¿era buena o mala? Es decir, con todo eso de los muertos, los caimanes…
Yaya contempló el sol del amanecer, que ascendía entre la niebla. —Es difícil distinguir entre el bien y el mal —dijo—. Nunca estoy segura de dónde está la gente. Quizá no se trate tanto del bando en que estén como de hacia dónde miran… ¿Sabéis una cosa? —añadió—. Me parece que desde aquí alcanzo a ver el borde…
—Qué cosas —dijo Tata—. Se dice que, en algunos sitios del extranjero, tienen elefantes. No os lo vais a creer, pero siempre he deseado ver un elefante. Y hay un lugar en Klatch o no sé dónde, en el que unos hombres trepan por cuerdas y desaparecen arriba.
—¿Para qué? —quiso saber Magrat.
—Ni idea. Seguro que tienen algún astuto motivo extranjero.
—En uno de los libros de Desiderata —dijo Magrat— cuenta algo muy interesante sobre eso de ver elefantes. Dice que, en las llanuras de Sto, cuando alguien empieza diciendo que se va a ver al elefante, significa que sale de viaje porque ya está hasta las narices de seguir en el mismo lugar.
—Lo malo no es estar en el mismo lugar —dijo Tata—. Lo malo es no dejar que viaje tu mente.
—A mí, personalmente, me gustaría ir al Eje —suspiró Magrat—. Para ver los templos antiguos que se describen en el Capítulo Uno de El Camino del Escorpión.
—Y allí te enseñarán todo lo que todavía no sabes, ¿verdad? —replicó Tata Ogg, con brusquedad poco habitual.
Magrat miró a Yaya.
—Probablemente, no —reconoció humildemente.
—Bueno —suspiró Tata—. ¿A ti qué te parece, Esme? ¿Volvemos a casa? ¿O vamos a ver al elefante?
La escoba de Yaya se meció suavemente con la brisa.
—Eres una vieja repugnante, Gytha Ogg —dijo.
—La misma que viste y calza —replicó Tata alegremente.
—Y tú, Magrat Ajostiernos…
—Lo sé —dijo Magrat, aliviada—. Soy una mocosa.
Yaya volvió la vista hacia el Eje, hacia las altas montañas. Allí, en alguna parte, había una vieja casita cuya llave colgaba en el excusado. Probablemente estarían pasando montones de cosas. Lo más seguro era que el reino se encontrara al borde del caos y la ruina, ahora que ella no estaba allí para que la gente hiciera lo que debía. Era su trabajo. Los habitantes de Lancre podían estar haciendo infinitas estupideces mientras ella no vigilaba…
Tata entrechocó alegremente los tacones de las botas rojas.[XLVII]
—Bueno, supongo que no hay nada como el hogar —dijo.
—No —replicó Yaya Ceravieja, todavía pensativa—. Hay montones de lugares que son igual que el hogar. Pero sólo uno de ellos es el lugar donde vives.
—Entonces, ¿volvemos? —preguntó Magrat.
—Sí.
Pero volvieron dando un rodeo. Y vieron al elefante.[XLVIII]
Notes
[1] Por ejemplo, dar con esa maldita mariposa [cuyas alas, al revolotear, provocan todas las tormentas que han estado cayendo últimamente, a ver si la pueden parar de una vez. [ANOTACION 2]
[2] Y por cierto, la gente está muy equivocada en lo que respecta a los mitos urbanos. La lógica y la razón dictan que son creaciones de ficción, narradas una y otra vez por personas hambrientas de pruebas de la existencia de coincidencias extraordinarias, justicia natural y todo eso. Pues no lo son. Suceden una y otra vez, constantemente, en todas partes, a medida que los cuentos rebotan aquí y allá en su viaje por el Universo. En cualquier momento dado, cientos de abuelas muertas son llevadas en las bacas de coches robados, y leales alsacianos se asfixian en las garras de ladrones nocturnos. Y no es algo confinado a un solo mundo: cientos de «jivpts» mercurianas vuelven sus cuatro ojillos hacia sus salvadores y dicen: «Mi marido se pondrá lívido… ése era su módulo de viaje». Los mitos urbanos están vivos.[Anotacion 3]
[3] Es decir, consideradas primitivas por pueblos de gente que lleva más ropa que ellos.
[4] Los errores ortográficos pueden llegar a ser letales. Por ejemplo, el avariento Serif de Al-Ybi fue maldecido por una deidad un tanto ignorante, y durante algunos días todo lo que tocaba se convertía en Odro. Dio la casualidad de que Odro era el nombre de un pequeño enano de cierta aldea de la montaña, que se vio mágicamente arrastrado al reino y duplicado implacablemente una y otra vez. Unos dos mil Odros más tarde, el hechizo se desvaneció. Hoy en día, los habitantes de Al-Ybi tienen fama de ser desacostumbradamente bajitos y malhumorados.