Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

El cazador cogió el paquete con los ojos cerrados.

La luz viaja muy despacio en el vasto campo mágico del Mundodisco, así que el tiempo también tiene que ir más despacio. Como habría dicho Tata Ogg, cuando en Genua es la hora del té, aquí aún es martes…[IX]

De hecho, en Genua estaba amaneciendo. Lilith se encontraba sentada en su torre, y con un espejo enviaba su propia imagen al exterior para explorar el mundo. Estaba buscando algo.

Lilith sabía que podía mirar hacia cualquier lugar donde hubiera un centelleo, en la cresta de una ola, un charquito helado, un espejo, un reflejo. No necesitaba para nada un espejo mágico. Le bastaba con cualquier espejo. Si se saben utilizar, todos los espejos son mágicos. Y Lilith, que chisporroteaba con el poder que dan un millón de imágenes, sabía utilizarlos mejor que nadie.

Sólo persistía una duda. Era de suponer que Desiderata se habría librado de ella. Típico en personas de su estilo. Conscientes. Y también era de suponer que la habría entregado a la chica medio idiota de los ojos llorosos, la que la visitaba de cuando en cuando, la que lucía toda aquella joyería barata y tenía el peor gusto del mundo a la hora de vestirse. Eso también sería típico de Desiderata.

Pero Lilith quería estar segura. Si había llegado hasta donde había llegado era gracias a estar siempre segura.

El rostro de Lilith fue apareciendo por un instante en todos los charcos y ventanas de Lancre, antes de seguir su camino…

Y ahora estaba amaneciendo en Lancre. Las nieblas otoñales serpenteaban por el bosque.

Yaya Ceravieja empujó la puerta de la casita. No estaba cerrada. El único visitante que Desiderata había estado esperando no era de los que se desaniman ante la visión de una cerradura.

—Se hizo enterrar en la parte de atrás del jardín —dijo una voz tras ella.

Era Tata Ogg.

Yaya calculó su próxima jugada. Si señalaba que Tata había llegado temprano adrede, con intención de revisar la casa ella sola, sin duda se llegaría al tema de la presencia allí de la propia Yaya. Habría preguntas. Podría darles respuesta, sin duda, si tuviera un poco de tiempo. Pero, quizá lo mejor fuera dejar correr el asunto.

—Ah —dijo con un asentimiento—. Sí, Desiderata siempre fue muy pulcra.

—Bueno, en su trabajo es imprescindible —replicó Tata Ogg, que pasó ante ella para contemplar con gesto especulativo el contenido de la habitación—. En un trabajo como el que tenía Desiderata, hay que mantenerse al tanto de las cosas. Caray, ese gato es enorme.

—Es un león —la corrigió Yaya Ceravieja mirando también la cabeza disecada que colgaba sobre la chimenea.

—Pues, fuera lo que fuese, debió de chocar contra la pared a una velocidad de vértigo.

—Lo mataron —le explicó Yaya sin dejar de pasear la vista por la habitación.

—No me extraña —asintió Tata—. Si veo que un bicho de ese tamaño se está abriendo camino a bocados por mi pared, yo misma le doy con el atizador.

Por supuesto, no existe lo que se podría llamar una «típica» casa de bruja. Pero si existiera una «atípica» casa de bruja, seguro que sería aquélla. Aparte de las diversas cabezas de animales con ojos de vidrio, las paredes estaban cubiertas de estanterías y acuarelas. En el paragüero había una lanza. En el aparador, en vez de la loza y los cacharros de alfarería habituales, había pucheros de latón con aspecto exótico y porcelana fina color azul. En toda la casa no había ni una hierba seca, pero sí montones de libros, muchos de ellos anotados con la caligrafía menuda y pulcra de Desiderata. Una mesa entera estaba cubierta por algo que parecían mapas, dibujados con todo esmero y meticulosidad.

A Yaya Ceravieja no le gustaban los mapas. Tenía la sensación instintiva de que empequeñecían el mundo.

—Es evidente que viajaba mucho —señaló Tata Ogg.

Cogió un abanico de marfil labrado y lo sacudió con coquetería.[7]

—Bueno, para ella era sencillo —comentó Yaya al tiempo que abría un par de cajones.

Pasó los dedos por la repisa de la chimenea, y se los miró con gesto crítico.

—Pues ya podría haber encontrado un momento para pasar el plumero por su casa —dijo en tono distraído—. A mí no se me ocurriría morirme y dejar el comedor en semejante estado.

—¿Dónde crees que habrá dejado…, ya sabes…, eso? —preguntó Tata.

Abrió la puerta del reloj de pie y echó un vistazo al interior.

—Vergüenza debería darte, Gytha Ogg —bufó Yaya—. No hemos venido a buscar eso.

—Claro que no, sólo era curiosidad…

Tata Ogg trató de ponerse de puntillas disimuladamente para mirar encima del aparador.

—¡Gytha! ¡Qué vergüenza! ¡Ve a preparar un par de tazas de té!

—Bueno, bueno.

Tata Ogg desapareció hacia el patio trasero refunfuñando. Tras unos segundos, se oyó el chirrido de una bomba de agua.

Yaya Ceravieja se dirigió hacia la silla y palpó rápidamente bajo el cojín.

En la habitación contigua se oyó el ruido de algo al caer. Yaya se irguió a toda prisa.

—¡No creo que esté bajo el fregadero! —gritó.

La respuesta de Tata Ogg fue ininteligible.

Yaya aguardó un instante, y luego caminó a toda velocidad hacia la chimenea. Se adentró en ella y palpó con cautela las cenizas.

—¿Buscas algo, Esme? —preguntó Tata Ogg detrás de ella.

—Aquí hay una cantidad espantosa de hollín —dijo, apresurándose a levantarse—. Una cantidad espantosa de hollín, sí.

—Entonces, ¿eso tampoco está ahí? —preguntó dulcemente Tata.

—No sé de qué hablas.

—Conmigo no tienes por qué disimular. Todo el mundo sabe que Desiderata debía de tener una —dijo Tata Ogg—. Es imprescindible para su trabajo. La verdad es que, prácticamente, es su trabajo.

—Bien…, es posible que quizá quisiera echarle un vistazo —admitió Yaya—. Nada, sólo tocarla un momento. Pero nada de usarla. A mí no me verás usar una de esas cosas. Es más, sólo he visto un par de ellas. En estos tiempos, ya no circulan tantas como antes.

Tata Ogg asintió.

—Es que no se encuentra la madera adecuada —dijo.

—No pensarás que la han enterrado con eso, ¿verdad?

—No, no creo. A mí, personalmente, no me gustaría que me enterraran con eso. No sé, me parece toda una responsabilidad. Además, eso no querría permanecer bajo tierra mucho tiempo. Seguro que quiere que lo usen. Se pasaría las horas golpeando contra las tablas del ataúd. Ya sabes lo molestos que son esos trastos.

Se relajó un poco.

—Yo pondré las cosas para el té —dijo—. Tú ve encendiendo el fuego.

Yaya Ceravieja palpó la repisa de la chimenea en busca de cerillas, y entonces se dio cuenta de que no las encontraría. Desiderata siempre había dicho que estaba demasiado ocupada como para no utilizar la magia en su casa. Hasta la colada se hacía sola.

Yaya no era partidaria de la utilización de la magia para usos domésticos, pero se sentía molesta. También quería la taza de té.

Echó un par de troncos en la chimenea, y los miró fijamente hasta que empezaron a arder de pura vergüenza.

En aquel momento, advirtió la presencia del espejo cubierto por el trapo.

—¿Por qué lo habría tapado? —murmuró para sus adentros—. No sabía que Desiderata tuviera miedo de las tormentas eléctricas.

Tiró del trapo.

Miró el espejo.

Había pocas personas en el mundo que tuvieran un autocontrol como Yaya Ceravieja. Era tan rígido como una barra de hierro fundido. Y aproximadamente igual de flexible.

Hizo pedazos el espejo.

En su torre de espejos, Lilith se incorporó como movida por un resorte.

¿Ella?

La cara era diferente, por supuesto. Más vieja. Había pasado mucho, mucho tiempo. Pero los ojos no cambian, y las brujas siempre miran a los ojos.

¡Ella!

Magrat Ajostiernos, de profesión bruja, también estaba de pie ante un espejo. En su caso, se trataba de un espejo absolutamente desprovisto de magia. Además, seguía de una sola pieza, aunque en un par de ocasiones se había salvado por los pelos.

Frunció el ceño ante su reflejo, y luego volvió a consultar el pequeño folleto mal ilustrado que había recibido el día anterior.

Masculló algunas palabras entre dientes, se irguió, extendió las manos ante ella y golpeó el aire con todas sus fuerzas.

—¡HAAAAiiiiieeeeeeehgh! Mmm —gritó.

Magrat habría sido la primera en reconocer que tenía una mente abierta. Era tan abierta como un prado, tan abierta como el cielo. Ninguna mente podía estar más abierta, a no ser que contara con la ayuda de instrumental quirúrgico especializado. Y siempre estaba a la espera de cualquier cosa con que llenarla.

En aquellos momentos lo que la llenaba era la búsqueda de la paz interior, la armonía cósmica y la auténtica esencia del Ser.

Cuando alguien dice «Me ha venido una idea», no se trata de una simple metáfora. Las inspiraciones puras, las pequeñas partículas de pensamiento autocontenido están siempre lloviznando por el cosmos. Se sienten atraídas hacia cabezas como la de Magrat, de la misma manera que el agua corre hacia un agujero en el desierto.

En opinión de Magrat, la culpa de todo la tenía el despiste de su madre en cuestiones de ortografía. Un progenitor más atento habría escrito con más cuidado el nombre de Margaret. De esa manera, todo el mundo habría acabado por llamarla Peggy, o Maggie…, nombres recios, robustos, dignos de toda confianza. En cambio, con Magrat no se podía hacer gran cosa. El nombre sonaba a algo que viviera en la orilla de un río, corriendo un riesgo constante de morir ahogado.

Había considerado la posibilidad de cambiárselo, pero en su fuero interno sabía que no serviría de nada. Aunque superficialmente pudiera convertirse en una Chloe, o en una Isobel, por dentro siempre sería una Magrat. Pero le habría gustado intentarlo. Sería bonito dejar de ser una Magrat, aunque sólo fuera por unas horas.

Este tipo de pensamientos son los que hacen que la gente se ponga a Buscarse A Sí Misma. Y una de las primeras cosas que Magrat había descubierto sobre eso de Buscarse A Sí Misma era que no sería buena idea contárselo a Yaya Ceravieja, quien pensaba que la emancipación de la mujer era una dolencia femenina de la que no se debería hablar en presencia de los hombres.

Tata Ogg era algo más comprensiva, aunque en opinión de Magrat tenía una tendencia excesiva a hablar con segundas intenciones. En cambio, desde el punto de vista de Tata, sus intenciones eran siempre primeras, y bien orgullosas de serlo.

En resumidas cuentas, Magrat había renunciado a aprender algo de sus compañeras brujas más veteranas, y ahora lanzaba sus redes en aguas más profundas. Mucho más profundas. Tan profundas como podían ser unas enaguas.

Todos los que se dedican a buscar la sabiduría tienen, por extraño que parezca, algo en común: estén donde estén, siempre buscan esa sabiduría en un lugar muy lejano. La sabiduría es una de las pocas cosas que, cuanto más lejos está, más grande nos parece.[8]

En aquellos momentos Magrat se buscaba a sí misma por el Camino del Escorpión, que ofrecía armonía cósmica, unicidad interior y la posibilidad de hacer que a un agresor le salieran los riñones por las orejas. Era un gran curso por correspondencia.

Por desgracia, existían algunos problemas. El autor, el Gran Maestro Lobsang Escurridizo, residía en Ankh-Morpork.[X] Aquello no parecía el lugar apropiado para un refugio de sabiduría cósmica. Y, aunque hacía especial hincapié en que el Camino no se debía utilizar como arma agresiva, sino sólo para buscar la sabiduría cósmica, estas advertencias estaban en letra muy pequeñita, entre dibujos entusiastas de personas que se golpeaban unas a otras con una especie de rodillos de cocina y gritaban «¡Hai!». Más avanzado el curso, uno aprendía a partir ladrillos con el canto de la mano, a caminar sobre carbones al rojo y otras muchas cosas cósmicas.

Magrat pensaba que Ninja era un nombre muy bonito para una chica.

Volvió a erguirse ante el espejo.

Alguien llamó a la puerta. Magrat fue a abrirla.

—¿Hai? —dijo.[XI]

Hurker, el cazador furtivo, dio un paso hacia atrás. El pobre ya estaba bastante agitado. Un lobo hambriento lo había seguido durante buena parte del camino a través del bosque.

—Eh… —titubeó. Se inclinó hacia adelante, con el temor trocado en preocupación. ¿Se ha hecho daño en la cabeza, señorita?

Magrat lo miró sin comprender. Luego, se dio cuenta de la situación. Alzó la mano y se quitó de la frente la cinta con el dibujo del crisantemo, sin la cual era prácticamente imposible buscar la sabiduría cósmica mediante el sistema de retorcer 360 grados los codos de tu adversario.

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