Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—¡He dicho que lo mates!

La flecha salió disparada.

Alcanzó su objetivo.

Sábado bajó la vista para contemplar las flechas enterradas en su pecho. Luego, sonrió y alzó el bastón.

El capitán lo miró con el pavor de la muerte segura dibujado en el rostro. Dejó caer la ballesta y se volvió para echar a correr. Hasta consiguió dar un par de pasos antes de desplomarse hacia adelante.

—No —dijo una voz detrás del Príncipe—. A un hombre muerto se lo mata así.

Lily Ceravieja dio un paso al frente, con el rostro lívido de ira.

—Éste ya no es tu lugar —siseó—. No eres parte del cuento.

Alzó una mano.

Tras ella, las imágenes fantasmales se definieron repentinamente en su persona, de manera que se hizo más iridiscente. Una llamarada plateada recorrió la habitación.

El Barón Sábado extendió el bastón hacia adelante. La magia lo golpeó, lo recorrió y fue a enterrarse en el suelo, dejando pequeños regueros plateados que chisporrotearon unos instantes antes de desaparecer.

—No, señora —dijo—. No hay manera de matar a un hombre muerto.

Las tres brujas observaban desde la puerta.

—Hasta yo he notado eso —susurró Tata—. ¡A él debería haberlo hecho pedacitos!

—¿Qué se debería haber hecho pedacitos? —replicó Yaya—. ¿El pantano? ¿El río? ¿El mundo? ¡Es todo eso! ¡Oh, qué mujer tan inteligente es la señora Gogol!

—¿Qué? —se sorprendió Magrat—. ¿Cómo que es todo eso?

Lily retrocedió. Alzó la mano de nuevo y envió otra bola de fuego en dirección al Barón. Le dio en el sombrero, y estalló como si fueran fuegos artificiales.

—¡Qué idiota! —murmuró Yaya—. ¡Ya ha visto que no funciona, pero lo sigue intentando!

—Creía que no estabas de su parte —señaló Magrat.

—¡Y no lo estoy! Pero no me gusta ver a nadie haciendo idioteces. Todo eso no sirve de nada, Magrat Ajostiernos, hasta tú puedes…, oh, no, otra vez no…

El Barón se echó a reír cuando el tercer intento fracasó sin causarle el menor daño. Después, alzó su bastón. Dos cortesanos se tambalearon hacia adelante.

Lily Ceravieja, que no había dejado de retroceder, llegó al pie de la escalinata principal.

El Barón avanzó hacia ella.

—¿Quiere intentar alguna otra cosa, señora? —preguntó.

Lily alzó las dos manos.

Las tres brujas lo sintieron, era casi palpable la terrible succión cuando Lily intentó concentrar toda la energía disponible en los alrededores.

Fuera, el único guardia que quedaba en pie se encontró con que, de repente, ya no peleaba contra un hombre sino contra un gatazo rabioso, aunque esto no le sirvió de mucho consuelo. Sólo significaba que, ahora, Greebo tenía dos garras más.

El Príncipe gritó.

Fue un grito largo, descendente, que terminó con un croar a la altura del suelo.

Los tambores cesaron de repente.

—Gracias, señoras —dijo una voz detrás de las brujas ¿Les importa echarse a un lado, por favor?

Miraron a su espalda. Allí estaba la señora Gogol, que llevaba a Brasas de la mano. De su hombro colgaba una bolsa grande, decorada con alegres bordados.

Las tres contemplaron a la mujer vudú, que guiaba a la chica hacia la sala de baile entre la multitud silenciosa.

—Eso tampoco está bien —dijo Yaya entre dientes.

—¿El qué? —preguntó Magrat—. ¿El qué?

El Barón Sábado dio un golpe en el suelo con el bastón.

—Me conocéis —dijo—. Todos me conocéis. Sabéis que me asesinaron. Y ahora estoy aquí. Me asesinaron, ¿Y qué hicisteis vosotros…?

—¿Qué hizo usted, señora Gogol? —susurró Yaya—. No, esto no lo vamos a tolerar.

—Calla, que no oigo lo que dice —le indicó Tata.

—Les está diciendo que ahora pueden tenerlo a él gobernando de nuevo. O a Brasas —dijo Magrat.

—Tendrán a la señora Gogol —murmuró Yaya—. Será una de esas inminencias grasas.

—Bueno, tampoco está tan mal —replicó Tata.

—No está tan mal en el pantano —la corrigió Yaya— No está tan mal mientras haya alguien que sirva de contrapeso a su poder. Pero si la señora Gogol empieza a decir a toda una ciudad lo que deben hacer… No, eso no está bien. La magia es muy importante, demasiado como para que la usen para gobernar a la gente. Además, Lily sólo mataba a la gente. La señora Gogol haría lo mismo y luego, encima, los usaría para cortar leña y limpiar las casas. En mi opinión, después de trabajar toda una vida, te mereces un poco de descanso cuando estás muerto.

—Sí, algo como relajarte y disfrutar —asintió Tata.

Yaya se contempló el vestido blanco.

—Me gustaría llevar mi ropa de bruja —dijo—. El negro es el único color apropiado para una bruja.

Bajó por la escalera, y luego se llevó las manos a la boca para formar bocina.

—¡Eeeh! ¡Señora Gogol!

El Barón Sábado dejó de hablar. La señora Gogol hizo un gesto de asentimiento a Yaya.

—¿Sí, señorita Ceravieja?

—Señora —la corrigió Yaya.

Luego, suavizó de nuevo su tono.

—Esto no está bien, y usted lo sabe. Enta es la que debe gobernar. Usted ha utilizado la magia para hacerla llegar hasta aquí, y también eso está bien. Pero ahí se acabó. Ahora, lo que suceda a continuación depende de ella. No se pueden arreglar las cosas con la magia. Lo único que se puede hacer es impedir que vayan mal.

La señora Gogol se irguió en toda su impresionante estatura.

—¿Quién es usted para decir qué puedo y qué no puedo hacer aquí?

—Somos sus hadas madrinas —dijo Yaya.

—Exacto —corroboró Tata Ogg.

—Hasta tenemos la varita y todo —asintió Magrat.

—Pero si usted detesta a las hadas madrinas, señora Ceravieja —señaló la señora Gogol.

—Nosotras somos de las otras —replicó Yaya— Somos de las que dan a las personas lo que saben que necesitan, no lo que creen que deberían querer.

Entre la fascinada multitud, muchos labios se movieron intentando aclarar aquello.

—En ese caso, ya han cumplido con su trabajo —replicó la señora Gogol, que pensaba más deprisa que la mayoría— Y lo han hecho muy bien.

—No me está escuchando —insistió Yaya—. No es cuestión de hadamadrinaje. Puede que Enta sea buena gobernante, puede que sea mala. Pero tendrá que descubrirlo por ella misma. Sin que nadie se entrometa.

—¿Qué pasará si me niego?

—En ese caso, supongo que tendremos que seguir haciendo de hadas madrinas —respondió Yaya.

—¿Tiene idea de cuánto tiempo he trabajado para ganar? —inquirió la señora Gogol con altanería—. ¿Tiene idea de lo que he perdido?

—Ahora ya ha ganado y se acabó el asunto —replicó Yaya.

—¿Me está desafiando usted, señora Ceravieja?

Yaya titubeó. Luego, irguió los hombros. Apartó los brazos de los costados, de manera casi imperceptible. Tata y Magrat retrocedieron un poquito.

—Si es eso lo que quiere…

—¿Mi vudú contra su… cabezología?

—Como guste.

—¿Y qué hay en juego?

—Se acabó la magia en los asuntos de Genua —contestó Yaya—. Se acabaron los cuentos. Se acabaron las hadas madrinas. Sólo habrá personas que decidirán por sí mismas. Para bien o para mal. Acertando o equivocándose.

—Muy bien.

—Y yo me encargaré de Lily Ceravieja.

El sonido que hizo la señora Gogol al tomar aliento se oyó en toda la sala.

—¡Jamás!

—¿Mmm? —dijo Yaya—. Cree que va a perder, ¿no es así?

—No quiero hacerle daño, señora Ceravieja —replicó la señora Gogol.

—Perfecto —asintió Yaya—. Yo tampoco quiero hacerle daño a usted.

—No quiero que haya ninguna pelea —dijo Enta.

Todos la miraron.

—Ella es la que manda ahora, ¿verdad? —señaló Yaya—. Deberíamos hacer lo que dice.

—Me mantendré al margen de la ciudad —dijo la señora Gogol, haciendo caso omiso—. Pero Lilith me pertenece.

—No.

La señora Gogol metió la mano en la bolsa, y sacó la muñeca de trapo.

—¿Ve esto?

—Sí —asintió Yaya.

—Iba a ser ella. No me obligue a que sea usted.

—Lo siento, señora Gogol —replicó Yaya por firmeza—, pero mi deber está muy claro.

—Es usted una mujer inteligente, señora Ceravieja. Pero se encuentra muy lejos de su casa.

Yaya se encogió de hombros. La señora Gogol sujetó la muñeca por la cintura. Tenía los ojos de color azul zafiro.

—¿Conoce la magia de los espejos? Pues éste es mi tipo de espejo, señora Ceravieja. Puedo hacer que sea usted. Y luego puedo hacerla sufrir. No me obligue a eso. Se lo ruego.

—Haga lo que quiera, señora Gogol. Pero yo me encargaré de Lily.

—Yo que tú me andaría con cuidado, Esme —murmuró Tata Ogg—. Esto se le da muy bien.

—Creo que puede ser despiadada —corroboró Magrat.

—Siento el mayor de los respetos hacia la señora Gogol —respondió Yaya—. Es una gran mujer. Pero creo que habla demasiado. Si yo fuera ella, ya habría clavado un par de alfileres grandes en ese trasto.

—Te creo, te creo —asintió Tata—. Menos mal que eres la buena, ¿eh?

—Cierto —dijo Yaya. Alzó la voz de nuevo—. ¡Voy a buscar a mi hermana, señora Gogol! Esto es un asunto familiar.

Se dirigió con paso seguro hacia la escalera.

Magrat sacó la varita.

—Si le hace algo malo a Yaya, se pasará el resto de su vida siendo naranja, redonda y con pepitas por dentro —amenazó.

—No creo que a Esme le hiciera la menor gracia que te entrometieras —replicó Tata—. No te preocupes. Ella no cree en eso de los alfileres y las muñecas.

—No cree en nada. ¡Pero eso no importa! —gimió Magrat—. ¡La señora Gogol sí que cree! ¡Es su poder! ¡Lo que ella crea es lo que importa!

—¿No te parece que Esme también sabe eso?

Yaya Ceravieja llegó al pie de la escalera.

—¡Señora Ceravieja!

Yaya se volvió.

La señora Gogol tenía una larga astilla de madera en la mano. Sacudió la cabeza con gesto desesperado y la clavó en un pie de la muñeca.

Todo el mundo pudo ver que Esme Ceravieja parpadeaba.

Otra astilla penetró en el brazo de trapo.

Muy despacio, Yaya alzó su otra mano y se estremeció al tocarse la manga. Luego, con un ligero cojeo, siguió subiendo por la escalera.

—¡Puedo clavar la próxima en el corazón, señora Ceravieja! —gritó la señora Gogol.

—Estoy segura de que puede. Se le da muy bien. Se le da muy bien —repitió Yaya sin volver la vista.

La señora Gogol clavó otra astilla en una pierna. Yaya se tambaleó y se agarró a la baranda. A un lado ardía una de las grandes antorchas.

—¡La próxima vez! —gritó la señora Gogol—. ¿Entiende? ¡La próxima vez! ¡Puedo hacerlo!

Yaya se dió media vuelta.

Contempló los cientos de rostros que la miraban.

Cuando habló, su voz era tan suave que había que esforzarse para oírla.

—Sé muy bien que puede hacerlo, señora Gogol. Usted lo cree de verdad. Pero, a ver si lo recuerdo bien…, nos estamos jugando a Lily, ¿verdad? Y la ciudad.

—¿Qué importa eso ahora? —replicó la señora Gogol—. ¿No se va a rendir?

Yaya Ceravieja se metió el meñique en la oreja y lo retorció pensativa.

—No —dijo—. Me parece que no voy a rendirme, no. ¿Me está mirando, señora Gogol? ¿Me está mirando con atención?

Sus ojos recorrieron la habitación, y se posaron en Magrat tan sólo una fracción de segundo.

Luego extendió la mano y, lentamente, metió el brazo hasta el codo en el fuego de la antorcha.

Y la muñeca que Erzulie Gogol tenía entre las manos empezó a arder.

Siguió ardiendo, incluso después de que la mujer vudú gritara y la dejara caer al suelo. Siguió ardiendo hasta que Tata Ogg se acercó con una jarra de zumo de frutas que acababa de coger del buffet y, silbando entre dientes, la apagó.

Yaya Ceravieja retiró la mano. Ni siquiera se le había enrojecido.

—Eso es cabezología —dijo—. Es lo único que importa. Todo lo demás son pamplinas. ¡Espero no haberle hecho daño, señora Gogol!

Siguió subiendo por la escalera.

La señora Gogol se quedó mirando las cenizas húmedas. Tata Ogg le dio unas palmaditas amistosas en el hombro.

—¿Cómo lo ha hecho? —se preguntó la señora Gogol.

—No ha sido ella. Ha dejado que lo hiciera usted —dijo Tata—.Con Esme Ceravieja, hay que andar con cuidado. Me gustaría verla frente a frente algún día con uno de esos cretinos Zen.

—¿Y ella es la buena? —quiso saber el Barón Sábado.

—Sí —asintió Tata—. Hay que ver cómo son las cosas, ¿verdad?

Contempló pensativa la jarra de zumo vacía que tenía en la mano.

—Aquí, lo que hace falta —dijo como quien llega a una conclusión tras largo rato de meditaciones— son unas cuantas bananas, y ron, y todo eso…

Magrat agarró a Tata por el vestido cuando ésta echó a andar con decisión en dirección al dairikiri más cercano.

—Ahora no —la apremió—. ¡Tenemos que ir con Yaya! ¡Puede que nos necesite!

—Ni se me pasaría por la cabeza —replicó Tata—. No me gustaría estar en el pellejo de Lily cuando Esme la coja por su cuenta.

—Pero nunca había visto a Yaya tan alterada —insistió Magrat—. Puede suceder cualquier cosa.

—Por mí, estupendo —asintió Tata.

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