Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—A mí no me vengas con eso del progreso. El progreso sólo significa que las cosas malas suceden más deprisa. ¿Tenéis otra horquilla? Ésta no sirve.

Tata, que tenía la habilidad de Greebo de ponerse cómoda al instante en cualquier lugar donde estuviera, se sentó en un rincón de la celda.

—Una vez me contaron un cuento —dijo—. Iba sobre un tipo que estuvo encerrado años y años, y aprendió cosas increíbles sobre el universo y todo eso de otro prisionero que era la mar de listo, y luego se escapó y buscó venganza.

—¿Qué cosas increíbles sabes tú sobre el universo, Gytha Ogg? —preguntó Yaya.

—Que es una birria —replicó Tata alegremente.

—Pues más vale que intentemos escapar ahora lo antes posible.

Tata sacó un trozo de cartulina de su sombrero, encontró también en el interior un trocito de lápiz, lamió la punta y meditó unos instantes. Luego escribió:

‹Querido Jason unt so witer (como dicen aquí, en el extranjero):

Bueno, pues no os lo vais a creer pero vuestra querida Mamá está encerrada en la carcel otra vefz, con lo viejecita que soy, me tendríais que enviar un pastel con una lima, jeje, es una broma. Os he hecho un dibujo de la mazmorra y he puesto una X en donde estamos, que es dentro. Magrat lleva un vestido que es una maravilla, se ha estado portando como una fresca. También os he pintado a Esme toda cabreada porque no puede abrir la cerradura, pero supongo que todo va OK porque al final siempre ganan los buenos y nosotras somos las buenas. Y todo esto es porque una chica no se quiere casar con un Duque que en realidad es una rana, y yo la verdad es que la comprendo, una no quiere empezar a tener descendientes con jenes que quieran vivir en una jarra y luego vayan saltando por ahí y a lo mejor los pisas…›

La interrumpió el sonido de una mandolina, que alguien tocaba bastante bien al otro lado del muro. Una voz tenue, pero decidida, atacó una canción.

… si consuenti d’amoure, ventre dimo roendreturoooo…

—«Cómo consiento el amor de tu vientre, dime roedor…» —tradujo Tata sin alzar la vista.

… della della t’ozentro, autri t’dre vontarieeee…

—«La tienda, la tienda, tengo algo dentro, el cielo es rosa.»

Yaya y Magrat se miraron.

… guarunto del tari, bella pore di larientos…

—«Barrunto que estás del tarro, y tienes un enorme…»

—No me creo ni una palabra —se apresuró a interrumpirla Yaya—. Te lo estás inventando todo.

—He traducido palabra por palabra —replicó Tata—. Hablo el extranjero como una nativa, para que te enteres.

—¿Señora Ogg? ¿Es usted, amada mía?

Todas se volvieron hacia los barrotes de la ventana. Un pequeño rostro se acababa de asomar.

—¿Casavieja? —se sorprendió Tata.

—En persona, señora Ogg.

—Amada mía —refunfuñó Yaya.

—¿Cómo se ha subido hasta la ventana? —preguntó Tata, haciendo caso omiso de su compañera.

—Yo siempre sé dónde encontrar una buena escalera, señora Ogg.

—Supongo que no sabrá dónde encontrar unas buenas llaves…

—No servirían de nada. Hay demasiados guardias ante su puerta, señora Ogg. Hasta para un famoso espadachín como yo. Lady Lilith ha dado órdenes muy estrictas. Nadie debe escucharlas, ni siquiera mirarlas.

—¿Cómo es que está usted en la guardia de palacio, Casavieja?

—Un soldado de fortuna acepta los trabajos que se le ofrecen, señora Ogg —respondió con prontitud el enano.

—Pero el resto de los guardias miden metro ochenta, y usted es… usted es de un estilo más menudo.

—Mentí sobre mi estatura, señora Ogg. Tengo fama como mentiroso.[XLIV]

—¿Es verdad eso?

—No.

—¿Y lo de que es el amante más grande del mundo?

Se hizo el silencio unos instantes.

—Bueno, de acuerdo, puede que sea el número dos —suspiró Casavieja—. Pero hago lo que puedo.

—¿No puede ir a buscarnos una lima, o algo por el estilo, señor Casavieja? —preguntó Magrat.

—Veré qué puedo hacer, señorita.

El rostro desapareció.

—También podríamos hacer que viniera alguien a visitarnos, y luego fugarnos con su ropa —sugirió Tata Ogg.

—Mira lo que has hecho, me he clavado la horquilla en el dedo —refunfuñó Yaya Ceravieja.

—O también podríamos hacer que Magrat sedujera a uno de los guardias —insistió Tata.

—¿Por qué no lo seduces tú? —replicó la joven con el tono más antipático que pudo conseguir.

—De acuerdo, trato hecho.

Callaos las dos de una vez —rugió Yaya—. Estoy tratando de pensar…

Se oyó otro ruido junto a la ventana.

Era Legba.

El gallo negro miró entre los barrotes un instante, y luego se alejó revoloteando.

—Ese bicho me pone los pelos de punta —dijo Tata—. No puedo mirarlo sin que me vengan a la cabeza ideas sobre salvia, cebollas y puré de patatas.

Su rostro arrugado se arrugó aún más.

—¡Greebo! —exclamó—. ¿Dónde lo hemos dejado?

—Oh, no es más que un gato —replicó Yaya Ceravieja—. Los gatos saben cuidarse solos.

—En realidad, es un grandullón blandengue… —empezó a decir Tata justo antes de que alguien derribara la pared.

Apareció un agujero. Una mano gris apartó otra piedra. Les llegó el olor pungente del lodo del río.

La roca se hizo arena entre los fuertes dedos.

—¿Señoras? —inquirió una voz retumbante.

—Vaya, señor Sábado —exclamó Tata—. Vivito y coleando… bueno, más o menos, ya me entiende.

Sábado gruñó algo y se alejó a zancadas.

Se oyeron unos golpes contra la puerta, y alguien empezó a trastear con las llaves.

—No hace falta que nos quedemos aquí más tiempo —dijo Yaya—. Vamos.

Se ayudaron unas a otras a salir por el agujero.

Sábado estaba ya al otro lado del pequeño patio, y se dirigía hacia los sonidos del baile.

Y alguien lo seguía, como la cola de un cometa.

—¿Qué es eso?

—Es cosa de la señora Gogol —replicó Yaya Ceravieja con voz sombría.

Detrás de Sábado, ensanchándose a medida que serpenteaba por los terrenos del palacio, en dirección a la puerta, había en el aire un reguero de oscuridad cada vez más profunda. A primera vista, parecía que contenía formas, pero una inspección más detallada indicaba que no eran formas en absoluto, sino una simple sugerencia de formas que nacían y desaparecían. Entre los jirones de oscuridad, brillaban de cuando en cuando unos ojos. Se oía el chirriar de los grillos y el zumbar de los mosquitos, les llegaba el olor del musgo y el hedor del lodo del río.

—Es el pantano —dijo Magrat.

—Es el concepto del pantano —la corrigió Yaya—. Es lo que hay que tener para que haya un pantano.

—Oh, cielos —suspiró Tata. Se encogió de hombros— Bueno, Enta ha escapado, nosotras también, así que ahora viene cuando nos marchamos, ¿verdad? Es lo que toca.

Ninguna de las tres se movió.

—Esa gente de ahí dentro no es la mejor del mundo —dijo Magrat tras unos momentos—. Pero no se merecen que les caigan encima los caimanes.

—Quedaos donde estáis, brujas —dijo una voz tras ellas.

Media docena de guardias acababan de salir por el agujero de la pared.

—Desde luego, la vida de la ciudad es muy movidita —señaló Tata al tiempo que se quitaba otra horquilla del sombrero.

—Llevan ballestas —les advirtió Magrat—. No se puede hacer gran cosa contra las ballestas. Las armas con proyectiles vienen en la Lección Siete, y todavía no he llegado.

—No podrán apretar los gatillos si creen que tienen aletas en vez de dedos —amenazó Yaya.

—Vamos, vamos —dijo Tata—. No empecemos con eso, ¿eh? Todo el mundo sabe que los buenos ganan, sobre todo cuando son menos que sus enemigos.

Los guardias se acercaron.

En aquel momento, una forma alta, negra, saltó sin ruido desde el muro situado tras ellos.

—Ahí está —sonrió Tata—. Ya os dije que no iría muy lejos sin su mamaíta, ¿a que sí?

Uno o dos de los guardias se dieron cuenta de que la anciana miraba con orgullo hacia un punto situado tras ellos, y se volvieron.

Por lo que a ellos respectaba, lo que tenían enfrente era un hombre alto, de hombros anchos, con una melena negra, un parche en el ojo y una sonrisa muy amplia.

Estaba allí, de pie, con los brazos cruzados en gesto desdeñoso.

Aguardó hasta que contó con toda la atención de los guardias. Después Greebo separó los labios muy despacio.

Muchos de los hombres dieron un paso hacia atrás.

—¿Por qué nos preocupamos? —dijo uno de ellos—. No es como si tuviera arm…

Greebo alzó una mano.

Las garras no hacen ruido cuando salen a la luz, pero deberían hacerlo. Deberían hacer un ruido como «snikt».[XLV]

La sonrisa de Greebo se hizo aún más amplia.

¡Ah! Al menos eso aún funcionaba…

Uno de los hombres fue lo suficientemente inteligente como para alzar la ballesta, pero lo suficientemente estúpido como para hacerlo cuando tenía detrás a Tata Ogg, armada con una horquilla de sombrero. La mano de la mujer se movió tan deprisa que cualquier joven buscador de la verdad vestido con una túnica naranja habría iniciado en aquel momento el Camino de la Señora Ogg. El guardia gritó y dejó caer el arma.

—Grrrrlll…

Greebo saltó.

Los gatos son como las brujas. No luchan para matar, sino para ganar. Existe una diferencia. Es inútil matar a un adversario. Así no saben que han perdido, y para ser un auténtico vencedor necesitas tener un adversario derrotado, y que lo sepa. No existe el triunfo sobre un cadáver. Pero un oponente vencido, que se sepa vencido durante el resto de su triste vida, es un auténtico tesoro.

Evidentemente, los gatos no lo racionalizan tanto. Lo que pasa es que les gusta ver cómo el otro se aleja cojeando, sin el rabo y sin unos cuantos centímetros cuadrados de pelo.

La técnica de Greebo era poco científica, y no habría podido hacer nada contra cualquier espadachín medio bueno. Pero tenía a su favor el hecho de que es casi imposible manejar la espada medio bien cuando ves que se te viene encima una picadora de carne y que te está mordiendo la oreja.

Las brujas observaron con interés.

—Creo que podemos dejarlo solo —sugirió Tata—. Me parece que se lo está pasando bien.

Corrieron hacia la sala de baile.

La orquesta estaba en medio de una complicada pieza cuando dio la casualidad de que al primer violinista se le ocurrió mirar hacia la puerta. Se le cayó el arco. El violonchelista se volvió para ver qué había causado aquello, siguió la mirada fija de su colega y en un momento de confusión trató de tocar su instrumento hacia atrás.

Tras una sucesión de chirridos y notas desafinadas, la orquesta dejó de tocar. Los bailarines siguieron moviéndose unos instantes por el mero impulso, y luego también se detuvieron, confusos. Después, uno a uno, también ellos alzaron la vista.

Sábado había llegado a la cima de la escalera.

En el silencio, se empezó a oír el sonido de los tambores que hacían que la música anterior pareciera tan insignificante como el criar de los grillos. Ésta era la auténtica música de la sangre. Todo el resto de la música que se ha escrito alguna vez es un simple y patético intento de acompañamiento.

La música se derramó por la habitación, y con ella llegaron el calor y la humedad, el olor vegetal del pantano. Había una sugerencia de caimanes en el aire. No una presencia, sino una promesa.

Los tambores tocaron más fuerte. Eran ritmos complejos, se sentían más que se oían.

Sábado se quitó una mota de polvo del hombro de su antigua chaqueta y extendió un brazo.

El sombrero de copa apareció en su mano.

Extendió el otro brazo.

El bastón negro con empuñadura de plata apareció en el aire. Lo agarró con gesto triunfal.

Se puso el sombrero. Hizo girar el bastón.

Los tambores retumbaron. Pero…, pero quizá ya no fueran tambores, quizá fuera un ritmo que sonaba en el mismo suelo, o en las paredes, o en el aire. Era rápido, y caliente, y la gente que había en la sala se encontró con que sus pies se iban tras él, porque el sonido de aquellos tambores parecía llegar a los dedos de los pies a través del cerebelo, sin siquiera pasar por las orejas.

Los pies de Sábado también se movían. Marcaban su propio staccato sobre el suelo de mármol.

Bajó la escalera bailando.

Giró. Saltó. La cola de su frac azotó el aire. Y cuando aterrizó tras salvar el último peldaño, sus pies golpearon contra el suelo como el gong de la condenación.

Sólo entonces se movió la gente.

—¡No puede ser él! —croó el Príncipe—. ¡Está muerto! ¡Guardias! ¡Matadlo!

Sábado miró a su alrededor con ojos enloquecidos. Los clavó en los guardias situados junto a la escalera.

El capitán se puso pálido.

—Esto…, ¿otra vez? Es decir, me parece que no… —empezó.

—¡Ahora mismo!

El capitán alzó nervioso la ballesta. El punto de mira describía ochos ante sus ojos.

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