Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Y entonces, dos figuras salieron de entre las sombras y se enfrentaron a ella. Magrat alzó la zapatilla en un gesto patético cuando se le acercaron en silencio absoluto. Pero, pese a la oscuridad, pudo sentir sus miradas.

La multitud se abrió para dejar paso a Lily Ceravieja, que se deslizaba entre el suave susurrar de las sedas.

Miró a Yaya de arriba abajo, sin la menor expresión de sorpresa.

—Vaya, toda de blanco —dijo con tono seco—. Cielos, debes de ser la buena.

—Pero te he detenido —replicó Yaya, que aún jadeaba por el esfuerzo—. La he roto.

Lily Ceravieja miró más allá de ella. Las hermanas serpiente subían en aquel momento por las escaleras, arrastrando a una inerte Magrat.

—Que los dioses nos libren de la gente tan literal —sonrió Lily—. No sé si lo sabías, pero esas cosas vienen por pares.

Se acercó a Magrat y le arrancó la segunda zapatilla de la mano.

—Lo del reloj ha sido muy interesante —siguió, al tiempo que se volvía de nuevo hacia Yaya—. Sí, lo del reloj me ha impresionado. Pero no sirve de nada. No hay manera de detener este tipo de cosas. Tienen el impulso de la inevitabilidad. No se puede estropear un buen cuento. A estas alturas, ya deberías saberlo.

Tendió la zapatilla al Príncipe, pero sin apartar la vista de Yaya.

—A ella le quedará bien —dijo.

Dos de los cortesanos sostuvieron la pierna de Magrat mientras el príncipe le encajaba la zapatilla a la fuerza.

—Ya está —siguió Lily sin bajar la vista—. Y olvídate de esa tontería del hipnotismo, Esme. Conmigo no te servirá de nada.

—Le encaja —señaló el Príncipe, aunque sin demasiado convencimiento.

—Sí, yo creo que le encajaría cualquier cosa —dijo una voz alegre desde entre la multitud—. Siempre y cuando le pongas antes un par de calcetines de lana.

Lily bajó la vista. Luego, miró la máscara de Magrat. Se la quitó de un tirón.

—iAay!

—No es la chica —dijo—. Pero, aun así, no importa, Esme. Porque la zapatilla sí es la zapatilla. Ahora sólo tenemos que encontrar a la joven en cuyo pie…

Se oyó un jaleo entre la gente. Los cortesanos se separaron para dejar paso a Tata Ogg, cubierta de grasa de maquinaria y de telarañas.

—Si es un treinta y cinco de horma estrecha, soy tu hombre —dijo—. Ya verás, en cuanto me quite las botas…

—No me refería a ti, anciana —replicó Lily con frialdad.

—Oh, y tanto que sí —rió Tata—. Es que este cuento ya nos lo sabemos. El Príncipe recorre toda la ciudad con la zapatilla, en busca de una chica a la que le valga. Eso es lo que estás planeando. Así que he venido a ahorrarte tanta molestia, ¿qué te parece?

Un atisbo de inseguridad cruzó por el rostro de Lily.

—Una chica —dijo—, en edad de casarse.

—No hay problema —respondió Tata alegremente.

El enano Casavieja dió un codazo orgulloso en las rodillas a un cortesano.

—Es amiga mía, una amiga muy íntima —fanfarroneó.

Lily miró a su hermana.

—Tú estás haciendo esto. No te creas que no me doy cuenta —dijo.

—Yo no hago nada —replicó Yaya—. Es la vida real, que sucede solita.

Tata cogió la zapatilla de manos del príncipe y, antes de que nadie pudiera impedirlo, se la colocó en el pie.

Luego, lo lució ante todos.

Le quedaba perfectamente.

—¡Ahí tiene! —dijo—. ¿Qué tal? De la otra manera, habrían perdido todo el día.

—Sobre todo porque debe de haber cientos de personas que calcen un treinta y cinco…

—… de horma estrecha…

—… de horma estrecha en la ciudad —terminó Yaya— A menos, por supuesto, que supieras por qué casa empezar. No sé, por intuición, por suerte…

—Pero eso sería hacer trampas —la regañó Tata.

Dio un codazo al Príncipe.

—Sólo quiero añadir —dijo—, que no me importa encargarme de todo eso de saludar al pueblo, e inaugurar cosas, y todas esas tonterías regias, pero no tengo la menor intención de compartir la cama con este baboso.

—Sobre todo porque él no duerme en una cama —asintió Yaya.

—No, duerme en un estanque —corroboró Tata—. Le hemos echado un vistazo. Un estanque cubierto, muy grande.

—Porque es una rana —siguió Yaya.

—Y tiene moscas por toda la habitación, por si se despierta de noche y le apetece comer algo —terminó Tata.

—¡Justo lo que pensaba! —exclamó Magrat al tiempo que se libraba de los guardias—. Tiene las manos húmedas y frías.

—Hay muchos hombres que tienen las manos húmedas y frías —replicó Tata—. Pero, en el caso de éste, se debe a que es una rana.

—¡Soy un príncipe de sangre real! —gritó el Príncipe.

—Y una rana —insistió Yaya.

—A mí no me importa —dijo Casavieja desde abajo—. Me gustan las relaciones abiertas. Si quieres salir con una rana, estás en tu derecho…

Lily contempló la multitud que los rodeaba. Entonces, chasqueó los dedos.

Yaya Ceravieja se dio cuenta de que, de repente, se había hecho el silencio.

Tata Ogg miró a la gente que tenía a ambos lados. Movió una mano ante el rostro de un guardia.

—Vayaaa —dijo.

—No podrás aguantar eso mucho tiempo —señaló Yaya—. No puedes inmovilizar demasiado rato a un millar de personas.

Lily se encogió de hombros.

—No tienen importancia. ¿Quién recordará a la gente que estaba en el baile? Sólo recordarán la huida, y la zapatilla, y el final feliz.

—Ya te lo he dicho. No puedes empezar de nuevo. Y ese tipo es una rana. Ni tú puedes mantener su forma todo el día. Por las noches, vuelve a ser lo que era. En su dormitorio hay un estanque. Es una rana —se limitó a señalar Yaya.

—Pero sólo por dentro —replicó Lily.

—Lo de dentro es lo que importa.

—Bueno, lo de fuera también tiene su valor —discrepó Tata.

—Hay muchas personas que, por dentro, son animales. Hay muchos animales que son personas por dentro —dijo Lily—. ¿Qué tiene de malo?

—Es una rana.

—Sobre todo de noche —asintió Tata.

Se le acababa de ocurrir que un marido que fuese hombre toda la noche y rana todo el día sería casi aceptable. Habría que prescindir del salario, pero no te estropearía los muebles. Además, tampoco podía quitarse de la cabeza ciertas especulaciones privadas sobre la longitud de su lengua.

—Y tú mataste al Barón —dijo Magrat.

—¿Crees que era una buena persona? —rió Lily—. Además, no me mostraba el menor respeto. Si no tienes respeto, no tienes nada.

Tata y Magrat se dieron cuenta de que se acababan de volver hacia Yaya.

—Es una rana.

—Lo encontré en el pantano —asintió Lily—. Enseguida me di cuenta de que era bastante inteligente. Yo necesitaba a alguien… sensible a la persuasión. ¿Qué pasa, que las ranas no se merecen una oportunidad? No será peor marido que muchos. Basta un beso de una princesa para sellar el hechizo.

—Hay muchos hombres que son animales —dijo Magrat, que no recordaba de dónde había sacado aquella idea.

—Sí. Pero éste es una rana —insistió Yaya.

—Míralo desde mi punto de vista —replicó Lily—. ¿Ves este país? Todo está cubierto de pantanos y nieblas. Aquí no hay una dirección como debe ser. Pero yo puedo hacer que sea una gran ciudad. No un lugar desperdigado, como Ankh-Morpork, sino un lugar que funcione.

—La chica no quiere casarse con una rana.

—¿Qué importará eso dentro de cien años?

—Ahora importa mucho.

Lily alzó las manos.

—¿Y qué queréis entonces? Vosotras elegís. O yo… o esa mujer del pantano. La luz o la oscuridad. La niebla o el sol. El caos oscuro o los finales felices.

—Es una rana, y tú mataste al viejo Barón —dijo Yaya.

—Tú habrías hecho lo mismo —replicó Lily.

—No —negó Yaya—. Yo habría pensado lo mismo, pero jamás lo habría hecho.

—En el fondo, ¿qué diferencia hay?

—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó Tata Ogg.

Lily se echó a reír.

—No tenéis más que miraros a vosotras tres —dijo—. Rebosantes de buenas intenciones que no sirven de nada. La doncella, la madre y la vieja.[XLII]

—¿A quién estás llamando doncella? —se enfureció Tata Ogg.

—¿A quién estás llamando madre? —se enfureció Magrat.

Yaya Ceravieja se sonrojó un instante, como alguien que acaba de descubrir que sólo queda una pajita y todos los demás han sacado una larga.

—Bueno, bueno, ¿y qué hago ahora con vosotras? —se preguntó Lily—. De verdad, no estoy a favor de matar a nadie a no ser que sea imprescindible, pero tampoco puedo permitir que vayáis por ahí haciendo tonterías…

Se contempló las uñas.

—Así que tendré que encerraros en cualquier lugar, hasta que esto haya seguido su curso. Y luego…, ¿adivináis lo que haré luego?

«Albergaré la esperanza de que intentéis escapar. Porque, al fin y al cabo, soy la buena.»

Enta caminaba con cautela por el pantano iluminado por la luna, siguiendo la forma pavoneante de Legba. Se daba cuenta de que había movimientos en las aguas, pero no salía nada… y es que hasta los caimanes conocían bien a Legba.

Una luz anaranjada apareció a lo lejos. Resultó pertenecer a la choza de la señora Gogol[XLIII], o al bote, o a lo que fuera. En el pantano, la diferencia entre tierra y agua era prácticamente cuestión de gustos.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

—Adelante, niña. Siéntate. Descansa un poco.

Enta entró con cautela en la temblorosa balconada. La señora Gogol estaba sentada en su silla, con una muñeca de trapo vestida de blanco en el regazo.

—Magrat dice…

—Ya lo sé todo. Ven con Erzulie.

—¿Quién eres?

—Soy tu… amiga, niña.

Enta se acercó, pero siempre preparada para salir corriendo.

—No serás otra hada madrina, ¿verdad?

—No. Dioses, no. Sólo una amiga. ¿Te ha seguido alguien?

—Creo que no…

—Aunque te hubieran seguido, no tendría importancia, niña. No tendría importancia. De todos modos, quizá sería mejor adentrarnos en el río y lanzar un hechizo. Estaremos mucho más seguras rodeadas de agua.

La choza se estremeció.

—Será mejor que te sientes. Cuando entremos en aguas profundas, te costará mantener el equilibrio.

Enta se arriesgó a echar un vistazo.

La choza de la señora Gogol se movía sobre cuatro grandes patas palmeadas, que en aquellos momentos se elevaban del pantano. Chapotearon por los bajíos y, suavemente, entraron en el río.

Greebo se despertó y se estiró.

¡Los brazos y las piernas también estaban mal!

La señora Pleasant, que lo había estado observando desde su silla, dejó el vaso sobre la mesa.

—¿Qué le apetece ahora, señor Gato? —preguntó.

Greebo caminó suavemente hacia la puerta que daba al mundo exterior, y la arañó.

—Quierrro salirrr, sseñorrra Pleasssant

—No tienes más que girar el pestillo —indicó ella.

Greebo contempló la manija de la puerta como quien intenta reconciliarse con un instrumento de tecnología avanzada. Tuvo que rendirse, y dirigió una mirada suplicante a la mujer.

Ésta le abrió la puerta y se apartó a un lado, mientras Greebo se escabullía fuera. Luego la cerró, echó el pestillo y se apoyó contra ella.

—Brasas debe de estar a salvo con la señora Gogol —dijo Magrat.

—¡Ja! —bufó Yaya.

—A mí me cae bastante bien —dijo Tata Ogg.

—No confío en nadie que beba ron y fume en pipa —replicó Yaya.

—Tata Ogg fuma en pipa y bebe de todo —señaló Magrat.

—Sí, pero eso se debe a que es una vieja repugnante —contestó Yaya sin alzar la vista.

Tata Ogg se quitó la pipa de la boca.

—Es verdad —asintió sin inmutarse—. Si no mantienes la imagen, no eres nada.

Yaya apartó la vista de la cerradura.

—No puedo cambiarla —dijo—. Es octihierro. No puedo abrirla con magia.

—Ha cometido una tontería al encerrarnos —dijo Tata—. Yo nos hubiera hecho matar.

—Eso es porque, en el fondo, eres buena —le respondió Magrat—. Los buenos son inocentes y crean la justicia. Los malos son culpables, y por eso inventan la piedad.

—No, yo sé por qué lo ha hecho —replicó Yaya, lúgubre—. Para que sepamos que hemos perdido.

—Pero también dijo que íbamos a escapar —insistió Magrat—. No lo entiendo. ¡Debe saber que, al final siempre ganan los buenos!

—Sólo en los cuentos —contestóYaya mientras examinaba las bisagras de la puerta—. Y ella cree que controla los cuentos. Los hace girar en torno a su persona. Cree que es la buena.

—La verdad —suspiró Magrat—, a mí tampoco me gustan los pantanos. Si no fuera por lo de la rana y todo lo demás, comprendería a Lily…

—Entonces no eres más que una estúpida hada madrina —le espetó Yaya sin dejar de hurgar en la cerradura—. No se puede ir por la vida construyendo un mundo mejor para la gente. Sólo la gente puede construir un mundo mejor para la gente. De lo contrario, no se trata más que de una jaula. Además, no se puede construir un mundo mejor cortando cabezas y haciendo que chicas inocentes se casen con ranas.

—Pero el progreso… —empezó Magrat.

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