Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Y aquí estoy yo, pensó ella. Tendiendo trampas a los dioses.

En el multiverso, existen diferentes formas de vudú, porque es una religión que se puede construir con los ingredientes que se tengan más a mano. Pero todas esas formas tienen en común que intentan meter a un dios en el cuerpo de un ser humano.

Eso era estúpido, pensó la señora Gogol. Eso era peligroso.

El vudú de la señora Gogol funcionaba exactamente al contrario. ¿Qué era un dios? El punto focal de la fe. Si la gente tenía fe, el dios empezaba a crecer. Al principio era débil, pero si algo se aprendía del pantano era a tener paciencia. Y cualquier cosa servía como punto focal para un dios. Un puñado de plumas atadas con una cinta roja, una chaqueta y un sombrero colgados de unos palos… cualquier cosa. Porque, cuando todo lo que tenía la gente era prácticamente nada, cualquier cosa podía ser prácticamente todo. Y luego había que alimentarlo, y mimarlo, como una oca destinada a páté, y dejar que el poder creciera muy despacio, y cuando llegaba el momento había que abrir el sendero… hacia atrás. Era más fácil que un ser humano hiciera de dios que al contrario. Sí, más tarde habría que pagar el precio, pero eso era inevitable. Que la señora Gogol supiera, todo el mundo moría al final.

Bebió un sorbo de ron y pasó la jarra a Sábado.

Sábado bebió un trago, y pasó la jarra a algo que quizá tuviera manos.

—Empecemos —dijo la señora Gogol.

El hombre muerto cogió tres pequeños tambores, y empezó a tocarlos con un ritmo semejante a los latidos rápidos de un corazón.

Tras un rato, algo dio unos golpecitos a la señora Gogol en el hombro, y le pasó la jarra. Estaba vacía.

Era hora de comenzar…

—Lady Bon Anna me sonríe. El Señor Camino Seguro me protege. El Hombre que Camina a Zancadas me guía. Hotaloga Andrews me sostiene.

«Estoy entre la luz y la oscuridad, pero no importa, porque soy lo que hay entre la luz y la oscuridad.

»Aquí hay ron para vosotros. Aquí hay tabaco para vosotros. Aquí hay comida para vosotros. Aquí hay un hogar para vosotros.

»Ahora, escuchadme bien…»

… bong.

Para Magrat, fue como despertar de un sueño para encontrarse en medio de un sueño. Había estado soñando que bailaba con el hombre más guapo de la habitación, y… estaba bailando con el hombre más guapo de la habitación.

Lo único malo era que llevaba dos círculos de cristal ahumado ante los ojos.

Aunque Magrat era un corazón tierno, una soñadora compulsiva y, según Yaya Ceravieja, una mocosa, no sería bruja si no tuviera ciertos instintos y el suficiente sentido común como para confiar en ellos. Extendió el brazo y apartó aquellos cristales.

Magrat había visto ojos como aquellos en otras ocasiones, pero nunca en alguien que caminara sobre dos piernas.

Los pies de la joven, que hasta hacía un momento se habían estado moviendo grácilmente por la pista, se enredaron.

—Eh… —empezó.

Se dio cuenta de que las manos del hombre, rosadas, con una manicura perfecta, eran también frías y húmedas.

Magrat se dio media vuelta y echó a correr. El vestido se le enredaba entre las piernas. Aquellos estúpidos zapatos la hacían resbalar.

Un par de lacayos bloqueaban las escaleras que daban a la salida.

Magrat entrecerró los ojos. Lo único que le importaba era salir de allí.

—¡Kiaaa!

—¡Aaay!

Siguió corriendo, pero resbaló en la cima de las escaleras. Una zapatilla de cristal bajó tintineando por los peldaños de mármol.

—¿Cómo demonios se puede mover nadie con estas cosas? —gritó a quien quisiera oírla.

Saltando frenética a la pata coja, consiguió deshacerse de la otra zapatilla, y salió corriendo a la noche.

El príncipe caminó pausadamente hasta la cima de las escaleras, y recogió la zapatilla.

La sostuvo entre sus manos. La luz se reflejaba en las facetas.

Entre las sombras, Yaya Ceravieja se apoyó contra la pared. Todos los cuentos tenían un momento vital, y el de éste debía de estar próximo.

Se le daba bien entrar en las mentes de otras personas, pero ahora debía sumergirse en la suya propia. Se concentró. Más abajo, más al fondo… más allá de los pensamientos cotidianos, de las pequeñas preocupaciones… más deprisa, más deprisa…, a través de las capas de meditaciones profundas… más al fondo…, más allá de cosas encerradas y olvidadas, de viejas culpabilidades y temores reprimidos, no, ahora no tenía tiempo para ellos… más abajo…, allí… el hilo plateado del cuento. Ella había formado parte de él, era parte de él, o sea que el cuento tenía que formar parte de ella.

Asió el hilo.

Yaya detestaba todo aquello que predestinaba a la gente, que engañaba a las personas, que las hacía un poco menos humanas.

El cuento culebreaba como un cable de acero. Lo aferró.

Abrió los ojos, conmocionada. Dio un paso adelante.

—Disculpad, alteza. Cogió el zapato de manos del Duc y lo alzó por encima de su cabeza.

Su expresión de malévola satisfacción era espantosa.

Entonces, dejó caer el zapato.

Se hizo añicos contra los peldaños.

Un millar de fragmentos brillantes se dispersaron sobre el mármol.

Pese a lo retorcido que estaba a todo lo largo del espaciotiempo en forma de tortuga que conocemos por el nombre de Mundodisco, el cuento se estremeció. Un cabo suelto se agitó libre, restallando en la noche, tratando de dar con alguna secuencia de la que alimentarse…

En el claro, los árboles se movieron. También se movieron las sombras. Las sombras no deberían ser capaces de moverse, a menos que se moviera la luz. Pero éstas sí podían.

El sonido del tambor se interrumpió.

En el silencio, se oía de cuando en cuando el crepitar de la energía en la chaqueta colgada.

Sábado dio un paso adelante. En sus manos brillaron chispas cuando cogió la chaqueta y se la puso.

Su cuerpo se estremeció.

Erzulie Gogol dejó escapar una bocanada de aire.

—Estás aquí —dijo—. Sigues siendo tú. Eres tú mismo.

Sábado alzó las manos, con los puños apretados. De cuando en cuando un brazo o una pierna del zombi sufrían sacudidas, como si la energía contenida en su interior buscara una vía de escape. Pero la señora Gogol sabía que era él quien la controlaba.

—Pronto te resultará más fácil —lo tranquilizó con voz amable.

Sábado asintió.

La señora Gogol pensó que, con la energía que fluía por su interior, ahora tenía el mismo fuego que cuando estaba vivo. Ella sabía que no había sido un hombre particularmente bueno. Genua nunca fue un modelo de virtud cívica. Pero, al menos, jamás dijo a los ciudadanos que querían que los oprimiera, ni que todo lo hacía por su propio bien.

En torno al círculo, los habitantes de Nueva Genua —la antigua Nueva Genua— se arrodillaron o hicieron reverencias.

Él no había sido un gobernante magnánimo. Pero estaba bien en su lugar. Y cuando se había mostrado arbitrario, o arrogante, o cuando se había equivocado, nunca intentó dar a entender que existía alguna justificación para aquello, aparte del hecho de que era más importante, más fuerte y a menudo más cruel que los demás. Nunca trató de decir que se debía a que él era mejor. Y nunca intentó obligar a su pueblo a que fuera feliz, ni les impuso ningún tipo de felicidad. El pueblo invisible sabía que la felicidad no es el estado natural del ser humano, y que nunca se puede adquirir desde el exterior.

Sábado asintió de nuevo, esta vez satisfecho. Cuando abrió la boca, entre sus dientes había chispas. Y cuando vadeó el pantano, los caimanes se peleaban por apartarse de su camino.

Las cocinas del palacio estaban ahora en silencio. Las enormes bandejas de los asados, las cabezas de cerdos con manzanas dentro, las tartas de múltiples pisos, habían sido transportadas al piso superior hacía ya largo rato. Se oía un tintineo en los enormes fregaderos, al fondo de la habitación, donde algunas de las doncellas empezaban a lavar los platos.

La señora Pleasant, la cocinera, se había preparado un plato de mantarraya con salsa de cangrejos de río. No era la mejor cocinera de Genua (nadie podía ni empezar a compararse con el gumbo de la señora Gogol, la gente casi volvería de entre los muertos para probar el gumbo de la señora Gogol), pero la comparación era tan sutil como, por ejemplo, la diferencia entre diamantes y zafiros. Había hecho lo posible por cocinar un buen banquete, ya que tenía su orgullo profesional, pero no creía que se pudiera hacer gran cosa con unos simples trozos de carne.

La cocina típica de Genua, como la mejor cocina en cualquier lugar del multiverso, había evolucionado gracias a gente que se veía obligada a usar a la desesperada los ingredientes que sus amos no querían. A nadie se le habría ocurrido probar un nido de golondrina a menos que fuera imprescindible. Sólo el hambre más espantosa pudo hacer que alguien hincara el diente a su primer caimán. Nadie querría comer aleta de tiburón si tuviera otro trozo del tiburón para elegir.

Se sirvió un vaso de ron, y estaba a punto de coger la cuchara cuando presintió que alguien la observaba.

Era un hombre corpulento, con un traje de cuero negro, que la miraba desde el quicio de la puerta. Llevaba una máscara de gato en la mano.

La suya era una mirada muy directa. La señora Pleasant se descubrió a sí misma deseando haberse arreglado un poco el pelo, y llevar un vestido mejor.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué desea?

—Quierrro cooomida, sssseñora Pleasssant —dijo Greebo.

La señora Pleasant se lo quedó mirando. Últimamente había unos tipos muy raros por Genua. Éste en concreto debía de ser uno de los invitados para el baile, pero algo en él le resultaba muy…, muy familiar.

Greebo no era un gato feliz. La gente se había puesto de muy mal humor, total porque se había llevado un pavo asado de la mesa. Luego, la hembra delgada aquella no había dejado de sonreírle estúpidamente, diciéndole que lo vería más tarde en el jardín de rosas, y así no era como hacían las cosas los gatos, así que se había quedado todo confuso. Porque ni su cuerpo ni el de la mujer eran tampoco los cuerpos adecuados. Además, había muchos otros machos alrededor, demasiados.

Entonces, le había llegado el olor de la cocina. Los gatos gravitan hacia las cocinas igual que las rocas gravitan hacia la gravedad.

—¿No nos hemos visto en alguna parte? —inquirió la señora Pleasant.

Greebo no dijo nada. Había seguido a su nariz hasta un cuenco, sobre una de las mesas grandes.

—Quierrro —ronroneó.

—¿Cabezas de pescado? —se extrañó la cocinera.

En realidad, se suponía que eran basura, aunque ella tenía planes que incluían arroz y unas cuantas salsas especiales, y que las convertirían en uno de esos platos por los que los reyes van a la guerra.

—Quierrro —repitió Greebo.

La señora Pleasant se encogió de hombros.

—Si quiere usted cabezas crudas de pescado, puede cogerlas, joven —dijo.

Greebo cogió el cuenco, inseguro. Tampoco se le daba bien usar los dedos. Miró a su alrededor y, después, se metió bajo la mesa.

Desde la altura del suelo le llegaron a la señora Pleasant los sonidos de los mordiscos, y de unas uñas rascando el plato.

Greebo asomó un instante.

—¿Leeecheee? —sugirió.

La cocinera, fascinada, cogió la jarra de leche y una taza…

—Pllllatooo —pidió Greebo.

… y un plato.

La señora Pleasant se lo quedó mirando.

Greebo se bebió hasta la última gota de leche, y lamió los restos que le quedaron en los bigotes. Ahora se encontraba mucho mejor. Y allí ardía un buen fuego. Caminó hacia él como si andara sobre almohadas, se sentó, se escupió en la zarpa e intentó lavarse las orejas, cosa que no logró, porque, inexplicablemente, ni las orejas ni la zarpa tenían la forma acostumbrada. Así que se acurrucó lo mejor que pudo. Que no fue muy bien, ya que por lo visto también le pasaba algo en la columna vertebral.

Tras unos instantes, la señora Pleasant oyó un ruido grave, asmático.

Greebo estaba intentando ronronear.

Y, con aquella garganta, no había manera.

De un momento a otro iba a despertarse de muy mal humor, y querría pelearse contra lo que fuera.

La señora Pleasant siguió cenando. Pese al hecho de que un joven corpulento acababa de comerse un cuenco de cabezas de pescado, antes de beber a lametones un plato de leche, pese a que ese mismo joven estuviera incómodamente tumbado ante el fuego, se dio cuenta de que no sentía el menor miedo. De hecho, tenía que contenerse para no rascarle la barriguita.

Mientras corría por la alfombra roja que llevaba hacia la salida del palacio, hacia la libertad, Magrat se quitó la otra zapatilla. Ahora lo más importante era salir de allí. El «de» era mucho más importante que el «a».

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