Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Caminó como pudo, apoyándose en la pared. Alguien tendría que darle muchas explicaciones.

Una figura dobló la esquina del pasillo. Se iba pasando un muslo de pavo de una mano a otra.

—Perdone —empezó Lady Volentia—, ¿tendría usted la amabilidad de…?

Alzó la vista hacia la figura vestida de cuero, con un parche en el ojo y una sonrisa de corsario en los labios.

—¡Grrrlll!

—¡Oh, cielos!

Esto de bailar no tiene nada de difícil, se decía Yaya Ceravieja. Sólo hace falta moverse al ritmo de la música.

También le servía de gran ayuda la posibilidad de leer la mente de su pareja. Una vez superada esa etapa en la que te miras los pies, bailar es cuestión de instinto, y a las brujas se les da muy bien leer los instintos. Hubo unos segundos de confusión cuando el coronel intentó llevarla, pero el hombre se rindió pronto, en parte ante la negativa pura y simple de Yaya Ceravieja, pero sobre todo por las botas que llevaba.

Los zapatos de Lady Volentia D’Acuerdo no habían sido de su número. Además, Yaya sentía un gran apego hacia sus botas. Tenían complicadas hebillas de hierro, y punteras como arietes de batalla. Cuando se trataba de bailar, las botas de Yaya iban únicamente a donde les daba la gana.

Hizo dar vueltas a su impotente y ahora algo tullido acompañante, para llevarlo hacia Tata Ogg, que había conseguido un buen corro de espacio vacío a su alrededor. Lo que Yaya conseguía con un kilo de síncopa claveteada, Tata lo lograba con tan sólo su delantera.

Era una delantera amplia, experimentada, incontenible. Cuando Tata Ogg bajaba, la delantera subía. Cuando la bruja giraba hacia la derecha, aún no había terminado de describir un arco hacia la izquierda. Además, los pies de Tata se movían trazando complicadas figuras, al margen del ritmo de la música, de manera que, aunque su cuerpo se mecía a la velocidad del vals, sus pies hacían algo mucho más adecuado para una música de gaita. El efecto en general obligaba a su acompañante a bailar a varios metros de distancia, y muchas de las parejas que los rodeaban se habían detenido para observar con fascinación aquel espectáculo.

Yaya y su impotente acompañante pasaron girando junto a Tata.

—Deja de exhibirte —susurró Yaya justo antes de volver a desaparecer entre la multitud.

—¿Quién es su amiga? —preguntó Casavieja.

—Es… —empezó Tata.

Se oyó el sonido de las trompetas.

—Eso ha estado un poco desafinado —dijo Tata.

—No, significa que llega el Duc —le explicó Casavieja.

La orquesta dejó de tocar. Todas las parejas se giraron al unísono hacia la escalinata principal.

Dos figuras descendían por ella majestuosamente.

Cielo santo, qué tipo tan atractivo, se dijo Tata. Eso demuestra lo que siempre dice Esme, que no se debe uno fiar de las apariencias.

Y ella…

… ¿ésa era Lily Ceravieja?

La mujer no llevaba máscara.

Aparte de alguna que otra arruga o línea de personalidad, era el vivo retrato de Yaya Ceravieja.

Casi…

Tata se descubrió a sí misma buscando la cabeza de águila blanca entre la multitud. Todos estaban mirando en dirección a la escalinata, pero una persona concreta lo hacía como si sus ojos fueran lanzallamas.

Lily Ceravieja vestía de blanco. Hasta aquel día, a Tata Ogg no se le había ocurrido que pudiera haber diferentes colores blancos. Ahora, lo sabía. El blanco del vestido de Lily Ceravieja parecía luminoso. Tenía la sensación de que, si se apagaran todas las velas, el vestido de Lily brillaría. Tenía clase. Centelleaba, las mangas eran abombadas, y llevaba ribetes de encaje.

Y Tata Ogg hubo de admitirlo, Lily Ceravieja parecía más joven. Tenía la misma estructura ósea, la misma complexión delgada de los Ceravieja, pero parecía como menos…, menos gastada.

Si eso es lo que te pasa cuando eres mala, pensó Tata, podría habérseme ocurrido hace años. El precio del pecado es la muerte, pero la virtud se paga con idéntica moneda, y los malos por lo menos llegan pronto a casa los viernes.

En cambio, los ojos eran los mismos. En algún lugar del pasado genético de los Ceravieja había un zafiro. Quizá una mina entera.

El Duc era increíblemente atractivo. Pero claro, eso era comprensible. Iba de negro. Hasta sus ojos iban de negro.

Tata recuperó la compostura, y se abrió camino entre la multitud hasta llegar junto a Yaya Ceravieja.

—¿Esme?

Agarró a Yaya por el brazo.

—¿Esme?

—¿Mmm?

Tata se dio cuenta de que la gente se estaba moviendo, se abría como un mar, dejando un camino entre la escalinata y la chaiselongue al otro extremo de la sala.

Yaya Ceravieja tenía los nudillos tan blancos como el vestido.

—¿Esme? ¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Tata.

—Intento… detener… el… cuento… —respondió Yaya.

—Entonces, ¿qué hace ella?

—¡Está… dejando… que… continúe!

La multitud se separaba tras ellas. No parecía un gesto consciente. Era como si estuvieran formando un pasillo.

El príncipe lo recorrió con pasos lentos. Detrás de Lily, unas imágenes tenues se formaban en el aire, de manera que parecía que la siguiera una procesión de fantasmas.

Magrat se levantó.

Tata se dio cuenta de que el aire se teñía de un color iridisado. Hasta le pareció oír el trinar de los ruiseñores.

El príncipe tomó la mano de Magrat.

Tata alzó la vista hacia Lily Ceravieja, que se había quedado en la escalinata, y sonreía.

Luego, intentó concentrarse para ver el futuro.

Le resultó espantosamente fácil.

Por lo general, el futuro se ramifica constantemente, y sólo se puede tener una idea nebulosa de lo que quizá vaya a suceder, aunque uno sea tan sensible a las distorsiones temporales como lo son las brujas. Pero aquí había cuentos enroscados en el árbol de los acontecimientos, y le estaban dando nueva forma.

Yaya Ceravieja no habría sabido lo que era una pauta de inevitabilidad cuántica ni aunque se la encontrara comiéndose su cena. Si alguien le mencionara las palabras «paradigmas espaciotemporales», ella se limitaría a replicar «¿Qué?». Pero eso no quería decir que fuera una ignorante. Sólo quería decir que no tenía ningún trato con las palabras, y menos con la jerigonza. En cambio, sabía perfectamente que ciertas cosas suceden siempre en la historia humana, se repiten como clichés tridimensionales. Son los cuentos.

—¡Y ahora formamos parte de él! —dijo Yaya—. ¡Y no lo puedo detener! ¡Tiene que haber un lugar donde pueda interrumpirlo, pero no lo encuentro!

La banda empezó a tocar. Ahora sonaba un vals.

Magrat y el príncipe giraron por la pista de baile, sin dejar de mirarse el uno al otro. Después, unas cuantas parejas se atrevieron a imitarlos. Y luego, como si el baile entero fuera una maquinaria a la que acabaran de dar cuerda de nuevo, la pista se llenó de parejas, y los sonidos de las conversaciones volvieron a poblar el ambiente.

—¿No me va a presentar a su amiga? —dijo Casavieja, desde la altura del codo de Tata.

Los invitados pasaban a su alrededor.

—Todo esto tiene que suceder —siguió Yaya, sin hacer caso de la interrupción—. Todo. El beso, el reloj que da la medianoche, el hecho de que ella huya y pierda la zapatilla de cristal… Todo.

—Puaj. —Tata puso cara de asco y se apoyó sobre la cabeza de su acompañante—. Preferiría lamer a un sapo.

—Es justo mi tipo —insistió Casavieja, con voz algo ahogada—. Siempre me he sentido atraído por las mujeres dominantes.

Las dos brujas observaron a los dos jóvenes que bailaban sin dejar de mirarse a los ojos.

—No me costaría nada ponerles la zancadilla —sugirió Tata.

—No, no es así como debe suceder.

—Bueno, Magrat es una muchacha sensata…, más o menos sensata —se corrigió Tata—. Puede que se de cuenta de que algo va mal.

—Lo que hago, lo hago bien, Gytha Ogg —replicó Yaya—. No se dará cuenta de nada hasta que el reloj dé las doce.

Ambas se volvieron y alzaron la vista. Apenas eran las nueve.

—¿Sabes? —empezó Tata Ogg—. Los relojes no dan la medianoche. A mí me parece que dan las doce. O sea, en mi opinión, es cuestión del número de «bongs».

Miraron de nuevo el reloj.

En el pantano, Legba, el gallo negro, cacareó. Siempre cacareaba al anochecer.

Tata Ogg subió apresuradamente otro tramo de escaleras, y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento.

Tenía que estar en algún lugar, por allí cerca.

—Así aprenderás a tener la boca cerrada, Gytha Ogg —murmuró.

—Supongo que nos alejamos del jaleo del baile para tener un tête-à-tête íntimo por aquí —dijo un esperanzado Casavieja, que trotaba tras ella.

Tata intentó hacer caso omiso del hombrecillo, y siguió corriendo por un pasillo polvoriento. A un lado había una galería desde donde se divisaba la pista de baile. Y al fondo…

… una pequeña puerta de madera.

La abrió bruscamente de un codazo. En la habitación, el mecanismo funcionaba con un ruido suave, al ritmo de las figuras que bailaban abajo, como si el reloj las estuviera moviendo. Cosa que era cierta, al menos en un sentido metafórico.

Relojes, pensó Tata. Una vez comprendes los relojes, lo comprendes todo.[XLI]

Maldita sea, ojalá supiera yo algo de relojes.

—Un lugar muy íntimo —dijo Casavieja con aprobación.

Tata se metió entre la maquinaria del reloj. Los engranajes giraban a la altura de su nariz.

Se los quedó mirando un instante.

Canastos. Y todo aquello para cortar el Tiempo en pedacitos.

—Quizá no sea de lo más acogedor —siguió Casavieja, desde debajo de su sobaco—. Pero no se preocupe, señora. Recuerdo una ocasión en Quirm, fue en un palanquín…

Veamos, pensó Tata. Esto de aquí está conectado con eso de allá, esto gira, y eso otro gira aún más deprisa, esta ruedecita se mueve adelante y atrás…

Oh, demonios. Retuerce lo primero que encuentres, como dijo el sumo sacerdote a la virgen vestal.[25]

Tata Ogg se escupió en las manos, agarró el engranaje más grande que encontró, y lo retorció en su eje.

El engranaje siguió girando, arrastrándola en su movimiento.

Rayos. Oh, bueno…

Entonces, hizo algo en lo que ni Yaya Ceravieja ni Magrat Ajostiernos habrían pensado jamás en aquellas circunstancias. Pero los viajes de Tata Ogg por el mar de las relaciones intersexuales habían dado un par de vueltas al Mundodisco, y ella no veía nada de humillante en pedir ayuda a un hombre.

Sonrió afectadamente a Casavieja.

—Estaríamos mucho más cómodos en nuestro pequeño pie-deterre si pudiera usted hacer girar un poco esta ruedecita —dijo—. Estoy segura de que podrá, con lo fuerte que es —añadió.

—Oh, por supuesto que sí, mi querida señora —asintió Casavieja.

Alzó una mano. Los enanos son terriblemente fuertes para su estatura. El engranaje no pareció ofrecerle la menor resistencia.

En algún lugar del complicado mecanismo, algo defendió su terreno unos instantes, y luego hizo clonk. Unas enormes ruedas se pusieron a girar de mala gana. Otras más pequeñas chirriaron en sus ejes. Una pieza, diminuta pero vital, se soltó y fue a golpear la cabeza de Casavieja.

Y, mucho más deprisa de lo que había pretendido la naturaleza, las manecillas giraron en el reloj.

Un nuevo ruido sonó en la parte superior, e hizo que Tata Ogg alzara la vista.

Su expresión de satisfacción se desvaneció al instante. El martillito que daba las horas retrocedía lentamente. Tata cayó en la cuenta de que se encontraba justo debajo de la campana…, en el momento en que la campana empezó a sonar.

Bong…

—¡Oh, mierda!

… bong…

… bong…

… bong…

La niebla serpenteaba sobre el pantano. En su interior se movían sombras, sus formas resultaban difusas en esta noche en que la diferencia entre los vivos y los muertos no era más que cuestión de tiempo.

La señora Gogol podía sentirlos entre los árboles. Sin hogar. Hambrientos. Silenciosos. Olvidados por los hombres y por los dioses. Eran los habitantes de las nieblas y del barro, cuya única fuerza yacía pasada la debilidad, cuyas creencias eran tan desvencijadas como sus techos. Y la gente de la ciudad…, no la que vivía en las grandes casas blancas e iba a los bailes en hermosos carruajes. La otra gente. Eran las personas de las que nunca se habla en los cuentos. A los cuentos no les importan en absoluto esos porqueros que siguen siendo pobres, ni los humildes zapateros cuyo destino es morir un poco más pobres y mucho más humildes.

Ésa era la gente que hacía funcionar el reino mágico, que cocinaba sus comidas y barría sus suelos, la que se llevaba la basura por la noche, la que aportaba los rostros para la multitud cuyos deseos y sueños, pese a su pequeñez, no tenían la menor importancia. Eran los invisibles.

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