Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Se quedó sin voz.

Yaya contemplaba fijamente la tapadera del suelo, y se rascaba la barbilla.

—Míralo de esta manera —empezó Tata, tratando de ser razonable pese a todas las posibilidades en contra—. ¿Qué podemos encontrar ahí abajo que sea peor que lo que nos estamos imaginando?

Agarraron un asa cada una.

Cinco minutos más tarde, Yaya Ceravieja y Tata Ogg salieron del dormitorio del Duc. Yaya cerró la puerta, lo más silenciosamente posible.

Se miraron.

—Canastos —dijo Tata, con la cara aún pálida.

—Sí —asintió Yaya—. ¡Cuentos!

—Había oído hablar de… ya sabes, de gente como él. Pero nunca me lo había creído. Puaj. Me gustaría saber qué aspecto tiene.

—Seguro que, a simple vista, no se le nota —replicó Yaya.

—Bueno, al menos ahora se entiende lo de las moscas —dijo Tata Ogg.

De pronto, se llevó la mano a la boca, horrorizada.

—¡Y nuestra Magrat está ahí abajo, con él! —exclamó—. ¡Y ya sabes lo que va a suceder! Se conocerán, y se…

—Hay cientos de personas con ellos —la tranquilizó Yaya—. No es lo que se dice un encuentro íntimo.

—Sí, pero…, no sé, sólo con pensar en él, sólo con pensar en que la toca…, mira, es como coger un…

—¿Crees que Enta sirve como princesa? —preguntó Yaya.

—¿Qué? Ah, sí. Probablemente. Esto es el extranjero. ¿Por qué?

—Entonces, eso quiere decir que aquí hay más de un cuento en marcha ahora mismo. Lily está dejando que se desarrollen varios a la vez —respondió Yaya—. Piensalo bien. Lo que importa no es que se toquen. Lo definitivo es que se besen.

—¡Tenemos que ir ahí abajo! —exclamó Tata—. ¡Tenemos que impedirlo! Oye, tú ya me conoces, no soy ninguna mojigata, pero… puaj…

—¡Eh! ¡Anciana!

Se volvieron. Una mujer regordeta, que llevaba un vestido rojo y una imponente peluca blanca, las miraba con arrogancia desde detrás de una máscara de zorro.

—¿Sí? —replicó Yaya.

—Sí, mi señora —la corrigió la mujer gorda—. ¿Es que no tiene educación? Le ordeno que me guíe inmediatamente a los aseos! ¿Qué demonios se cree que hace?

Esta última frase iba dirigida a Tata Ogg, que caminaba en torno a ella y examinaba su vestido con ojo crítico.

—¿Qué talla usa, la 20 o la 22? —prtguntó Tata.

—¿Eh? ¿Qué significa esta impertinencia?

Tata Ogg se rascó la barbilla con gesto pensativo.

—No sé, no sé —dijo—. Nunca me ha sentado muy bien el color rojo en los vestidos. No tendrá nada azul, ¿verdad?

La mujer, colérica, se volvió para golpear a Tata con el abanico, pero una mano huesuda le dio unos golpecitos en el hombro.

Alzó la vista hacia el rostro de Yaya.

Mientras perdía el conocimiento en medio de una neblina onírica, oyó una voz, muy lejos, que decía: «Bueno, no me queda mal. Pero a mí que no me diga que usa una talla 20. Y si yo tuviera una casa como la suya, no se me ocurriría vestirme de rojo…».

Lady Volentia D’Acuerdo se relajó en el santuario de los aseos de señoras. Se quitó la máscara, y pescó un lunar postizo de las profundidades de su escote. Luego se dedicó a intentar ajustarse el polisón, un ejercicio especialmente útil para provocar la forma de gimnasia femenina más ridícula en cualquier mundo, excepto en aquellos donde se han inventado los pantys.

Aparte de ser un parásito tan adaptado al medio ambiente como el cornezuelo del centeno, Lady Volentia D’Acuerdo era, en general una persona bondadosa. Siempre asistía a las fiestas para recoger fondos con fines caritativos, y estaba empeñada en conocer a casi todos sus criados por su nombre. Al menos, a los criados más limpios. Casi siempre era bondadosa con los animales, incluso con los niños, siempre que se hubieran lavado y no organizaran mucho jaleo. En resumidas cuentas, no se merecía lo que estaba a punto de sucederle, que era el destino que la Madre Naturaleza tenía reservado para cualquier mujer que se encontrara en aquella habitación esa noche, y que tuviera casualmente unas medidas semejantes a las de Yaya Ceravieja.

Se dio cuenta de que había alguien detrás de ella.

—Disculpe, señora.

Resultó que era una repulsiva mujercita menuda, de clase baja, que lucía una amplia sonrisa.

—¿Qué quiere, anciana? —preguntó Lady Volentia.

—Disculpe —repitió Tata Ogg—, pero es que mi amiga querría decirle una cosita.

Lady Volentia volvió la vista con altanería hacia…

… el vacío gélido, hipnótico, de unos ojos azules.

—¿Qué es esta cosa con forma de cu… con forma de trasero?

—Es un polisón, Esme.

—Es una auténtica molestia, eso es lo que es. Me da la sensación de que me sigue alguien.

—Bueno, pero el traje te queda bien.

—No me queda bien. El negro es el único color decente para una bruja. Y esta peluca da un calor de mil diablos. ¿Por qué demonios se ponen medio metro de pelo sobre la cabeza?

Yaya se ajustó la máscara. Era una cara de águila, con plumas blancas salpicadas de lentejuelas.

Tata se arregló un apuntalado innombrable por debajo de la crinolina, y se irguió.

—Canastos, qué pinta tenemos —dijo—. Esas plumas del pelo te quedan de maravilla.

—Nunca he sido vanidosa —replicó Yaya Ceravieja—. Tú lo sabes bien, Gytha. Nadie puede decir que yo sea vanidosa.

—No, Esme —asintió Tata Ogg.

Yaya dio un par de pasos.

—Bien, Lady Ogg, ¿está preparada? —preguntó.

—Sí. Adelante, Lady Ceravieja.

La pista de baile estaba abarrotada. Los ornamentos colgaban de todas las columnas, pero eran negros y plateados, los colores del festival de la Samedi Nuit Mort. Una orquesta tocaba desde la galería. Los bailarines se deslizaban por la pista. El bullicio era terrible.

Un camarero con una bandeja de bebidas se encontró de repente con que era un camarero sin una bandeja de bebidas. Miró a su alrededor, y luego bajó la vista hacia un pequeño zorro bajo una enorme peluca blanca.

—Venga, largo, mueve el culo, ve a traernos más —dijo amablemente Tata—. ¿La ves, Lady Ceravieja?

—Hay demasiada gente.

—Bueno, ¿y ves al Duc?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Todo el mundo va enmascarado!

—Oye, ¿eso de allí es comida?

Gran parte de la nobleza de Genua, la que tenía menos energía y más apetito, se había arremolinado en torno a la larga mesa del buffet. Todos se apercibieron de que entraban en juego un par de eficaces codos a la altura del pecho, y de frases atentas del estilo de «… aparta, que mancho… a un lado…, cuidado, que voy…».

Tata se abrió camino hasta la mesa, e incluso hizo espacio a codazos para Yaya Ceravieja.

—Canastos, qué fiesta, ¿eh? —dijo—. Oye, qué pollos tan pequeñitos tienen aquí, en el extranjero.

Cogió un plato.

—Son codornices.

—Me tomaré tres. ¡Eh, charlie chan, aquí!

Un lacayo la miró.

—¿Tenéis encurtidos?

—Mucho me temo que no, señora.

Tata Ogg examinó atentamente la mesa, donde había cisnes asados, un pavo real braseado que seguramente no se habría sentido mejor aunque supiera que las plumas de su cola iban a adornar el plato, y más frutas, langostas cocidas, frutos secos, pasteles, cremas y dulces que en el sueño de un ermitaño.

—Bueno, ¿algún condimento?

—No, señora.

—¿Ni siquiera ketchup?

—No, señora.

—¡Y dicen que esto es el paraíso de los grumetes! —refunfuñó Tata, mientras la orquesta atacaba la siguiente pieza.

Dio un codazo a una alta figura que se estaba sirviendo langosta.

—Qué lugar, ¿eh?

MUY AGRADABLE.

—Lleva una máscara preciosa.

GRACIAS.

Tata se volvió al sentir la mano de Yaya Ceravieja en el hombro.

—¡Ahí está Magrat!

—¿Dónde? ¿Dónde?

—Allí…, sentada bajo los potos.

—Ah, sí. En la cheslón —asintió Tata—. Así se dice sofá en extranjero, ¿sabes? —añadió.

—¿Qué hace?

—Creo que está siendo atractiva para los hombres.

—¿Quién? ¿Magrat?

—Sí. Se te da de maravilla el hipnotismo, chica.

Magrat agitó el abanico y alzó la vista hacia el Compte de Yoyo.

—Por supuesto, gentil caballero —decía—. Si se empeña, puede traerme usted otro plato de huevos de alondra.

—¡Voy como el rayo, mi querida señorita!

El anciano se precipitó hacia la mesa del buffet.

Magrat examinó a su legión de admiradores, y luego tendió una mano lánguida hacia el Capitán de Vere, de la Guardia del Palacio. El hombre se puso firme.

—Mi querido capitán —dijo ella—, tendrá usted el honor de que le conceda el próximo baile.

—Se comporta como una pícara —dijo Yaya con tono desaprobador.

Tata la miró.

—No es para tanto —dijo—. Además, un poco de picardía nunca ha matado a nadie. Por lo menos, ninguno de esos hombres tiene pinta de ser el Duc. Oiga, ¿qué hace?

La última parte de la frase iba dirigida a un hombrecillo menudo y calvo, que intentaba discretamente poner un pequeño caballete delante de ellas.

—Eh…, si las señoras me hacen el favor de estarse quietas un instante —pidió con timidez—. Ya saben, es para el grabado.

—¿Qué grabado? —quiso saber Yaya Ceravieja.

—Ya saben —repitió el hombre, al tiempo que sacaba una navajita—. A todo el mundo le gusta ver su grabado en los bandos después de un baile como éste. «Lady Nosequé compartiendo un chiste con Lord Nosecuántos», y todas esas cosas.

Yaya Ceravieja abrió la boca para replicar algo, pero Tata Ogg le puso la mano suavemente sobre el brazo. Se relajó un poco, y buscó algo más adecuado que responder.

—Me sé un chiste sobre bocadillos de caimanes —ofreció, al tiempo que se sacudía la mano de Tata—. Va un hombre que está en una taberna y dice: «¿Venden bocadillos de caimán?», y el otro hombre le dice que sí, y el primero dice: «¡Pues póngame mucho pan en el bocadillo!».

Los miró con gesto triunfal.

—¿Sí? —dijo el grabador, sin dejar de trabajar a toda velocidad—. ¿Y qué pasa luego?

Tata Ogg se apresuró a llevarse a Yaya, buscando cualquier cosa que la distrajera.

—Hay gente que no entiende los chistes —se quejó Yaya.

Mientras la orquesta daba comienzo a otra pieza, Tata Ogg rebuscó en el bolso y dio con el carnet de baile que había pertenecido a una mujer que ahora dormía tranquilamente en una habitación lejana,

—Le toca a… —entrecerró los ojos para leer la caligrafía diminuta—. A Sir Roger el Cubrecamas.[XXXVIII]

—¿Señora?

Yaya Ceravieja miró a su alrededor. Un militar regordete, con grandes bigotes, le estaba dedicando una reverencia. Tenía pinta de ser un hombre risueño.

—¿Sí?

—Me prometió usted el honor de este baile, señora.

—Seguro que no.

El hombre pareció desconcertado.

—Pero, Lady D’Acuerdo, le aseguro que… su carnet… soy el Coronel Moutarde…[XXXIX]

Yaya lo miró con desconfianza, y luego leyó la tarjetita que llevaba prendida en el abanico.

—Oh.

—¿Sabes bailar? —le susurró Tata.

—Por supuesto.

—Pues nunca te he visto en un baile.

Yaya Ceravieja había estado a punto de darle al coronel la excusa más educada que se le ocurriera. Pero, ahora, echó los hombros hacia atrás con gesto desafiante.

—Una bruja puede hacer todo lo que se proponga, Gytha Ogg. Vamos, señor coronel.

Tata observó a la pareja que desaparecía entre la multitud.

—Hola, señora zorro —dijo una voz tras ella.

Se volvió. Allí no había nadie.

—Aquí abajo.

Bajó la vista.

Un hombrecillo diminuto, que vestía el uniforme de capitán de la guardia de palacio, con una peluca empolvada, le dirigió una amplia sonrisa.

—Mi nombre es Casavieja —dijo—. Se dice que soy el amante más grande del mundo. ¿A usted qué le parece?[XL]

Tata Ogg lo miró de arriba abajo, o mejor dicho, de abajo a aún más abajo.

—Es un enano —señaló.

—El tamaño no importa.

Tata Ogg consideró su situación. Una colega, famosa por su timidez y mutismo, se comportaba en aquellos momentos como una comosellamara, como aquella reina que siempre estaba jugando con los hombres y bañándose en leche de burra; la otra se comportaba de la manera más extraña, bailaba con un hombre, aunque no sabía distinguir un pie del otro. Tata Ogg sintió que se debía una pequeña recompensa, un poco de tiempo para ser ella misma.

—¿Sabe bailar? —preguntó, algo cansada.

—Oh, sí. ¿Quiere salir conmigo?

—¿Qué edad cree que tengo? —preguntó Tata.

Casavieja meditó un instante.

—Bien, de acuerdo. ¿Dónde nos vemos?

Tata suspiró y bajó la mano para coger la del hombrecillo.

—Venga, a la pista.

Lady Volentia D’Acuerdo se tambaleaba por un pasillo. Era una silueta flaca, melancólica, envuelta en complicada corsetería y ropa interior que le llegaba a los tobillos.

No sabía a ciencia cierta qué había pasado. Primero estaba aquella espantosa mujer, y luego tuvo esa sensación de felicidad absoluta, y después… después se encontró sentada en la alfombra, sin el vestido. En su aburrida vida, Lady Volentia había asistido a suficientes bailes como para saber que a veces te despiertas en habitaciones extrañas y sin el vestido, pero eso solía ser más avanzada la noche, y al menos conservabas cierto recuerdo de los motivos que te habían llevado a tal situación…

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