Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Magrat estaba tan alucinada con sólo imaginarse a Tata de aquella guisa, que obedeció sin pensar cuando Yaya Ceravieja dijo: Mírame, Magrat Ajostiernos.

El carruaje calabaza entró por el camino del palacio a toda velocidad, haciendo que caballos y viandantes se apartaran de un salto y frenó bruscamente junto a las escaleras entre una lluvia de gravilla

—Ha sido divertido —dijo Greebo.

Luego, perdió todo el interés.

Un par de lacayos corrieron a abrir la puerta, y casi cayeron de espaldas ante la fuerza bruta de la arrogancia que emanaba del interior.

—¡Más deprisa, plebeyos!

Magrat bajó del carruaje, empujando al mayordomo que pretendía ayudarla. Se recogió la falda y subió corriendo por la alfombra roja. En la cima de las escaleras, un muchacho cometió la estupidez de pedirle la entrada.

—¡Lacayo impertinente!

El criado, reconociendo al instante los malos modales de los que han recibido una esmerada educación, retrocedió a toda velocidad.

—¿No crees que te has pasado un poquitín? —Preguntó Tata Ogg abajo, en el coche.

—Era necesario —asintió Yaya—. Conozco muy bien a Magrat.

—¿Y cómo vamos a entrar nosotras? No tenemos invitaciones. Y además, tampoco vamos vestidas para las circunstancias.

—Coge las escobas del pescante —replicó Yaya—. Iremos directas a la cima.

Tomaron tierra entre los almenajes de una torre desde donde se divisaban los alrededores del palacio. Los acordes de música les llegaban desde abajo, y de cuando en cuando los fuegos artificiales iluminaban el cielo sobre el río.

Yaya abrió la puerta que mejor le pareció, y descendieron por la escalera de caracol hasta llegar a un rellano.

—Qué alfombra tan cursi hay en el suelo —dijo Tata—. ¿Por qué ponen también alfombras en las paredes?

—Se llaman tapices —le aclaró Yaya.

—Caray —asintió Tata—, nunca te acostarás sin saber una cosa más. Bueno, al menos yo.

Yaya se detuvo con la mano sobre el pestillo de la siguiente puerta.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no sabía que tuvieras una hermana.

—Es que nunca hablamos de ella.

—Es una pena que las familias se rompan de esa manera —suspiró

—¡Ja! Tú decías que tu hermana Beryl era una ingrata avariciosa con tanto cerebro como una ostra.

—Sí, pero es mi hermana.

Yaya abrió la puerta.

—Vaya, vaya —dijo.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? No te quedes ahí en medio.

Tata trató de mirar hacia la habitación.

—Vayaaa… —dijo.

Magrat se detuvo en la gran antesala de terciopelo rojo. En su cabeza, extraños pensamientos estallaban como fuegos artificiales. No se había vuelto a sentir así desde que bebió el vino de hierbas. Pero, entre todo aquello, como una prosaica patatita en medio de un ramo de psicodélicos crisantemos, había una tenue voz interior que le gritaba que ella ni siquiera sabía bailar. Sólo en corros.

Pero no podía ser tan difícil si la gente vulgar aprendía enseguida.

La diminuta Magrat interior, que luchaba por mantener el equilibrio en medio de aquella avalancha de seguridad, se preguntó si Yaya Ceravieja se sentiría siempre así.

Se subió ligeramente el borde del vestido, y se miró los zapatos.

No podían ser de cristal de verdad, si no en aquellos momentos ya estaría cojeando hacia cualquier clínica de primeros auxilios. Ni siquiera eran transparentes. El pie humano es un apéndice muy útil, pero no es, más que para algunas personas con intereses muy concretos, particularmente atractivo.

Los zapatos eran espejos. Docenas de facetas reflejaban la luz.

Dos espejos en los pies. Magrat recordó vagamente algo sobre…, sobre que una bruja nunca debía ponerse entre dos espejos, ¿era eso? ¿O que no había que confiar en los hombres con cejas rojas? Algo que le habían enseñado en otros tiempos, cuando era una persona vulgar. Algo como que…, como que una bruja no debía ponerse entre dos espejos, porque… porque…, porque la persona que saliera podía no ser la misma que había entrado. O algo por el estilo. Como que…, como que te distribuyes entre las imágenes, te roban cachitos del alma, y en las imágenes más lejanas puede cobrar forma una parte oscura de ti, que luego te persigue si no andas con mucho cuidado. O algo por el estilo.

Desechó la idea. No tenía importancia.

Dio un paso al frente, hacia donde un grupito de invitados aguardaba para hacer su entrada.

—¡Lord Henry Gota y Lady Gota!

La sala de baile no era en absoluto una sala de baile, sino más bien un patio abierto al tibio aire de la noche. Unas escaleras descendían hacia él. Al otro extremo, una escalinata mucho más amplia, bordeada por antorchas parpadeantes, llevaba al palacio en sí. En otra pared, enorme, a la vista de todos, había un reloj.

—¡El Honorable Douglas Incesante!

Eran las ocho menos cuarto. Magrat recordaba vagamente algo sobre una anciana gritando no sé qué sobre la hora, pero… aquello tampoco tenía importancia.

—¡Lady Volentia D’Acuerdo!

Llegó su turno en la cima de las escaleras. El mayordomo que anunciaba a los recién llegados la miró de arriba abajo, y luego, con el tono de quien ha recibido instrucciones detalladas durante toda la tarde sobre este momento en concreto, gritó:

—Eh… ¡Una bella y misteriosa desconocida!

En el patio, el silencio se esparció como un bote de pintura derramada. Quinientas cabezas se volvieron para mirar a Magrat.

Un día antes, la sola idea de tener a quinientas personas mirándola habría hecho que Magrat se fundiera como la mantequilla en un horno. En cambio, ahora, devolvió la mirada, sonrió y alzó la barbilla con altivez.

Su abanico se abrió como un pistoletazo.

La bella y misteriosa desconocida, Hija de Simplicia Ajostiernos, nieta de Araminta Ajostiernos, rebosante de autoconfianza…

… dio un paso al frente.

Un momento después, otro invitado pasó junto al mayordomo.

El mayordomo titubeó. Aquella figura tenía un algo preocupante. No conseguía distinguirla bien. Ni siquiera estaba del todo seguro de estarla viendo.

Luego, su sentido común, que se había ido a esconder debajo de la cama durante un rato, volvió a entrar en acción. Al fin y al cabo, era la Samedi Nuit Mort. La gente siempre se disfrazaba de cosas raras. Era posible ver a personas así.

—Disculpe, señor —dijo—. ¿A quién anuncio?

ESTOY AQUí DE INCóGNITO.

El mayordomo estaba seguro de que nadie había dicho nada, pero también de que había oído las palabras.

—Eh…, bueno… —titubeó—. Bueno, pues… pase. —Se animó un poco—. Es una máscara estupenda, señor.

Vio cómo la oscura figura descendía por los escalones, y se apoyó contra una columna.

Bueno, pues ya había terminado. Se sacó un pañuelo del bolsillo, se quitó la peluca empolvada y se secó la frente. Se sentía como si acabara de escapar por los pelos. Y, peor aún, no sabía de qué.

Miró a su alrededor con cautela. Luego, se dirigió a la antesala para ocupar su lugar tras los cortinajes de terciopelo, donde podría disfrutar de un cigarrito tranquilo.

Casi se lo tragó cuando otra figura recorrió en silencio la alfombra roja. Vestía como un pirata que acabara de abordar un barco con un cargamento de cuero negro para el cliente selectivo. Llevaba un ojo cubierto por un parche. El otro brillaba como una esmeralda malévola. Y nadie tan corpulento tenía derecho a caminar de manera tan silenciosa.

El mayordomo se colocó la colilla detrás de la oreja.

—Disculpe, señor —dijo, echando a correr tras el hombre y agarrándolo firme pero respetuosamente por el brazo—, tiene que dejarme su invi…, su invi…

El hombre transfirió la mirada a la mano que le sujetaba el brazo. El mayordomo lo soltó a toda velocidad.

—¿Grrrllll?

—Su… entrada…

El hombre abrió la boca y siseó.

—Por supuesto —dijo el mayordomo, al tiempo que retrocedía con la eficiente velocidad de aquellos a los que no se les paga lo suficiente como para hacer frente a locos de dientes como agujas vestidos de cuero negro—. Debe de ser usted un amigo del Duc, ¿verdad?

—Grrrlll.

—Por supuesto…, por supuesto… pero el señor ha olvidado… la máscara… Tenga, señor…

—¿GrrrIll?

El mayordomo señaló con mano temblorosa una mesita lateral, donde se amontonaban máscaras variadas.

—El Duc ha pedido que todo el mundo vaya enmascarado —susurró—. Eh…, espero que el señor encuentre algo de su gusto…

Siempre hay gente así, pensó. En la invitación pone «Masque» en grandes letras góticas, y doradas, encima, pero siempre hay unos cuantos imbéciles que se creen que ése es el nombre del remitente. En este caso concreto, el individuo debía de haber estado saqueando ciudades en la época en que los demás aprendían a leer.

El hombre alto examinó las máscaras. Los invitados más madrugadores se habían llevado todas las buenas, pero eso no pareció importarle

Señaló.

—Quiero esa.

—Eh… una… una excelente elección, señor. Si me permite que le ayude a…

—¡Grrrlll!

El mayordomo retrocedió, agarrándose el brazo.

El hombre lo miró. Luego, se colocó la máscara sobre la cabeza, y se miró al espejo a través del agujero del ojo bueno.

Qué extraño, pensó el mayordomo. No es del tipo de máscaras que eligen los hombres. Les gustan más los cráneos, los pájaros, los toros y esas cosas. Pero no los gatos.

Lo más extraño era que la máscara había sido un adorable gatito color naranja mientras estaba sobre la mesa. Cuando se la puso aquel hombre pasó a ser… una cabeza de gato, sí, todavía lo era, sólo que mucho más… mucho más felina, y mucho más salvaje.

—Ssssiempgeee dessseé ssserg anaranjado —dijo el hombre.

—A usted le queda muy bien, señor —tartamudeó el mayordomo.

El hombre con cabeza de gato movió la cara a un lado y a otro, evidentemente encantado con lo que veía.

Greebo ronroneó suavemente, satisfecho consigo mismo, y deambuló hacia la sala de baile. Quería algo que comer, alguien con quien pelear, y después… bueno, después ya vería.

Para los lobos, los cerdos y los osos, creer que son humanos es una tragedia. Para un gato, es toda una experiencia.

Además, esta nueva forma era mucho más divertida. Hacía más de diez minutos que nadie le tiraba una bota vieja.

Las dos brujas escudriñaron la habitación.

—Qué extraño —dijo Tata Ogg—. No es exactamente lo que una espera encontrar en un dormitorio real.

—¿Esto es un dormitorio real?

—Hay una coronita dibujada en la puerta.

—Oh.

Yaya examinó la decoración.

—¿Qué sabes tú de dormitorios reales? —preguntó, más que nada por decir algo—. Nunca has estado en un dormitorio real.

—Puede que sí —replicó Tata.

—¡Seguro que no!

—¿Te acuerdas de la coronación del joven Verence? ¿Cuando nos invitaron a todas al palacio? —dijo Tata—. Bueno, pues cuando tuve que ir al… a empolvarme la nariz, vi una puerta abierta, y me metí por ahí, y estuve un rato cotilleando.

—Eso es traición. Te podrían meter en la cárcel —dijo Yaya con severidad—. ¿Cómo era aquello? —añadió.

—Muy acogedor. La tonta de Magrat no sabe lo que se está perdiendo. Y era mucho mejor que esto, desde luego —replicó Tata.

El color imperante era el verde. Paredes verdes, suelo verde. Había un armario y una mesita de servicio. Hasta una alfombra junto a la cama, también verde. La luz se filtraba a través de una ventana de cristal verdoso.

—Es como estar en el fondo de un estanque —señaló Tata. Se sacudió un insecto. ¡Y hay moscas por todas partes! —Hizo una pausa, como si estuviera muy concentrada—. Mmm…

—Sí, es como un estanque —asintió Tata.

Había moscas por todas partes. Zumbaban, se estrellaban contra la ventana, zigzagueaban sin rumbo bajo el techo.

—Como un estanque —insistió Tata, a quien, a falta de nada mejor, no le importaba oír muchas veces el sonido de su propia voz.

—Ya te he oído —replicó Yaya.

Dio un manotazo a un moscardón azul.

—Además, en un dormitorio real no tendría que haber moscas —refunfuñó Tata.

—Y cabría pensar que encontraríamos una cama por algún lado —asintió Yaya.

Pero no había ninguna cama. Lo que sí había, y empezaba a picarles la curiosidad, era una enorme tapadera de madera en el suelo. Medía cosa de metro ochenta de diámetro. Tenía unas asas muy útiles.

La rodearon. Las moscas zumbaban por todas partes.

—Estoy recordando un cuento —dijo Yaya, muy despacio.

—Yo también —corroboró Tata, con una voz un poco más aguda que de costumbre—. Va sobre una chica que se casa con un tipo, y él le dice que puede ir a donde le dé la gana dentro del palacio, pero que no debe abrir tal puerta, pero ella va y la abre y se encuentra con que el tipo ha asesinado a todas sus anteriores…

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