Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Las brujas aterrizaron en un callejón, con varios minutos de ventaja sobre el carruaje.

—Yo no apruebo esto —bufó Yaya—. Es el tipo de cosa que haría Lily. No podéis pedirme que lo haga. ¡Pensad en aquel lobo!

Tata levantó a Greebo de su lecho entre las cerdas.

—Pero Greebo es casi humano —dijo.

—¡Ja!

—Y sólo será temporal, aunque participemos las tres —insistió Tata—. Además, será interesante ver si funciona.

—Sí, pero no está bien —replicó Yaya.

—En este país, parece que sí —replicó Tata.

—Además —corroboró Magrat—, si lo hacemos nosotras, no puede estar mal. Nosotras somos las buenas.

—Ah, vaya; es cierto —se mofó Yaya—. Mira qué tonta, se me había olvidado.

Tata retrocedió un paso. Greebo, consciente de que esperaban, algo de él, se incorporó.

—Tendrás que admitir que no se nos ocurre nada mejor, Yaya —señaló Magrat.

Yaya titubeó. Pero, pese a lo repulsivo que le resultara, ardía también la llamita traicionera de lo fascinante. Además, Greebo y ella se habían detestado cordialmente desde hacía años. Casi humano, ¿eh? Bien, pues que lo probara, a ver si le gustaba… Se sintió un poco avergonzada ante la idea. Pero no mucho.

—Bien, de acuerdo.

Se concentraron.

Como bien sabía Lily, cambiar la forma de un objeto es una de las magias más difíciles que existen. Pero es mucho más sencillo si el objeto está vivo. Al fin y al cabo, una cosa viva ya sabe qué forma tiene. Lo único que hace falta es hacer que cambie de opinión.

Greebo bostezó y se estiró. Para su propia sorpresa, se siguió estirando.

Por todos los senderos de su cerebro felino, corrió una oleada de credulidad. De repente, creyó que era humano. No era sencillamente, que le pareciera que era humano. Lo creía implícitamente. La fuerza demoledora de esta fe inundó su campo mórfico, superando todas las objeciones, reescribiendo los diagramas de su ser.

Surgieron en él nuevas instrucciones.

Si era humano, maldita la falta que le hacía todo aquel pelo. Además, tenía que ser más grande…

Las brujas observaron, fascinadas.

—No creía que pudiéramos hacerlo —dijo Tata.

… las orejas eran innecesarias, llevaba los bigotes demasiado largos…

… necesitaba más músculos, los huesos debían tener formas diferentes, las patas tenían que ser más largas…

Y, pronto, todo terminó.

Greebo se irguió en toda su estatura, algo inseguro.

Tata se lo quedó mirando boquiabierta.

Luego, bajó la vista.

—Cielos —dijo.

—Creo —se apresuró a intervenir Yaya Ceravieja— que será mejor que lo imaginemos con un poco de ropa, y ahora mismo.

Eso era bastante sencillo. Cuando Greebo estuvo satisfactoriamente vestido, Yaya asintió y dio un paso hacia atrás.

—Ya puedes abrir los ojos, Magrat —dijo.

—No los tenía cerrados.

—Pues deberías.

Greebo se giró lentamente, con una sonrisa esbozada, perezosa, en su rostro surcado de cicatrices. Como humano, tenía la nariz rota, y un parche le tapaba el ojo inútil. Pero el otro brillaba como los pecados de los ángeles, y su sonrisa era la caída de los santos. Al menos, la de las santas.

Quizá fueran sus feromonas, o la manera en que sus músculos se enroscaban bajo la piel negra como el cuero. Greebo proyectaba un aura de diabólica sexualidad que sólo se podía medir en megawatios. Tan sólo con mirarlo, ya se oían aleteos oscuros en la noche escarlata.

—Eh… Greebo… —empezó Tata.

Él abrió la boca. Los incisivos centellearon.

—Grrrlll —dijo.

—¿Me entiendes?

—Ssssí, Tataaa.

Tata Ogg se apoyó contra la pared para impedir que le temblaran las piernas.

Se oyó el ruido de los cascos de los caballos. El carruaje acababa de entrar en aquella calle.

—¡Venga, detén ese coche!

Greebo sonrió de nuevo, y se salió del callejón disparado como una flecha.

Tata se abanicó con el sombrero.

—Uuuufff… —dijo—. Y yo que me pasaba horas rascándole la barriguita…, ahora sí que no me extraña lo que gritan las gatas por las noches.

—¡Gytha!

—Venga, Esme, que tú también te has puesto colorada.

—Lo que pasa es que me he quedado sin aliento —replicó Yaya. —Pues es raro, porque no hemos estado corriendo.

El carruaje traqueteó calle abajo.

El cochero y los lacayos no estaban nada seguros de quiénes eran. Sus mentes oscilaban sin parar. En un momento dado eran hombres que pensaban en queso y en cortezas de panceta. Al siguiente, eran ratones que se preguntaban qué hacían con unos pantalones.

En cuanto a los caballos…, bueno, los caballos siempre han estado un poco locos, y ser ratas no les era de mucha ayuda.

Así que ninguno de ellos estaba en las mejores condiciones de estabilidad mental cuando Greebo salió de entre las sombras y les sonrió.

—Grrrlll —dijo.

Los caballos trataron de detenerse, cosa que resulta prácticamente imposible cuando se lleva un carruaje detrás. Los cocheros se quedaron paralizados de terror.

—¿Grrrlll?

El carruaje derrapó y se estrelló de costado contra una pared, haciendo caer a los cocheros. Greebo cogió a uno de ellos por el cuello de la camisa, y lo sacudió de un lado a otro mientras los caballos, enloquecidos, trataban de liberarse del varal.

—¿Te essscapabass, juguetito peludo? —sugirió.

Tras los ojos aterrados, hombre y ratón luchaban por la supremacía. Pero no hacía falta que se molestaran. Cualquiera de los dos habría perdido. La consciencia que palpitaba entre las dos entidades veía, o bien a un gato sonriente, o a un matón tuerto de metro ochenta.

El cocherorratón se desmayó. Greebo le dio unos cuantos golpecitos, por si acaso se movía…

—Despierta, ratoncito…

… y luego perdió todo el interés.

La puerta del carruaje se sacudió, y por fin se abrió.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Enta.

—¡Grrrlll!

La bota de Tata Ogg acertó a Greebo en el cogote.

—Ah, no, muchachito, ni hablar —dijo.

—Quieroooo —refunfuñó Greebo.

—Eso es lo malo, que siempre quieres —le regañó Tata. Se volvió hacia Enta con una sonrisa—. Venga, queridita, sal de ahí.

Greebo se encogió de hombros, y luego se alejó, llevándose al aturdido cochero a rastras.

—¿Qué pasa aquí? —se quejó Enta—. Oh, Magrat. ¿Ha sido cosa tuya?

Magrat se permitió un momento de orgullo.

—Te dije que no tendrías que ir al baile, ¿verdad?

Enta contempló el carruaje destrozado. Volvió a mirar a las brujas.

—No irían ahí también las mujeres serpiente, ¿verdad? —preguntó Yaya.

Magrat esgrimió la varita.

—No, se fueron antes —respondió Enta. Su rostro se nubló al recordar algo—. Lilith transformó a los auténticos cocheros en escarabajos —susurró—. O sea… ¡bueno, no eran tan malos! Pidió a las hermanas que le llevaran unos ratones, y los transformó en seres humanos, y luego dijo, tiene que haber equilibrio, y las hermanas trajeron a los cocheros, y ella los transformó en escarabajos, y luego… los pisoteó…

Se detuvo, horrorizada.

Un ramillete de fuegos artificiales ardió en el cielo, pero abajo, en la calle, una burbuja de silencio espantado pendía en el aire.

—Las brujas no matan a la gente —dijo Magrat.

—Esto es el extranjero —replicó Tata, apartando la vista.

—Creo que tendrías que alejarte de aquí, jovencita —dijo Yaya Ceravieja.

—… Crujieron…

—Tenemos las escobas —intervino Magrat—. Podríamos marcharnos todas.

—Enviaría algo a por nosotras —replicó Enta, sombría—. La conozco. Enviaría algo de un espejo.

—Pues lo combatiríamos.

—No —zanjó Yaya—. Sea lo que sea, tiene que suceder aquí. Enviaremos a la jovencita a algún lugar seguro, y entonces… ya veremos.

—Pero, si me voy a cualquier sitio, ella lo sabrá —gimió la chica—. ¡Espera verme esta noche en el baile! ¡Me estará mirando!

—A mí me parece bien, Esme —dijo Tata Ogg—. Es mejor que te enfrentes a ella donde tú elijas. A mí no me gustaría que viniera a buscarnos una noche como ésta. Prefiero verla venir.

Sobre ellas, en la oscuridad, se escuchó un aleteo. Una pequeña forma negra planeó y aterrizó sobre los guijarros. Incluso en la noche, sus ojos centelleaban. Miró a las brujas con gesto expectante y con mucha más inteligencia de la que cabría esperar en un ave.

—¡Es el gallo de la señora Gogol! —exclamó Tata Ogg—. ¿Verdad?

—Aún no sé muy bien qué es —dijo Tata—. Me gustaría saber de qué lado está esa mujer.

—¿Quieres decir si es buena o mala? —preguntó Magrat.

—Es una excelente cocinera —señaló Tata—. No creo que nadie que cocine como ella pueda ser tan malo.

—¿Es la mujer que vive en los pantanos? —quiso saber Enta—. He oído montones de cosas sobre ella.

—Muestra demasiada disposición a transformar a la gente en zombis —replicó Yaya—. Y eso no está bien.

—Bueno, nosotras acabamos de transformar a un gato en persona. En persona humana, quiero decir —se corrigió Tata, la inveterada amante de los gatos—. Y eso tampoco se puede decir que sea muy correcto. Probablemente se pueda decir que no es nada correcto.

—Sí, pero lo hemos hecho por un buen motivo —dijo Yaya.

—No sabemos cuáles son los motivos de la señora Gogol…

En aquel momento, se oyó un gruñido procedente del callejón. Tata echó a correr hacia allí, y escucharon su voz imperiosa.

—¡No! ¡Suéltalo ahora mismo!

—¡Mío! ¡Mío!

Legba se adentró un tramo en la calle, y luego se volvió hacia ellas para mirarlas con gesto expectante.

Yaya se rascó la barbilla. Se alejó un poco de Magrat y de Enta, y las midió con la mirada. Luego, se dio media vuelta.

—Mmm —dijo—. Así que Lily espera verte, ¿eh?

—Me puede buscar con los reflejos —asintió Enta, nerviosa.

—Mmm —repitió Yaya. Se metió el dedo en la oreja y lo retorció un instante—. Bueno, Magrat, pues tú eres el hada madrina. ¿Qué es lo más importante que debemos hacer?

Magrat no había jugado a las cartas en su vida.

—Mantener a salvo a Enta —se apresuró a responder, admirada de que Yaya admitiera de repente que ella era, al fin y al cabo, la portadora de la varita—. En eso consiste ser su hada madrina.

—¿Sí?

Yaya Ceravieja frunció el ceño.

—¿Sabes? —siguió—. Las dos tenéis más o menos la misma talla…

La expresión de asombro de Magrat duró casi un segundo, antes de que la sustituyera una máscara de espanto.

Retrocedió un paso.

—Alguien tiene que hacerlo —insistió Yaya.

—¡Oh, no! ¡No! ¡Eso no funcionará! ¡Es descabellado! ¡No!

—Magrat Ajostiernos —dijo Yaya Ceravieja con tono triunfal—, ¡irás al baile!

El carruaje tomó la curva sobre dos ruedas. Greebo iba en el pescante, con una sonrisa enloquecida, haciendo chasquear el látigo. Esto era incluso mejor que aquella bolita de pelo con un cascabel…

Dentro del coche, Magrat iba encasquetada entre las dos ancianas brujas. Se tapaba la cara con las manos.

—¡Pero Enta puede perderse en el pantano!

—Imposible, la guía ese gallo. Estará más segura en el pantano de la señora Gogol que en el baile, te lo garantizo —respondió Tata.

—¡Muchas gracias!

—No hay de qué —dijo Yaya.

—¡Todo el mundo se dará cuenta de que no soy ella!

—No, porque llevarás puesta la máscara —insistió Yaya.

—¡Pero es que tenemos el pelo de color diferente!

—Te lo puedo teñir en un instante, no hay problema —la tranquilizó Tata.

—¡Pero es que tenemos cuerpos diferentes!

—Te lo puedo… —Yaya titubeó—. ¿No puedes…, no sé, hincharte un poco?

—¡No!

—¿Tienes un pañuelo de sobra, Gytha?

—No, Esme, pero puedo arrancarme un trozo de combinación.

—¡Aay!

—¡Aquí tienes!

—¡Y estos zapatitos de cristal no son de mi número!

—Pues a mí me quedan bien —se ufanó Tata—. Me los he probado.

—Sí, ¡pero yo tengo los pies más pequeños!

—No pasa nada —replicó Yaya—. Ponte un par de calcetines de los míos, ya verás qué bien vas.

Ya sin excusas, Magrat se refugió en la desesperación más absoluta.

—¡Pero es que no sé comportarme en un baile!

Yaya Ceravieja hubo de reconocer que ella tampoco sabría. Arqueó las cejas y miró a Tata.

—Tú ibas mucho a bailar cuando eras joven —dijo.

—Bueno —empezó Tata Ogg, dama de alta sociedad—, lo que tienes que hacer es dar golpecitos a los jóvenes con el abanico…, ¿llevas un abanico?… y decir cosas como «estimado caballero». También es muy útil reírse en plan tontito. Y un buen aleteo de pestañas. Y poner morritos.

—¿Cómo se ponen los morritos?

Tata Ogg hizo una demostración.

—¡Puaj!

—No te preocupes —dijo Yaya—. Nosotras también estaremos allí.

—¿Y se supone que eso ha de hacerme sentir mejor?

Tata estiró el brazo por detrás de Magrat y agarró a Yaya por el hombro. Sus labios formaron las palabras: es inútil. Está hecha pedazos. No tiene confianza.

Yaya asintió.

—Quizá sería mejor que me encargara yo —dijo Tata en voz alta—. Tengo experiencia con esto de los bailes. Seguro que si llevara el pelo largo, y me pusiera la máscara y esos zapatos brillantes, y le metiéramos treinta centímetros de dobladillo al vestido, nadie notaría la diferencia. ¿Qué te parece?

Autore(a)s: