Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Como en esta ocasión.

Dada la ausencia de Desiderata, la conversación se había centrado en el tema de la creciente falta de brujas.[6]

—¿Cómo, ninguna? —se asombró Yaya Ceravieja.

—Ninguna —asintió Tía Brevis.

—Me parece espantoso —bufó Yaya—. ¡Yo digo que es un desastre!

—¿Eh? —quiso saber Madre Dismass.

—¡Ella dice que es un desastre! —gritó Tía Brevis.

—¿Eh?

—¡No hay ninguna chica que la suceda! ¡Nadie va a ocupar el puesto de Desiderata!

—Oh.

Todas empezaron a caer en la cuenta de lo que aquello implicaba.

—Si nadie más quiere sus pertenencias, me las quedo yo —dijo Tata Ogg.

—Cuando yo era joven, no pasaban estas cosas —bufó Yaya—. A este lado de la montaña, sin ir más lejos, había docenas de brujas. Claro, que eso era antes de todo este «diviértase usted solo». —Hizo una mueca de desaprobación—. En estos tiempos, hay demasiado «diviértase usted solo». Cuando yo era joven, nunca organizábamos nuestra propia diversión. Nunca teníamos tiempo para esas cosas.

—Trempes fuggit —dijo Tata Ogg.

—¿Qué?

—Trempes fuggit. Significa que eso era entonces, y esto es ahora —aclaró la anciana.[VIII]

—No hace falta que nadie me lo diga, Gytha Ogg. Sé muy bien cuándo es ahora.

—Tenemos que avanzar con los tiempos.

—No sé por qué. No sé por qué vamos a…

—Bueno, pues parece que tendremos que volver a cambiar los territorios —intervino Tía Brevis.

—Imposible —se apresuró a replicar Yaya Ceravieja—. Ya me encargo de cuatro aldeas. Apenas me da tiempo a que se me enfríe la escoba.

—Pues, desde luego, con la muerte de Madre Cavidad vamos más que escasas de personal —insistió Tía Brevis—. Ya sé que la pobre no hacía gran cosa porque tenía ese otro trabajo, pero al menos estaba ahí. Y de eso se trata. Tiene que haber una bruja local.

Las cuatro brujas se quedaron contemplando el fuego, en sombría meditación. Bueno, al menos tres de ellas meditaban sombrías. Tata Ogg, que tenía tendencia a mirar las cosas por el lado más alegre, se animó a hacer un brindis.

—En Arroyo Primavera, el poblado de abajo, tienen un mago —comentó Tía Brevis—. Cuando falleció la anciana Yaya Hopliss, no había nadie que la sucediera, así que pidieron un mago a Ankh-Morpork. Un mago de verdad. Con su cayado y todo. Tiene una tienda en el pueblo, con un cartel de latón en la puerta, que dice «mago».

Las brujas suspiraron.

—La señora Singe murió —siguió Tía Brevis—. Y Tía Garfio también.

—¿De verdad? ¿La anciana Mabel Garfio? —se interesó Tata Ogg en medio de una lluvia de miguitas—. ¿Cuántos años tenía?

—Ciento diecinueve —respondió Tía Brevis—. Ya se lo decía yo, «A tu edad no hay que ir por ahí escalando montañas». Pero nada, ella ni caso.

—Así son algunas personas —asintió Yaya—. Testarudas como mulas. Les dices que no tienen que hacer algo, y no paran hasta que no lo intentan.

—Yo incluso llegué a oír sus últimas palabras —suspiró Tía.

—¿Qué dijo? —se interesó Yaya.

—Si mal no recuerdo, fue «Oh, mierda».

—Ella habría querido morir así —dijo Tata Ogg.

Todas las demás brujas asintieron.

—¿Sabéis una cosa? Quizá estemos presenciando el fin de la brujería en esta zona —dijo Tía Brevis.

Contemplaron el fuego de nuevo.

—Supongo que nadie habrá traído palomitas… —preguntó Tata Ogg, esperanzada.

Yaya Ceravieja observó a sus hermanas brujas. No soportaba a Tía Brevis. La anciana enseñaba en la escuela, al otro lado de la montaña, y tenía la molesta costumbre de mostrarse razonable cuando la provocaban. La Madre Dismass era, con toda probabilidad, la sibila más inútil en la historia de los oráculos y las revelaciones. Y Yaya no aguantaba a Tata Ogg, que era su mejor amiga.

—¿Y qué hay de la joven Magrat? —inquirió Madre Dismass con inocencia—. Su zona cae al lado de la de Desiderata. A lo mejor puede hacerse cargo de un poco más de trabajo…

Yaya Ceravieja y Tata Ogg intercambiaron una mirada.

—Le han entrado ideas raras —bufó Yaya.

—Vamos, vamos, Esme… —la aplacó Tata Ogg.

—Pues a mí me parecen raras —insistió Yaya—. ¡No me irás a decir que, eso de pasarse la vida hablando de pender de una miasma, no es tener la cabeza desquiciada!

—No es exactamente eso —la corrigió Tata—. Lo que dice es que quiere depender de sí misma.

—Pues eso es lo que he dicho —gruñó Yaya Ceravieja—. Y a ella también se lo dije. Le dije: «Simplicia Ajostiernos era tu madre, Araminta Ajostiernos era tu abuela, Yolanda Ajostiernos es tu tía, y tú eres tu…, tú eres tu tú».

Volvió a sentarse, con el gesto satisfecho de quien ha resuelto todo lo que uno puede desear saber en la vida sobre una crisis de identidad.

—Y no hizo caso —añadió.

Tía Brevis frunció el ceño.

—¿Magrat? —titubeó.

Trató de recordar la imagen de la bruja más joven de las Montañas del Carnero, pero sólo le vino a la mente una cara…, no, más que una cara fue una expresión de ojos acuosos, de desesperada buena voluntad, una expresión encajada entre un cuerpo semejante a una espingarda y una cabellera como un haz de heno después de un vendaval. Una bienhechora impenitente. Eternamente preocupada. El tipo de persona que suele dedicarse a rescatar perdidos polluelos de pájaro y luego llora cuando se mueren, que es la función que la bondadosa madre naturaleza tiene por costumbre reservar a los perdidos polluelos de pájaro.

—No parece propio de ella —dijo al final.

—Y también dijo que quería autoafirmarse —insistió Yaya.

—No hay nada de malo en autoafirmarse —intervino Tata—. En eso se basa la brujería.

—Yo no he dicho que hubiera nada de malo —replicó Yaya—. Ni a ella tampoco se lo dije. Le dije que podía estar todo lo autoafirmada que le diera la gana, siempre y cuando hiciera lo que le mandaban.

—Frótate con esto y se te pasará en una o dos semanas —dijo Madre Dismass.

Las otras tres brujas la miraron con expectación, por si acaso decía algo más. Pronto resultó evidente que no iba a ser así.

—Y está dando clases de…, ¿de qué da clases, Gytha? —preguntó Yaya.

—De defensa personal.

—¡Pero si es una bruja! —señaló Tía Brevis.

—Eso mismo le dije yo —gruñó Yaya Ceravieja, que había caminado de noche sin temor por los bosques plagados de bandidos toda su vida, con la seguridad absoluta de que la oscuridad no podía albergar nada más terrible que ella misma—. Y me respondió que no se trataba de eso. Que no se trataba de eso. ¡Imaginaos!

Tata Ogg se encogió de hombros.

—De todos modos, a sus clases no asiste nadie…

—Tenía entendido que se iba a casar con el rey —señaló Tía Brevis.

—Eso pensaba todo el mundo —asintió Tata—. Pero ya conoces a Magrat. Tiene tendencia a ser de Ideas Abiertas. Ahora dice que se niega a ser un objeto sexual.

Todas meditaron unos momentos sobre el concepto. Por fin, Tía Brevis sacudió la cabeza lentamente, como quien sale de las profundidades de un razonamiento fascinante.

—¡Pero si ella NUNCA ha sido un objeto sexual!

—Estoy orgullosa de poder decir que ni siquiera sé qué es un objeto sexual —replicó Yaya Ceravieja con firmeza.

—Yo sí —apuntó Tata Ogg.

Las brujas la miraron.

—Mi Shane trajo uno a casa una vez, al volver de un viaje por el extranjero.

Las brujas siguieron mirándola.

—Era marrón, muy gordo, tenía como una especie de bultos, y una cara, y dos agujeros para pasar el cordel.

Las brujas no tenían intención de apartar la mirada.

—Pues nos dijo que era eso —tuvo que defenderse Tata.

—Me parece que estás hablando de un ídolo de la fertilidad —trató de contribuir Tía Brevis.

Yaya sacudió la cabeza.

—Por la descripción, no se parece demasiado a Magrat… —empezó.

—No me puedes decir en serio que vale dos peniques —dijo Madre Dismass, desde cualquiera que fuera el momento en el que vivía en aquel instante.

Nadie sabía a ciencia cierta cuál era.

Las personas con capacidad para ver el futuro tienen una profesión de alto riesgo. Para ser sinceros, la mente humana no fue diseñada con la idea de que fuera por ahí rebotando de atrás adelante en la gran autopista del tiempo…, y cuando lo hace, puede suceder que pierda el punto de anclaje, que viaje del pasado al futuro y sólo haga escalas ocasionales en el presente. La anciana Madre Dismass tenía un desenfoque temporal. Eso quería decir que, si le decías algo en agosto, quizá te estuviera oyendo en marzo. Con ella, la actitud más pragmática era decir algo ahora, con la esperanza de que recogiera el recado la próxima vez que su mente pasara por allí.

Yaya agitó las manos de manera experimental ante los ojos inexpresivos de Madre Dismass.

—Ya ha vuelto a marcharse —dijo.

—Bueno, pues si Magrat no se puede hacer cargo, también está Millie Salyitos, la que vive en Tajada —indicó Tía Brevis—. Es una chica muy trabajadora. Aunque, la verdad, es aún más bizca que Magrat.

—Eso no tiene nada de malo. A las brujas les queda bien ser bizcas —dijo Yaya Ceravieja.

—Pero hay que saber tenerlo en cuenta —replicó Tata Ogg—. La vieja Gertie Simmons era tan bizca, que siempre se echaba el mal de ojo a su propia nariz. No podemos permitir que la gente crea que, cuando molestan a una bruja y ella gruñe y maldice, hará que se le pudra su propia nariz.

Todas volvieron a contemplar el fuego.

—Supongo que Desiderata no habrá elegido a su sucesora… —empezó Tía Brevis.

—Imposible, no podía hacerlo —replicó Yaya Ceravieja—. En esta zona no hacemos las cosas así.

—Cierto, pero no se puede decir que Desiderata pasara mucho tiempo en esta zona. Era por su otro trabajo. Siempre estaba fuera, en el extranjero.

—No soporto el extranjero —aseguró Yaya Ceravieja.

—Pues has estado en Ankh-Morpork —señaló Tata con tono inocente—. Eso es el extranjero.

—No, no es el extranjero. Lo único que pasa es que está muy lejos. Pero no es como si fuera el extranjero. El extranjero es donde la gente se pone a charlar contigo en lenguas bárbaras, y comen estiércol extranjero, y son adoradores de…, ya sabéis, de COSAS —explicó Yaya Ceravieja, siempre embajadora de buena voluntad—. Desde luego, en el extranjero pudo contagiarse de cualquier costumbre y traerla a esta zona.

—A mí me trajo una vez una bandeja azul y blanca, muy bonita —señaló Tata Ogg.

—Ésa es otra cosa —asintió Tía Brevis—. Más vale que alguien vaya a echar un vistazo a su casa. Tenía un montón de cosas de valor. No quiero ni pensar que entre un ladrón allí y ponga sus manos sobre todo.

—No creo que ningún ladrón se atreva a entrar en la casa de una bru… —empezó Yaya.

Entonces, se interrumpió bruscamente.

—Sí —añadió con voz suave—. Buena idea. Yo me encargaré de ir.

—Yo, ya me encargo yo —intervino Tata Ogg, quien también había tenido tiempo de sacar sus conclusiones—. Me cae de camino hacia casa. No me cuesta nada.

—No, no, seguro que prefieres llegar a casa temprano —replicó Yaya—. No te molestes, para mí sí que no será ningún problema.

—No, no, para mí tampoco es ningún problema —la tranquilizó Tata.

—Vamos, mujer, a tu edad no conviene hacer esfuerzos. Tú no te preocupes.

Se miraron la una a la otra.

—No veo que tenga tanta importancia —dijo Tía Brevis—. En vez de discutir, ¿por qué no vais las dos juntas?

—Mañana tengo bastante trabajo —asintió Yaya—. ¿Qué tal después de comer?

—Perfecto —aceptó Tata Ogg—. Nos reuniremos junto a su casa. Justo después de comer.

—Nosotros tuvimos uno, pero el trozo de arriba, el que se desenrosca, se cayó y se perdió —explicó Madre Dismass.

Hurker, el cazador furtivo, echó la última palada de tierra a la fosa. Se sintió obligado a pronunciar algunas palabras.

—Bueno, pues se acabó —dijo.

Desde luego, había sido una de las mejores brujas que jamás hubo, meditó mientras volvía a entrar en la casita bajo la tenue luz previa al amanecer. Algunas de las otras —que, por supuesto, eran unas personas maravillosas, mujeres excelentes, de lo mejor que uno puede esquivar en la vida— resultaban un poco demasiado imponentes.

Sobre la mesa de la cocina había un paquete alargado, un montoncito de monedas y un sobre.

Abrió el sobre, aunque no iba dirigido a él.

Dentro, había un sobre más pequeño y una nota.

La nota decía: «Albert Hurker, te estoy vigilando. Entrega el paquete y este sobre, y si te atreves a curiosear el contenido te sucederá algo espantoso. Como Hada Madrina Buena profesional no se me permite maldecir a nadie, pero sí puedo predecir que tu destino estará muy relacionado con los colmillos de un lobo rabioso, que la pierna se te pondrá verde y supurante, y que se te caerá. Y no me preguntes cómo lo sé, porque además no puedes, estoy muerta. Con mis mejores deseos. Desiderata».

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