Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Magrat sacudió la cabeza.

—No, la verdad, me parecería demasiado cruel.

—Tienes razón, tienes razón —asintió Yaya—. Ningún motivo es suficiente como para ser cruel con estos estúpidos animales.

Los dos corceles la contemplaron con curiosidad equina mientras les soltaba los arreos.

—Venga, largaos —dijo—. Seguro que ahí fuera os esperan praderas verdes. —Miró por un momento a Magrat—. Ha llegado la hora de la emancipación del caballo —añadió.

Aquello no pareció servir de mucho.

Yaya suspiró. Se subió a la caja de madera que separaba a los caballos, los agarró por las orejas, a uno con cada mano, y les bajó las cabezas suavemente hasta que quedaron a la altura de su boca.

Susurró algo.

Los corceles se volvieron y se miraron el uno al otro.

Luego miraron a Yaya.

Ésta sonrió, y asintió.

Entonces…

Es imposible que un caballo esté quieto y emprenda el galope al instante siguiente, pero ellos casi lo lograron.

—¿Qué diantres les has dicho? —quiso saber Magrat.

—La palabra mágica del herrero —replicó Yaya—. Heredada por Jason, el de Gytha, que a su vez me la ha legado a mí. No falla nunca.

—¿Te la ha confesado? —se sorprendió Tata.

—Sí.

—¿A ti?

—Sí.

—¿Toda?

—Sí —asintió Yaya con orgullo.

Magrat volvió a meterse la varita en el cinturón. Cuando lo hizo, un trocito de tela blanca cayó al suelo.

Las piedras preciosas y la seda blanca brillaron a la luz de la vela antes de que pudiera recogerlo rápidamente. Pero a Yaya Ceravieja no se le escapaba gran cosa.

Suspiró.

—Magrat Ajostiernos… —empezó.

—Sí —gimoteó Magrat en un sollozo—. Sí. Lo sé. Soy una mocosa.

Tata le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro.

—No importa, mujer —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por una noche. Esa tal Enta tiene tantas posibilidades de ir al baile como yo de…, de ser la reina.

—Sin vestido, sin lacayos, sin caballos y sin carroza —asintió Yaya—. A ver cómo se las apaña ella para salir de ésta. ¿Cuentos? ¡Bah!

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —quiso saber Magrat mientras salían del patio.

—¡Estamos en Carnaval! —exclamó Tata— ¡Vamos de juerga!

Greebo salió de entre las sombras y se frotó contra sus piernas.

—Creía que Lily intentaba acabar con esta fiesta —señaló Magrat.

—Tanto le daría intentar poner freno a una inundación —replicó Tata alegremente—. ¡Venga, de marcha!

—No apruebo eso de bailar por las calles —gruñó Yaya—. ¿Cuánto ron de ése has bebido ya?

—¡Venga ya, Esme! —protestó Tata— Se dice que, si no te lo pasas bien en Genua durante el Carnaval, es que estás muerto. —Pensó en Sábado—. Seguramente, aunque estés muerto, también puedes echar una canita al aire.

—Pero ¿no sería mejor que nos quedásemos aquí? —sugirió Magrat—. Aunque sólo sea para estar seguras.

Yaya Ceravieja titubeó.

—¿A ti qué te parece, Esme? —rió Tata Ogg—. ¿Crees que va a ir al baile en una calabaza? ¿Eh? ¡Tirada por unos ratones, supongo! ¡Je, je, je!

Yaya recordó un instante a las mujeres serpiente, y titubeó. Pero, al fin y al cabo, había sido un día muy largo, de trabajo muy duro. Y, si uno se paraba a pensarlo, realmente era ridículo…

—Bueno, de acuerdo —concedió—. Pero no pienso hacer ninguna juerga, entérate bien.

—Hay todo tipo de bailes —sugirió Tata.

—Y también bebidas de banana, seguro —murmuró Magrat.

—Pues mira, ahora que lo mencionas… —replicó Tata alegremente.

Lilith de Tempscire se sonrió a sí misma ante el doble espejo.

—Ay, pobre de mí —dijo—. Sin carroza, sin vestido, sin caballos…, ¿qué puede hacer una vieja hada madrina como yo? Pobre de mí. Y canastos, además.

Abrió una cajita de cuero, como la que llevaría un músico para transportar su mejor flautín.

Allí dentro había una varita, idéntica a la de Magrat. La sacó y la agitó a modo de experimento, colocando los anillos dorados y plateados en lugares diferentes.

El «clic-clac» sonó como el desagradable mecanismo de una bomba.

—Y yo sólo tengo una calabaza —dijo Lilith.

Por supuesto, la diferencia entre los seres conscientes y los seres inconscientes consistía en que, aunque costaba mucho cambiar de forma a los primeros, no era imposible. Sólo se trataba de modificar una conexión mental. En cambio, cuando se trata de cosas no conscientes, como una calabaza, y cuesta imaginar algo menos consciente que una calabaza, no es posible hacerlas cambiar más que con una magia que linde con la hechicería.

A menos que sus moléculas recordaran otros tiempos, tiempos en los que no eran una calabaza…

Se echó a reír, y mil millones de Liliths rieron con ella por toda la curvatura del universo de espejos.

El Carnaval ya no se celebraba en el centro de Genua. Pero, en la ciudad de casuchas que rodeaba los edificios altos y blancos, las antorchas poblaban las calles. Había fuegos artificiales. Había bailarines, y tragafuegos, y plumas, y lentejuelas. Las brujas, cuyo concepto de la diversión era un baile regional en la plaza del pueblo, observaban boquiabiertas desde entre la multitud que bordeaba las calles para ver el paso de los desfiles.

—¡Hay esqueletos bailando! —exclamó Tata al ver pasar una fila de figuras huesudas por la calle.

—Qué va —la corrigió Magrat—. Sólo son hombres con leotardos negros y huesos pintados.

Alguien dio un codazo a Yaya Ceravieja. Ésta alzó la vista hacia el rostro amplio y sonriente de un hombre negro. El hombre le pasó una vasija de barro.

—Aquí tienes, guapa.

Yaya la cogió, titubeó un instante, y luego bebió un sorbo. Dio un codazo a Magrat y le pasó el recipiente.

—¡¡Grghtft!! ¡Daslaella! —dijo.

—¿Qué? —tuvo que gritar Magrat, para hacerse oír por encima del ruido de la orquesta que pasaba en aquel momento.

—¡Ese hombre dice que la pasemos! —respondió Yaya.

Magrat examinó el cuello de la botella. Trató de limpiarla disimuladamente con el vestido, pese al hecho más que evidente de que cualquier germen se habría achicharrado con la sola proximidad del líquido. Se aventuró a beber un sorbito, y luego dio un codazo a Tata Ogg.

—¡Kgislingoo! —dijo mientras se frotaba los ojos.

Tata empinó la botella. Tras un rato, Magrat volvió a darle otro codazo.

—Creo que se supone que debíamos pasarla —sugirió.

Tata se secó la boca y pasó la botella, que ahora pesaba bastante menos, a la esbelta figura que había a su izquierda.

—Aquí tiene, amigo —dijo.

GRACIAS.

—Lleva un disfraz muy bonito. Los huesos están muy bien pintados.

Tata se volvió para mirar el desfile de tragafuegos malabaristas. Instantes más tarde, en el fondo de su mente se hizo una conexión. Alzó la vista. El desconocido se había marchado.

Se encogió de hombros.

—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber.

Yaya Ceravieja estaba mirando fijamente a un grupo de bailarines. Muchos de los bailes del desfile tenían algo en común: expresaban con toda claridad cosas que las abejas y las flores sólo sugerían. Y, además, con lentejuelas.

—Nunca te volverás a sentir a salvo en el excusado, ¿eh? —dijo alegremente Tata Ogg.

A sus pies, Greebo observaba atentamente a unas bailarinas que iban vestidas sólo con plumas, y se preguntaba qué debía hacer con ellas.

—No, la verdad es que estaba pensando en otra cosa. Pensaba en…, en cómo funcionan los cuentos. Ahora… Me parece que debería comer algo —dijo Yaya débilmente—. Comida de verdad —se apresuró a añadir—, no algo pescado en el fondo de un pantano. Y no quiero nada de gastronomía local de ésa, te lo advierto.

—Tendrías que ser más atrevida y probar más cosas, Yaya —le dijo Magrat.

—No tengo nada en contra de probar cosas, siempre que se haga con moderación —replicó Yaya—. Pero no cuando estoy comiendo.

—Aquí cerca hay un sitio donde preparan bocadillos de caimán —las informó Tata, alejándose del desfile—. Es increíble, ¿verdad? ¡Caimanes en un bocadillo!

—Eso me recuerda un chiste —dijo Yaya Ceravieja, distraída.

Algo le estaba arañando las puertas de la consciencia.

—Esto es un hombre que entra en una taberna —empezó Yaya, tratando de hacer caso omiso de la creciente incomodidad— y ve el cartel, el cartel que dice «Hacemos todo tipo de bocadillos», y pide: «Pónganme un bocadillo de caimán, ¡pero con pan!».

—No creo que los bocadillos de caimán sean muy ecológicos —dijo Magrat, dejando caer la observación en la gélida pausa subsiguiente.

—Es bueno reírse de vez en cuando —dijo Tata.

Lilith sonrió a la pobre Enta, que se erguía melancólica entre las mujeres serpiente.

—Y qué desastre, lo del vestido —dijo—. Increíble, porque la puerta de la habitación estaba cerrada. Tch, tch. ¿Cómo puede haber sucedido?

Enta se contempló los pies.

Lilith sonrió a las hermanas.

—Bueno —siguió—, habrá que hacer lo que se pueda con lo que tenemos a mano, ¿no? A ver… traedme dos ratas, y dos ratones. Sé perfectamente que os las arreglaréis para encontrar ratas y ratones. Y traedme también esa calabaza tan grande.

Se echó a reír. No era la risa estridente, enloquecida, del hada mala que acaba de ser derrotada, sino la carcajada agradable de quien acaba de comprender un buen chiste.

Examinó la varita con gesto reflexivo.

—Pero antes —dijo, pasando a mirar el rostro pálido de Enta— será mejor que me traigáis a esos chicos tan malos, que se han dejado emborrachar hasta ese punto. No han mostrado mucho respeto. Y si no tienes respeto, no tienes nada.

El tintineo de la varita era lo único que se oía en la cocina.

Tata Ogg hurgó en el vaso alto que tenía ante ella.

—Que me aspen si sé por qué le ponen una sombrillita dentro —dijo al tiempo que chupaba la guinda del cóctel—. No sé, no querrán que no se moje, digo yo.

Sonrió a Magrat y a Yaya, que contemplaban con gesto lúgubre la fiesta que se desarrollaba a su alrededor.

—Animaos —dijo—. ¡En mi vida había visto unas caras tan largas! —Estás bebiendo ron a palo seco —señaló Magrat.

—Y que lo digas. —Tata bebió un sorbito—. ¡Chin chin!

—Ha sido demasiado fácil —murmuró Yaya Ceravieja.

—Ha sido fácil porque lo hemos hecho nosotras —replicó Tata—. Cuando hay que hacer algo, somos las personas adecuadas, ¿eh, chicas? A ver, decidme quién si no habría podido entrar en el juego y chafarle el plan justo a tiempo, ¿eh? Sobre todo lo del carruaje.

—No es un buen cuento —insistió Yaya.

—Bah, a la porra con los cuentos —bufó Tata—. Eso siempre se puede cambiar.

—Sólo en el momento adecuado —siguió Yaya—. Además, quizá puedan conseguir un nuevo vestido, y caballos, y un cochero, y todo eso.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —preguntó Tata—. Hoy es fiesta. Y además, no hay tiempo. El baile empezará de un momento a otro.

Yaya tamborileaba con los dedos contra la mesita de café.

Tata suspiró.

—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo.

—Las cosas no son así —murmuró Yaya.

—Oye, Esme, la única magia que funciona esta noche es la magia de varita. Y la varita la tiene Magrat. —Tata hizo una señal a Magrat—. ¿A que sí?

—Mmm… —empezó la joven.

—No la habrás perdido, ¿verdad?

—No, pero…

—Pues mira, ahí lo tienes.

—Sólo que… eh…, Enta dijo que tenía dos hadas madrinas…

Yaya Ceravieja pegó un puñetazo a la mesa. La bebida de Tata salió disparada.

—¡Eso es! —rugió Yaya.

—Estaba casi lleno. Era un vaso casi lleno —le reprochó Tata.

—¡Vamos!

—Quedaba casi todo un vaso de…

—¡Gytha!

—Ya voy, ¿acaso he dicho que no fuera? Me limitaba a señalar que…

—¡Vamos! —¿Te esperas un momento a que pida otro…?

—¡Gytha!

Las brujas estaban ya a medio camino calle arriba cuando un carruaje pasó traqueteando. —¡Es imposible! —exclamó Magrat—. ¡Nos libramos de él! —Debimos hacerlo pedacitos —dijo Tata—. Con una calabaza aún se puede…

Magrat.

—Se nos han adelantado —dijo Yaya, deteniéndose en seco.

—¿Os podéis meter en las mentes de los caballos? —preguntó.

Las brujas se concentraron.

—No son caballos —casi gritó Tata—. Más bien parecen…

—Ratas transformadas en caballos —terminó Yaya, a quien se le daba aún mejor ponerse en la cabeza de la gente que ponerse en sus pellejos—. Me recuerdan a aquel pobre lobo. Son mentes que parecen fuegos artificiales.

Entrecerró los ojos, notando todavía el sabor de aquellos pensamientos.

—Me apuesto lo que sea —dijo Tata pensativa, mientras el cochero doblaba una esquina— a que puedo hacer que se le caigan las ruedas.

—¡Ésa no es la solución! —exclamó Magrat—. ¡Además, Enta va en el carruaje!

—Tiene que haber otro sistema —insistió Tata—. Sé de alguien que podría meterse en sus mentes en un momento.

—¿Quién? —quiso saber Magrat.

—Bueno, aún nos quedan las escobas —dijo Tata—. Será fácil adelantar al carruaje, ¿no?

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