Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—No, es mucho peor. Andan y creen que son serpientes —replicó Yaya.

—Bueno, tanto da. Tú nunca has hecho semejante cosa. Todo lo más, has dejado a alguien un poco confuso con respecto a su identidad…

—Eso es porque soy la buena —dijo Yaya con amargura.

Magrat se estremeció.

—Entonces, ¿qué, la sacamos de ahí? —preguntó Tata.

—Todavía no. Ya llegará el momento adecuado —respondió Yaya—. ¿Me has oído, Magrat Ajostiernos?

—Sí, Yaya —asintió la joven.

—Tenemos que ir a algún sitio para hablar —siguió Yaya—. Sobre los cuentos.

—¿Sobre qué cuentos? —preguntó Magrat.

—Lily los está utilizando. ¿Es que no te das cuenta? Están por todo el país. Los cuentos se han acumulado porque aquí encuentran una salida. Ella los alimenta. Mira, Lily no quiere que tu Enta se case con ese tal Duc por política, ni nada por el estilo. Eso es simplemente una…, una explicación. Pero no es el motivo. Quiere que la chica se case con el príncipe porque así lo exige el cuento.

—¿Y ella, qué gana con esto? —preguntó Tata.

—En el centro de todo, está el hada madrina o la malvada bruja… ¿recuerdas? Ahí es donde quiere estar Lily, como…, como… —Hizo una pausa, tratando de dar con la palabra adecuada—. ¿Te acuerdas el año pasado, cuando vino aquel circo a Lancre?

—Sí que me acuerdo —asintió Tata—. Había chicas con leotardos brillantes, y los muchachos se echaban cal por los pantalones. Pero lo que no vi fue el elefante. Decían que había elefantes, y era mentira. En los carteles sí que había elefantes. Me gasté nada menos que dos peniques, y no vi ni un solo ele…

—Sí, pero, lo que quiero decir —se apresuró a interrumpirla Yaya, mientras recorrían la calle— es que había un hombre en medio de todo, no sé si te acuerdas. El del bigote y el sombrero de copa…

—¿Aquel tipo? Sí, pero no hacía gran cosa —replicó Tata—. Se limitaba a estar ahí, en el centro de la carpa, y de vez en cuando chasqueaba el látigo, y todos los actos se desarrollaban a su alrededor.

—Por eso era la persona más importante del circo —asintió Yaya—. Lo que lo hacía importante era que todo se desarrollaba a su alrededor.

—¿Con qué alimenta Lily los cuentos? —quiso saber Magrat.

—Con gente —respondió Yaya.

Frunció el ceño.

—¡Cuentos! —dijo—. Bueno, nos encargaremos de eso…

El crepúsculo cayó sobre Genua. La niebla empezó a subir desde el pantano.

En las calles, brillaban las antorchas. Figuras en sombras se movían en docenas de patios, quitando las cubiertas a las carrozas. En la oscuridad se veía el brillo de las lentejuelas, y se oía el tintinear de los cascabeles.

Durante todo el año, los habitantes de Genua eran gente amable y tranquila. Pero la historia siempre ha permitido a los oprimidos una noche en cualquier lugar del calendario para devolver temporalmente el equilibrio al mundo. Puede denominarse Fiesta de Bufones, o Rey de la Habichuela. O incluso Samedi Nuit Mort, cuando hasta los que llevan las cargas más duras pueden mandarlo todo a hacer gárgaras, y divertirse.

Al menos, casi todos…

Los cocheros y los lacayos estaban sentados en su cobertizo, a un lado del patio de los establos, devorando su cena y quejándose por tener que trabajar la Noche de los Muertos. También estaban poniendo en práctica antiquísimos rituales propios de la ocasión, que consisten sobre todo en averiguar lo que les han puesto para cenar sus esposas, y en envidiar a otros hombres cuyas esposas, evidentemente, los querían más.

El lacayo jefe alzó una rebanada de pan con cautela.

—Tengo pollo con encurtidos —dijo—. ¿Alguien tiene algo de queso?

El segundo cochero inspeccionó su cesta.

—Lo mío es panceta cocida otra vez —se quejó—. Siempre me pone panceta cocida. Y sabe que no me gusta. Ni siquiera le quita la grasa.

—¿Es grasa blanca, gordita? —se interesó el primer cochero.

—Sí. Un asco. ¿Os parece que está bien esto, un día de fiesta?

—Te lo cambio por lechuga con tomate.

—Hecho. ¿Qué llevas tú, Jimmy?

El más joven de los cocheros abrió con timidez su paquete, perfectamente envuelto. Había cuatro sandwiches, con el pan sin corteza. Los adornaba una ramita de perejil. Incluso llevaba una servilleta.

—Salmón ahumado y queso crema —dijo.

—Y también un trocito del pastel de boda —señaló el primer cochero—. ¿Aún no os lo habéis terminado?

—Comemos todas las noches —dijo el joven.

El cobertizo se estremeció con las carcajadas subsiguientes. Es un hecho sabido en todo el universo que cualquier comentario inocente, hecho por el miembro joven recién casado de cualquier equipo de trabajo, provoca al instante una salva de alegres carcajadas entre sus colegas más viejos y más cínicos. Eso sucede incluso cuando los implicados tienen nueve patas y viven en el fondo de un océano de amoníaco, en un enorme planeta gélido. Es una de esas cosas que pasan.

—Aprovéchate mientras puedas —sugirió el segundo cochero con tono lúgubre, cuando las risas hubieron cesado—. Se empieza con besos y pastel, y quitándole la corteza al pan de los sandwiches, y pronto te encuentras con empanada de lengua, el trasero frío y el rodillo de cocina.

—Mira, en mi opinión —empezó el primer cochero—, todo depende de cómo…

Alguien llamó a la puerta.

El cochero más joven se levantó y fue a abrir.

—Es una anciana —dijo—. ¿Qué quieres, anciana?

—¿Os apetece beber algo? —preguntó Tata Ogg.

Alzó una jarra, sobre la que pendía la neblina perceptible del alcohol al evaporarse, y sopló un matasuegras.

—¿Qué? —se sorprendió el cochero.

—Es una vergüenza que unos jóvenes estén trabajando. ¡Es fiesta! ¡Yupiii!

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el cochero jefe. Entonces, entró en la nube de alcohol—. ¡Dioses! ¿Qué es eso?

—Huele a ron, señor Travis.

El cochero jefe titubeó. Desde las calles les llegó el sonido de la música y las risas, cuando las primeras cabalgatas se pusieron en marcha. Los fuegos artificiales iluminaban el cielo. No era una noche para estar sin beber ni un sorbo de alcohol.

—¡Qué anciana tan amable! —exclamó.

Tata Ogg blandió la jarra de nuevo.

—¡Arriba, abajo, al centro y p’adentro! —dijo.

Lo que se podría denominar «bruja clásica» se presenta en dos variedades, la complicada y la sencilla. 0, por decirlo de otra manera, las que tienen una habitación llena de parafernalia, y las que no la tienen. Magrat, por naturaleza y por inclinación, pertenecía a la primera categoría. Tomemos como ejemplo los cuchillos mágicos. Ella poseía una colección completa de cuchillos mágicos, todos con los mangos de colores apropiados y llenos de runas complicadas.

Habían hecho falta muchos años bajo la tutela de Yaya Ceravieja para que Magrat comprendiera que un vulgar cuchillo de cocina, de los que se usan para cortar el pan, era mejor que el más recargado de los cuchillos mágicos. Podía hacer lo mismo que un cuchillo mágico, y además servía para cortar el pan.

En toda cocina que se preciara había un cuchillo antiguo, con el mango desgastado, la hoja tan curvada como un plátano, y tan inexplicablemente afilado que buscar en el cajón de noche era como tratar de pescar una manzana con la boca en un tanque de pirañas.

Magrat llevaba el suyo en el cinturón. En aquel momento, se encontraba a diez metros por encima del suelo, agarrada con una mano a la escoba y sujetando la cañería con la otra, con las dos piernas colgando. Entrar en cualquier casa debería ser cosa fácil cuando uno tiene una escoba voladora. Pero a ella no se lo parecía.

Por fin, consiguió rodear la cañería con las dos piernas, y se agarró a una gárgola oportuna. Insertó el cuchillo entre las hojas de la ventana y levantó la tranca de la ventana. Tras no pocos esfuerzos, entró en la habitación, y se apoyó jadeante contra la pared. Unas lucecitas azules le bailaban ante los ojos, como un eco de los fuegos artificiales que llenaban el cielo nocturno en el exterior.

Yaya no había dejado de preguntarle si estaba segura de quere hacer aquello. Y ella misma se había sorprendido al descubrir que sí que estaba segura. Aunque las mujeres serpiente estuvieran ya me rodeando por la casa. Ser bruja significa entrar en lugares donde no te apetece nada entrar.

Abrió los ojos.

Allí estaba el vestido, en medio de la habitación, sobre un maniquí de modista.

Una Vela Klatchiana estalló sobre Genua. Las estrellas verdes rojas iluminaron la oscuridad aterciopelada, e hicieron resaltar la seda y las gemas que Magrat tenía ante ella.

Era la cosa más hermosa que había visto en su vida.

Dio un paso adelante, con la boca seca.

Unas nieblas cálidas cubrían el pantano.

La señora Gogol removió el caldero.

—¿Qué hacen? —preguntó Sábado.

—Están deteniendo el cuento —dijo ella—. O…, o quizá no…

Se irguió.

—Bien, sea como sea, ha llegado nuestro momento. Vamos al claro.

Alzó la mirada hacia el rostro de Sábado.

—¿Tienes miedo?

—Sé… sé lo que sucederá después —dijo el zombi—. Aunque ganemos.

—Yo también lo sé. Pero hemos tenido doce años.

—Sí. Hemos tenido doce años.

—Y Enta gobernará la ciudad.

—Sí.

En el cobertizo de los cocheros, Tata Ogg y los muchachos se lo estaban pasando de maravilla.

El cochero más joven sonrió distraídamente a la pared, y se derrumbó.

—Ashí shon los jóvenesh de hoy —dijo el jefe de los cocheros, mientras intentaba pescar la peluca, que se le había caído en la jarra—. No shaben… beber…

—¿Quiere otro chupito, señor Travis? —preguntó Tata al tiempo que le llenaba la jarra—. U otro traguito. O como quiera que lo llamen aquí.

—La verdad —tartamudeó el jefe de los cocheros— esh que deberíamosh eshtar preparando ya el coche… me parece…

—Bueeeno, pero aún le queda tiempo para otra copita… —lo animó Tata Ogg.

—Esh ushted muy generosha —dijo el cochero—. Muy generosha, sheñora Ogggg…

Magrat había soñado con vestidos como aquel. En lo más profundo de su alma, en las primeras horas de la noche, había bailado con príncipes. No con príncipes tímidos y trabajadores como Verence, el de casa, sino príncipes de verdad, con ojos azules como el cristal y dientes blanquísimos. Y ella llevaba vestidos como aquel. Y le quedaban bien.

Contempló las mangas rizadas, el corpiño bordado, los finos encajes blancos. Todo aquello estaba a un mundo de distancia de sus…, bueno…, Tata Ogg seguía llamándolos «Magrats», pero eran pantalones, y muy prácticos, por cierto.[XXXVII]

Como si el hecho de ser prácticos sirviera de algo.

Miró el vestido un buen rato.

Luego, con el rostro lleno de lágrimas que cambiaban de color con cada nueva luz de los fuegos artificiales, sacó el cuchillo y empezó a romper el vestido en trozos muy pequeños.

La cabeza del jefe de los cocheros cayó suavemente sobre sus bocadillos.

Tata Ogg se levantó, algo insegura. Puso la peluca del cochero más joven bajo su cabeza inerte, porque no era una mujer carente de bondad. Luego, salió a la noche.

Una figura se movió cerca de la pared.

—¿Magrat? —susurró Tata.

—¿Tata?

—¿Te has encargado del vestido?

—¿Te has encargado de los cocheros?

—Entonces, todo perfecto —dijo Yaya Ceravieja, que salía en aquel momento de entre las sombras—. Ya sólo queda el carruaje.

De puntillas, con pose teatral, se acercó al carruaje y abrió la puerta. Las bisagras chirriaron.

—¡Shhh! —dijo Tata.

En una cornisa había un trocito de vela y unas cuantas cerillas. Magrat consiguió encender la vela a tientas.

El carruaje brilló como un adorno navideño.

Tenía muchos adornos, demasiados, como si alguien hubiera cogido una carroza perfectamente vulgar y se hubiera vuelto loco poniendo purpurina y ornamentos.

Yaya Ceravieja la examinó.

—Demasiado pomposa —dictaminó.

—Me parece una auténtica pena destrozarla —dijo Tata con tristeza.

Se arremangó y se metió el dobladillo de la falda entre las medias. —Bueno, seguro que por aquí hay algún martillo —dijo al tiempo que investigaba en las mesas adosadas a las paredes.

—¡No! ¡Armaríamos mucho ruido! —susurró Magrat— Esperad un momento…

Se sacó del cinturón la olvidada varita, la asió con todas sus fuerzas y la agitó en dirección a la carroza.

Se oyó una brusca inhalación de aire.

—Que me aspen —dijo Tata Ogg—. A mí no se me habría ocurrido en la vida.

En el suelo, había una gran calabaza anaranjada.

—No ha sido nada —respondió Magrat, arriesgándose a sentir un puntito de orgullo.

—¡Ja! He aquí un carruaje que no volverá a rodar —señaló Tata.

—Eh… ¿puedes hacer lo mismo con los caballos? —preguntó Yaya.

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