Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

La señora Gogol aspiró otra bocanada de humo.

—Sábado, ve a buscar mi mejor sombrero, el de fiesta —dijo.

—Sí, señora Gogol.

Sábado desapareció un momento en el interior de la choza, y volvió con una caja grande, destartalada, atada con juncos.

—No puedo aceptarlo —dijo Yaya—. No puedo dejarla sin su mejor sombrero.

—Oh, sí, claro que puede —dijo la señora Gogol—. Tengo otro.

Yaya dejó la caja en el suelo.

—Me parece que en usted hay mucho más de lo que los ojos ven, señora Gogol —dijo.

—Por supuesto que no, señora Ceravieja. Sólo soy lo que soy, igual que usted.

—¿Fue usted quien nos trajo aquí?

—No, vinieron solas. Por su propia voluntad. Para ayudar a alguien, ¿verdad? Lo decidieron ustedes, ¿verdad? Nadie las obligó, ¿verdad? Fue su propia decisión.

—En eso tiene razón —corroboró Tata—. Si hubiera sido cosa de magia, lo habríamos notado.

—Es cierto —asintió Yaya—. Nadie nos ha obligado, hemos venido por nuestra cuenta. ¿Cuál es su juego, señora Gogol?

—No estoy jugando a nada, señora Ceravieja. Sólo quiero recuperar lo que me pertenece. Quiero que se haga justicia. Y quiero que la detengan a ella.

—¿A ella? ¿Qué ella? —quiso saber Tata.

El rostro de Yaya estaba rígido.

—La mujer que está detrás de todo esto —respondió la señora Gogol—. El Duc tiene menos cerebro que una gamba, señora Ogg. Yo me refiero a ella. La del espejo mágico. La que lo quiere controlar todo. La que lo quiere dominar todo. La que juega con el destino. La persona que tan bien conoce la señora Ceravieja.

Tata Ogg no se enteraba de nada.

—¿De qué está hablando, Esme? —preguntó.

Yaya murmuró algo.

—¿Qué? No te he entendido.

Yaya Ceravieja alzó la vista, con el rostro enrojecido por la ira.

—¡Se refiere a mi hermana, Gytha! ¿Vale? ¿Te enteras? ¿Lo entiendes? ¿Has oído? ¡Mi hermana! ¿Quieres que te lo repita otra vez? ¿Quieres saber de quién habla? ¿Hace falta que te lo ponga por escrito? ¡Mi hermana! ¡Nada menos! ¡Mi hermana!

—¿Son hermanas? —dijo Magrat.

El té se había quedado frío.

—No lo sé —respondió Enta—. Son… muy parecidas. Casi nunca se meten en nada. Pero noto que me miran. Es lo que mejor hacen, mirar.

—¿Y te obligan a hacer a ti todo el trabajo? —preguntó.

—Bueno, la verdad es que sólo tengo que cocinar para mí y para el personal —dijo la chica—. Y tampoco me importa tanto hacer la limpieza y la colada.

—¿Ellas se preparan su propia comida?

—En realidad, no. Por las noches, cuando ya me he acostado, las oigo recorrer la casa. La madrina Lilith me dice que debo ser buena con ellas, que deberían darme pena porque no pueden hablar, y que me encargue de que no falte nunca queso en la despensa.

—¿Sólo comen queso? —se sorprendió Magrat.

—No lo sé —respondió Enta.

—Caray, qué cosas. Pensaba que, en una casa tan vieja como ésta, el queso se lo comían las ratas y los ratones.

—Ahora que lo dices, es raro, pero creo que nunca he visto un ratón en esta casa.

Magrat se estremeció. Se sentía observada.

—Oye, ¿por qué no te limitas a marcharte? Es lo que haría yo.

—¿Adónde? Además, siempre me encuentran. O envían a los cocheros y a los mozos de cuadra a buscarme.

—¡Es espantoso!

—Supongo que creen que, tarde o temprano, me casaré con quien sea con tal de dejar de hacer la colada —suspiró Enta—. Aunque dudo que haya que lavar la ropa del príncipe —añadió con amargura—. Seguro que queman la ropa después de que la usa una vez.

—Lo que deberías hacer es elegir una profesión, seguir tu vocación —trató de animarla Magrat—. No dependas de nadie más que de ti misma. Debes emanciparte.

—La verdad es que no es eso lo que quiero —respondió Magrat con cautela, por si acaso era pecado ofender a un hada madrina.

—En tu interior, sí.

—¿Sí?

—Sí.

—Ah.

—No tienes que casarte con quien no quieres.

Enta se acomodó en la silla.

—¿Qué tal se te da tu trabajo? —preguntó.

—Bueno… esto, yo… creo que…

—El vestido llegó ayer —siguió la chica— Está arriba, en la habitación grande, colgado de una percha para que no se arrugue. Para que esté perfecto. Y han sacado brillo al carruaje. También han contratado a más lacayos.

—Sí, pero quizá…

—Creo que voy a tener que casarme con quien no quiero —dijo Enta.

Yaya Ceravieja recorrió la galería de madera a zancadas. La choza entera temblaba con sus pisadas. El agua se llenaba de ondulaciones.

—¡Claro que no la recuerdas! —gritó—. ¡Nuestra madre la echó a patadas cuando cumplió trece años! ¡Tanto tú como yo éramos unas crías! ¡Pero recuerdo muy bien las peleas! ¡Las oía desde la cama! ¡Era una libertina!

—Cuando yo era joven, también me llamabas libertina —señaló Tata.

Yaya titubeó, desconcertada por un momento. Luego agitó la mano en gesto de irritación.

—Porque lo eras, claro —dijo, descartando el tema—. Pero nunca utilizaste la magia para ello, ¿a que no?

—No me hacía falta —replicó Tata alegremente—. Casi siempre me bastaba con enseñar un poco el hombro.

—Con enseñar el hombro y con tumbarte en la hierba, si mal no recuerdo —bufó Yaya— Pero ella no. Ella utilizaba la magia. Y no sólo la magia corriente, no. ¡Era premeditado!

Tata Ogg estuvo a punto de decir: ¿Qué? ¿Quieres decir que no era complaciente y modesta como tú, Esme? Pero se contuvo a tiempo. Uno no hace malabarismos con cerillas en una fábrica de fuegos artificiales.

—Los padres de los chicos venían a casa a quejarse —murmuró Yaya, sombría.

—De mí nadie tuvo queja nunca —señaló Tata alegremente.

—Y siempre se estaba mirando en los espejos —siguió Yaya—. Era tan vanidosa como una gata. Prefería mirar un espejo a asomarse por la ventana.

—¿Cómo se llama?

—Lily.

—Es un nombre muy bonito —dijo Tata.

—Ahora no se hace llamar así —dijo la señora Gogol.

—¡Me apuesto lo que sea a que no!

—Entonces, ¿ella es la que manda en la ciudad? —preguntó Tata.

—¡Siempre fue una dominante!

—¿Y para qué quiere mandar en una ciudad? —se sorprendió Tata.

—Tiene planes —respondió la señora Gogol.

—¡Y vanidosa! ¡Vanidosa hasta límites increíbles! —siguió Yaya, dando explicaciones al mundo en general.

—¿Sabías que estaba aquí? —preguntó Tata.

—¡Lo presentía! ¡Espejos!

—La magia de espejos no es mala —protestó Tata—. Yo también he hecho muchas cosas con espejos. Un espejo puede ser muy divertido.

—Ella no se limita a utilizar un espejo —dijo la señora Gogol.

—Oh.

—Usa dos.

—Oh. Eso es diferente.

Yaya contempló la superficie del agua. Su propio rostro le devolvió la mirada desde la oscuridad.

Al menos, esperaba que fuera su propio rostro.

—He sentido cómo nos observaba durante todo el camino hasta aquí —dijo—. Ahí es donde más feliz se siente, en el interior de los espejos. Dentro de los espejos, metiendo a la gente en los cuentos.

Agitó la imagen con un palito.

—Hasta tuvo la desfachatez de mirarme en casa de Desiderata, justo antes de que llegara Magrat. No tiene ninguna gracia ver a otra persona en tu reflejo…

Hizo una pausa.

—Por cierto, ¿dónde está Magrat? —preguntó.

—Creo que ha ido a hacer de hada madrina —replicó Tata—. Dijo que no necesitaba ayuda.

Magrat estaba molesta. También tenía miedo, cosa que la hacía estar aún más molesta. Cuando Magrat estaba molesta, la gente lo pasaba mal. Era como que te atacara un pañuelo de papel mojado.

—Te doy mi palabra, te lo garantizo yo —insistió—. Si no quieres ir a ese baile, no tienes que ir.

—No podrás detenerlos —suspiró Enta, triste—. Yo sé cómo funcionan las cosas en esta ciudad.

—¡Oye, te he dicho que no tienes que ir! —casi gritó Magrat.

Se quedó pensativa unos instantes.

—No habrá otro joven con el que quieras casarte, ¿verdad? —preguntó.

—No. La verdad es que no conozco a mucha gente. No tengo ocasión.

—Bien —asintió Magrat—. Eso nos facilita las cosas. Sugiero que te saquemos de aquí y… y te llevemos a otro sitio.

—No hay otro sitio. Ya te lo he dicho. Sólo está el pantano. Lo he intentado un par de veces, y han enviado a los cocheros a buscarme. No es que no fueran amables. Los cocheros, digo. Pero tienen miedo. Aquí todo el mundo tiene miedo. Creo que hasta las hermanas.

Magrat contempló las sombras que las rodeaban.

—¿De qué? —preguntó.

—Se dice que la gente desaparece. Si molestan al Duc. Les sucede algo. En Genua, todo el mundo es muy educado —suspiró Enta con amargura—. Y nadie roba, y nadie levanta la voz, y todo el mundo se queda en casa de noche, excepto el Martes de Carnaval.-Suspiró de nuevo—. Mira, a eso sí que me gustaría ir. A las fiestas de Carnaval. Pero siempre me hacen quedarme en casa. Oigo pasar a la gente por la ciudad, y pienso que así era Genua antes. No sólo unas cuantas personas bailando en los palacios, sino todo el mundo bailando por las calles.

Magrat se estremeció. Se sentía muy lejos de casa.

—Creo que, en esta ocasión, voy a necesitar un poco de ayuda —dijo.

—Tienes la varíta —señaló Enta.

—En algunas ocasiones, no basta con tener una varita —respondió Magrat.

Se levantó.

—Pero te garantizo una cosa —dijo—. No me gusta esta casa. No me gusta esta ciudad. ¿Enta?

—¿Sí?

—No irás al baile. De eso me encargo yo.

Se dio media vuelta.

—Ya te lo dije —murmuró Enta, bajando la vista—. Nunca las oyes llegar.

Una de las hermanas estaba en la cima de la escalera que llevaba a la cocina. Tenía la mirada clavada en Magrat.

Se dice que toda persona tiene alguna característica animal. Seguramente, Magrat poseía un enlace mental directo con alguna criatura pequeña y peluda. Sintió el terror que sienten todos los pequeños roedores ante el rostro de una muerte que no parpadea. Aquella mirada transmitía todo tipo de mensajes codificados: lo inútil de la huida, lo estúpido de la resistencia, lo inevitable del final…

Supo que no podía hacer nada. No tenía control sobre sus piernas. Era como si las órdenes de aquella mirada le llegaran directamente a la columna vertebral. La sensación de impotencia era casi tranquilizadora…

—Que las bendiciones caigan sobre esta casa.

La hermana se dio media vuelta, a una velocidad muy superior a la que podría desarrollar un ser humano.

Yaya Ceravieja terminó de abrir la puerta de golpe.

—Oh, pobre de mí —rugió—. Y canastos.

—Eso —corroboró Tata Ogg, que también trataba de cruzar la puerta—. Canastos, también.

—Sólo somos un par de ancianas mendigas —dijo Yaya mientras se acercaba a zancadas.

—Vamos pidiendo de puerta en puerta —asintió Tata Ogg—. No hemos venido aquí directamente, ni mucho menos.

Cada una cogió a Magrat por un codo, y la levantaron en volandas. Yaya volvió la cabeza.

—¿Y usted, qué, señorita?

Sin levantar la vista, Enta sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No debo ir.

Yaya entrecerró los ojos.

—Supongo que no —admitió—. Cada uno tenemos un camino que recorrer, o eso se dice, aunque yo no lo he dicho en mi vida. Vamos, Gytha.

—Nos marchamos ya —dijo Tata, animada.

Se dieron la vuelta.

Otra hermana apareció ante la puerta.

—Caray —dijo Tata Ogg—. ¡Si ni siquiera la he visto moverse!

—Nos íbamos ya —dijo Yaya Ceravieja, en voz alta—. Si a usted no le importa, señorita.

Las miradas chocaron.

El aire chisporroteó.

Yaya Ceravieja apretó los dientes.

—Cuando diga ya, echa a correr, Gytha…

—A tus órdenes.

Yaya tanteó a su espalda y dio con la tetera que había usado Magrat. La sopesó con movimientos lentos, pausados.

—¿Preparada, Gytha?

—Cuando digas, Esme.

—¡Ya!

Yaya lanzó la tetera al aire. Las cabezas de las dos hermanas se volvieron en un movimiento brusco.

Tata Ogg sacó a la temblorosa Magrat por la puerta. Yaya la cerró de golpe justo cuando la hermana más cercana se lanzaba hacia adelante, con la boca abierta, demasiado tarde.

—¡Nos hemos dejado a la chica! —gritó Tata mientras salían al camino.

—La están vigilando —replicó Yaya—. No le harán ningún daño.

—¡En mi vida había visto a una persona con semejantes dientes! —dijo Tata.

—¡Porque no son personas! ¡Son serpientes!

Llegaron a la seguridad relativa de la calle, y se apoyaron contra una pared.

—¿Serpientes? —jadeó Tata.

Magrat abrió los ojos.

—Es cosa de Lily —asintió Yaya—. Eso se le daba muy bien, me acuerdo perfectamente.

—¿Serpientes de verdad?

—Sí —replicó Yaya, sombría—. Siempre tuvo facilidad para hacer amigos.

—¡Caray! ¡Yo no podría hacer eso!

—Antes ella tampoco podía, su hechizo sólo duraba unos segundos. Eso es lo que pasa por usar espejos.

—Yo…, yo… —tartamudeó Magrat.

—Tú estás perfectamente —le dijo Tata.

Alzó la vista hacia Esme Ceravieja.

—Digas lo que digas, no deberíamos haber dejado ahí a la chica ¡Está en una casa llena de serpientes que andan y se creen humanas!

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