Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Yaya Ceravieja carraspeó.

—No tengo nada contra los muertos —dijo—. Algunos de mis mejores amigos están muertos. Pero lo que no me parece correcto es eso de que los muertos vayan andando por ahí.

Tata Ogg alzó la vista hacia la figura que le servía en aquel momento una tercera ración de líquido misterioso en el plato.

—¿Qué opina usted, señor Zombi?

—Es una vida estupenda, señora Ogg —respondió el Zombi.

—Mira, Esme, ahí lo tienes. A él no le importa. Seguro que esto le parece mejor que estar todo el día encerrado en un ataúd.

Yaya miró también al zombi. Era (o, técnicamente, había sido) un hombre alto y atractivo. Aún lo era, sólo que ahora parecía haber atravesado una habitación llena de telarañas.

—¿Cómo se llama usted, hombre muerto? —preguntó.

—Me llaman Sábado.[XXXVI]

—Hombre Sábado, ¿eh? —dijo Tata Ogg.

—No. Sábado a secas, señora Ogg. Sábado a secas.

Yaya Ceravieja le miró a los ojos. Eran unos ojos mucho más conscientes de los que había visto en otras personas que, objetivamente, estaban vivas.

Tenía la vaga idea de que había que hacer algunas cosas con una persona muerta para transformarla en un zombi, aunque era una rama de la magia que nunca había deseado investigar. Hacían falta montones de entrañas de peces raros y raíces extranjeras. Además, la persona en cuestión tenía que haber deseado volver. Debía tener algún sueño o deseo terrible, algún propósito que le permitiera superar hasta los confines de la tumba…

Los ojos de Sábado ardían.

Yaya tomó una decisión. Extendió la mano.

—Encantada de conocerle, señor Sábado —dijo—. Y estoy segura de que me gustará mucho su delicioso estofado.

—Aquí lo llaman gumbo —le explicó Tata—. Lleva cuescos de lobo.

—Sé perfectamente que los cuescos de lobo son un tipo de seta, muchas gracias —gruñó Yaya—. No soy tan ignorante como crees.

—Vale, vale, pero prueba también las cabezas de serpiente —insistió Tata Ogg—. Son lo mejor del guiso.

—¿Qué clase de planta son las cabezas de serpiente?

—Más vale que te las comas sin preguntar.

Estaban sentadas en la galería de madera que rodeaba la parte trasera de la choza de la señora Gogol, contemplando el pantano. Las ramas de todos los árboles estaban cargadas de musgo. Entre el follaje zumbaban criaturas que no alcanzaban a ver. Y ondulaciones en forma de V cortaban suavemente las aguas por doquier.

—Supongo que esto debe de estar precioso cuando se pone el sol —apuntó Tata.

Sábado entró en la choza, y volvió a salir con una caña de pescar hecha por él mismo. Puso el cebo y lanzó el anzuelo por encima de la baranda. Luego, fue como si se desconectara. Nadie tiene más paciencia que un zombi.

La señora Gogol se acomodó en su mecedora y encendió la pipa

—Antes, esta ciudad era maravillosa —dijo.

—¿Qué sucedió?

Greebo estaba teniendo un montón de problemas con Legba, el gallo.

Para empezar, el pájaro se negaba a dejarse aterrorizar. Greebo era capaz de aterrorizar a la mayor parte de las cosas que se movían sobre el Mundodisco, incluso a criaturas que, por lógica, eran mucho más grandes y fuertes que él. Pero, sin saber por qué, ninguna de sus afamadas tácticas (el bostezo, la mirada y, sobre todo, la sonrisa pausada) parecían funcionar. Legba se limitaba a mirarlo por encima del pico y fingía rascar el suelo de una manera que hacía destacar aún más sus espolones de cinco centímetros.

Así que a Greebo sólo le quedaba el salto volador. Aquello funcionaba con casi todas las criaturas. Había muy pocos animales que permanecieran tranquilos cuando les saltaba ante la cara una bola rabiosa de zarpas criminales. Pero, en el caso de este pájaro, Greebo tenía la sensación de que aquello podía acabar con él convertido en un peludo kebab.

Tenía que resolver el asunto. Si no, generaciones enteras de gatos se burlarían de él.

Gato y ave trazaron círculos por el pantano, sin que pareciera que se prestaban la menor atención el uno al otro.

Entre los árboles, se oían ruidos inidentificables. Pequeños pájaros iridiscentes surcaban el aire. Greebo alzó la vista para mirarlos. Ya se encargaría de ellos más adelante.

Y el gallo había desaparecido.

Greebo pegó las orejas contra la cabeza.

Los pájaros aún cantaban, los insectos aún zumbaban, pero estaban en otra parte. Aquí había silencio, un silencio caliente, oscuro y agobiante, y de repente los árboles estaban mucho más juntos de lo que recordaba.

Greebo miró a su alrededor.

Estaba en un claro. En los linderos del mismo había cosas colgadas de los arbustos o atadas a los árboles. Trozos de cintas. Huesos blancos. Calderos de latón. Cosas perfectamente normales que, en otro lugar, no habrían llamado la atención.

Y, en el centro del claro, había algo que parecía un espantapájaros. Consistía en una pértiga clavada en el suelo, con otra cruzada, en la que alguien había colgado una vieja chaqueta negra. Sobre la chaqueta, en la punta de la pértiga, había un sombrero de copa. Sobre el sombrero de copa, contemplándolo pensativo, estaba Legba.

Una brisa removió el aire tranquilo, sacudiendo suavemente la chaqueta.

Greebo recordó aquel día en que había perseguido a una rata hasta el molino del pueblo, para encontrarse de repente con que lo que le había parecido una simple habitación con muebles un tanto extraños era, en realidad, una enorme maquinaria que lo aplastaría al menor zarpazo en falso.

El aire crepitaba suavemente. Sintió como se le erizaba el pelo.

Greebo dio media vuelta y se alejó altivamente, hasta que consideró que estaba fuera de la vista. Entonces, echó a correr tan deprisa que las zarpas le resbalaban.

Luego se fue a sonreír a algunos caimanes, pero no ponía el corazón en ello.

En el claro, la chaqueta se agitó suavemente de nuevo y después quedó inerte. Eso era aún peor.

Legba observaba. El ambiente estaba cada vez más cargado, como si amenazara tormenta.

—Antes, esta ciudad era maravillosa. Un lugar feliz. Nadie intentaba que fuera feliz. Simplemente, lo era —dijo la señora Gogol—. Era en tiempos del viejo Barón. Pero el Barón fue asesinado.

—¿Quién lo mató? —preguntó Tata Ogg.

—Todo el mundo sabe que fue el Duc —replicó la señora Gogol—. Lo envenenó. Fue una noche espantosa. Y, por la mañana, el Duc ocupaba el palacio. También está el asunto del testamento.

—No me diga más —la interrumpió Yaya—. Seguro que había un testamento según el cual se lo dejaba todo a ese Duc. Y seguro que la tinta aún estaba húmeda.

—¿Cómo lo sabe?

—Es evidente —dijo Yaya.

—El Barón tenía una hijita —siguió la señora Gogol.

—Y seguro que aún está viva —asintió Yaya.

—Desde luego, señora, sabe usted muchas cosas. —La señora Gogol la miró—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Bueno… —empezó Yaya.

Iba a añadir: porque sé cómo funcionan los cuentos. Pero Tata Ogg la interrumpió.

—Si ese Barón era tan estupendo como dice usted, seguro que debió de tener muchos amigos en la ciudad, ¿no? —preguntó.

—Es cierto. La gente lo quería.

—Bueno, si yo fuera un Duc que no tiene más aval para sus derechos que un testamento emborronado y un tintero todavía sin tapar, estaría buscando cualquier oportunidad para hacer las cosas un poco más oficiales —siguió Yaya. Como, por ejemplo, casarme con la auténtica heredera. Así podría dar un buen corte de mangas a todo el mundo. Me juego lo que sea a que la chica no sabe quién es en realidad, ¿a que no?

—Así es —asintió la señora Gogol—. El Duc tenía amigos. Más bien, guardianes. No son gente a la que convenga llevar la contraria. Ellos la han criado y no la dejan salir a menudo.

Las brujas se quedaron unos momentos en silencio.

No, pensó Yaya. Eso no es cierto. Así es como aparecería en un libro de historia. Pero no en un cuento.

—Disculpe, señora Gogol —dijo en voz alta—, pero… ¿dónde entra usted en todo esto? No quiero ofenderla, aunque, la verdad, estando aquí en el pantano, a usted debería darle igual quién gobierna y quién no.

Por primera vez desde que se habían conocido, la señora Gogol pareció intranquila durante un instante.

—El Barón era… amigo mío —dijo.

—Ah —asintió Yaya.

—La verdad era que no le gustaban mucho los zombis. Decía que a los muertos habría que dejarlos descansar en paz. Pero nunca insistió. En cambio, el nuevo…

—¿No es aficionado a las Artes? —preguntó Tata.

—Oh, claro que sí —replicó Yaya—. Seguro que lo es. Quizá no le guste nuestra magia, pero tiene mucha alrededor.

—¿Por qué dice eso, señora Ceravieja? —quiso saber la señora Gogol.

—Bueno —intervino Tata—, vemos que es usted una mujer valerosa, que no toleraría todo esto si no fuera imprescindible. Debe de haber muchas maneras de arreglar estos asuntos. Si a usted no le gustara alguien, quizá a ese alguien se le caerían las piernas de repente, por ejemplo, o encontraría serpientes misteriosas en las botas…

—Caimanes debajo de la cama… —sugirió Yaya.

—Sí. El Duc tiene protección —asintió la señora Gogol.

—Ah.

—Magia poderosa.

—¿Más poderosa que usted? —quiso saber Yaya.

Se hizo un silencio largo, atormentado.

—Sí.

—Ah.

—Por ahora —añadió la señora Gogol.

Hubo otra pausa. A ninguna bruja le gustaba admitir que su poder era poco menos que absoluto, ni siquiera oír a una colega que lo admitiera.

—Supongo que se está tomando usted su tiempo —señaló amablemente Yaya.

—Reuniendo sus fuerzas —contribuyó Tata.

—Es una protección poderosa —dijo la señora Gogol.

Yaya se acomodó en la silla. Cuando volvió a hablar, era como una persona que tiene ciertas ideas muy claras en mente, y quiere averiguar qué saben los demás.

—¿De qué tipo, concretamente? —preguntó.

La señora Gogol rebuscó entre los cojines de su mecedora y, tras mucho revolver, sacó una bolsita de piel y una pipa. Encendió la pipa y lanzó una nube de humo azulado al aire matutino.

—¿Se mira mucho al espejo estos últimos días, señora Ceravieja? —inquirió.

La silla de Yaya se inclinó hacia atrás, casi hasta el punto de tirarla de la galería a las aguas negruzcas. El sombrero se le voló y fue a caer entre los lirios acuáticos.

Tuvo tiempo de verlo posarse suavemente sobre el agua. Flotó allí un instante, y luego…

… desapareció. Un caimán gigantesco lo devoró de un solo bocado, y luego tuvo la osadía de mirar a Yaya con presunción.

Era un alivio tener algo por lo que gritar.

—¡Mi sombrero! ¡Se ha comido mi sombrero! ¡Uno de sus caimanes se ha comido mi sombrero! ¡Era mi sombrero! ¡Que me lo devuelva ahora mismo!

Arrancó un buen trozo de liana del árbol más cercano, y azotó las aguas.

Tata Ogg retrocedió.

—¡No deberías hacer eso, Esme! —gimió.

El caimán sacudió las aguas.

—¡Puedo golpear a esos caimanes descarados tanto como como quiera!

—Sí que puedes, sí… —trató de tranquilizarla Tata—, pero no… con una… serpiente…

Yaya inspeccionó la liana más de cerca. Una serpiente venenosa de tamaño medio la devolvió la mirada con ojos asustados. Consideró por un momento la posibilidad de morderla en la nariz, pero pensó mejor, y cerró bien la boca con la esperanza de que la anciana captara el mensaje. Yaya abrió la mano. La serpiente cayó sobre tablones del suelo, y se alejó a toda velocidad.

La señora Gogol ni siquiera se había movido de su silla. En aquel momento, se dio media vuelta. Sábado seguía observando pacientemente su sedal.

—Sábado, ve a recuperar el sombrero —dijo.

—Sí, señora.

Hasta la propia Yaya titubeó un instante.

—¡No le puede pedir que haga eso! —exclamó.

—Pero si está muerto —señaló la señora Gogol.

—Sí, y ya es bastante malo estar muerto como para encima también en pedacitos —replicó Yaya—. ¡No baje al agua, señor Sábado!

—Pero, señora, es su sombrero —insistió la señora Gogol

—Sí, pero… —titubeó Yaya—. No…, no era… más que un sombrero. Yo no echaría a nadie a los caimanes por un sombrero, sea el que sea.

Tata Ogg la miró, horrorizada.

Nadie sabía mejor que Yaya Ceravieja lo importantes que eran los sombreros. No eran simplemente una prenda de vestir. Los sombreros definían la cabeza. Definían a quien los llevaba. Nadie había oído hablar jamás de un mago sin su sombrero puntiagudo. No sería un mago. Y, desde luego, no se sabía de ninguna bruja que no llevara sombrero. Hasta Magrat tenía el suyo, aunque apenas lo usaba, porque era una mocosa. Eso tampoco tenía demasiada importancia. Lo importante no era usar el sombrero, sino el hecho de tenerlo. Cada gremio, cada profesión, tenía su propio sombrero. Por eso mismo tenían sombreros los reyes. Si a un rey le quitas la corona, sólo te queda un tipo sin barbilla que saluda tontamente a la gente. Los sombreros tenían poder. Los sombreros eran importantes. Pero las personas también.

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