—¿Le importa si paso? —preguntó Tata.
La figura asintió.
Tata se sentó. Tras un intervalo razonable, sacó su propia pipa.
—Supongo que la señora Pleasant es amiga suya…
—Me conoce.
—Ah.
Fuera se oía de cuando en cuando un tintineo, después de que los clientes se sirvieran.
—Veo que no se va mucha gente sin pagar —señaló Tata.
—No.
Hubo otra pausa.
—Supongo —dijo Tata tras un rato— que alguien intentará pagar con oro, o joyas, o ungüentos perfumados y cosas así…
—No.
—Increíble.
Tata Ogg se quedó en silencio unos minutos, escuchando los sonidos lejanos del mercado y haciendo acopio de sus poderes.
—¿Córno se llama eso?
—Gumbo.
—Está bueno.
—Lo sé.
—Supongo que alguien que puede cocinar así es capaz de hacer cualquier cosa… —Tata se concentró—, señora Gogol.
Aguardó.
—Casi, casi, señora Ogg.
Las dos mujeres se miraron, o al menos miraron sus perfiles entre las sombras, como dos conspiradores que se acabaran de dar las contraseñas y esperasen a ver qué sucede a continuación.
—En el lugar de donde vengo, a eso lo llamamos brujería —dijo Tata entre dientes.
—En el lugar de donde vengo, a eso lo llamamos vudú —dijo la señora Gogol.
La frente arrugada de Tata se arrugó aún más.
—¿Eso no consiste en hacer cosas con muñecos, y con los muertos, y no sé qué más? —preguntó.
—¿Consiste la brujería en ir por ahí sin ropa y clavarle alfileres a la gente? —replicó la señora Gogol sin enfadarse.
—Ah —asintió Tata—. Ya la entiendo.
Se removió intranquila. Era una mujer sincera en el fondo.
—Pero he de admitir… —añadió—. La verdad es que…, a veces…, un pinchazo de nada…
La señora Gogol asintió con seriedad.
—De acuerdo. A veces…, un zombi de nada… —dijo.
—Pero sólo cuando no queda más remedio.
—Claro. Cuando no queda más remedio.
—Cuando…, ya sabe, cuando la gente no te muestra respeto, cosas así.
—Cuando hay que pintar la casa.
Tata sonrió, mostrando su diente. La señora Gogol también sonrió. La superaba en dientes, treinta a uno.
—Mi nombre completo es Gytha Ogg —dijo— La gente me llama Tata.
—Mi nombre completo es Erzulie Gogol —dijo la señora Gogol—. La gente me llama Señora Gogol.[XXXII]
—Pues mire, pensé que al ser esto el extranjero, debía de haber una magia diferente —comentó Tata— Parece lógico, ¿no? Los árboles son diferentes, la gente es diferente, las bebidas son diferentes y llevan bananas, así que la magia también debe de ser diferente. Y entonces, me dije…: «Gytha, chica, nunca es tarde para aprender».
—Desde luego.
—En esta ciudad pasa algo malo. Lo supe en cuanto puse el pie aquí.
La señora Gogol asintió.
Durante un rato no se oyó más sonido que el «puf-puf» de las pipas.
Luego se escuchó un tintineo en el exterior, seguido de una pausa pensativa.
—¿Gytha Ogg? —dijo al final una voz— Sé que estás ahí dentro.
El perfil de la señora Gogol se quitó la pipa de la boca.
—Muy bien —dijo—. Buen sentido del gusto.
Una mano apartó la cortina de la tienda.
—Hola, Esme —saludó Tata.
—Que las bendiciones caigan sobre esta… tienda —dijo Yaya Ceravieja, escudriñando en la penumbra.
—Te presento a la señora Gogol —dijo Tata—. Es lo que se dice una dama vudú. O sea, una bruja de esta zona.
—No es el único tipo de brujas que hay por aquí —señaló Yaya,
—La señora Gogol se ha quedado muy impresionada de que supieras que estaba aquí.
—No ha sido tan difícil. En cuanto vi a Greebo lavándose ahí delante, el resto fue pura deducción.
En la penumbra de la tienda, Tata se había hecho una idea mental de una señora Gogol anciana. Desde luego, con lo que no esperaba encontrarse cuando la dama vudú salió al aire libre era con una mujer madura, atractiva, algo más alta que Yaya. La señora Gogol llevaba grandes aros de oro en las orejas, y vestía una blusa blanca y una amplia falda roja con volantes. Tata casi pudo palpar la desaprobación de Yaya Ceravieja. Lo que decían sobre las mujeres con faldas rojas debía de ser aún peor que lo que decían de las mujeres con botas rojas, fuera lo que fuese.
La señora Gogol se detuvo y alzó un brazo. Se escuchó un revoloteo.
Greebo, que se había estado restregando obsequiosamente contra la pierna de Tata, alzó la vista y siseó. El gallo más grande y más negro que Tata había visto en su vida, fue a posarse sobre el hombro de la señora Gogol. Clavó en ella la mirada más inteligente que había visto jamás en los ojos de un pájaro.
—Canastos —dijo, realmente sorprendida—. Es el pajarito más grande que he visto, y le garantizo que vi muchos en mi juventud.
La señora Gogol arqueó una ceja en gesto de desaprobación.
—No tuvo quien la educara —comentó Yaya.
—Porque vivía al lado de una granja de pollos, como iba a añadir —le espetó Tata.
—Éste es Legba, un espíritu oscuro y peligroso —les dijo la señora Gogol.[XXXIII] Se acercó un poco más a ellas y susurró en voz baja—: Entre nosotras, no es más que un gallo negro un poco grande. Pero ya saben cómo funciona esto.
—Sí, la publicidad siempre viene bien —asintió Tata—. Éste es Greebo. Entre nosotras, es un diablo salido del infierno.
—Bueno, es que es un gato —dijo la señora Gogol con generosidad—. Era de esperar.
‹Querido Jason y todos los demás:
Es increíble la de cosas que pasan cuando menos te lo esperas, por ejemplo resulta que hemos conocido a la señora Gogol que trabaja como cocinera pero en realidad es una bruja vudú, no os creáis nunca más todas esas tonterías de la magia negra, es una tapadera, porque es como nosotras solo que diferente. En cambio lo de los zombis es verdad pero tampoco es lo que se dice…›
Genua era una ciudad extraña, en opinión de Tata. Uno salía de las calles principales, avanzaba por una callejuela, atravesaba una puertecita, y de pronto se encontraba rodeado de árboles, llenos de musgo y de eso que se llamaba llamas, y el suelo empezaba a temblar bajo los pies y se convertía en pantano. A ambos lados del sendero había oscuros charcos, en los que se veía de vez en cuando, entre los lirios acuáticos, unos troncos que las brujas no conocían de nada.
—Hay que ver, qué tritones tan grandes —dijo.
—Son caimanes.
—Cielos. Menudos gorgojos deben de comer.
—¡Cierto!
La casa de la señora Gogol parecía un montón de troncos arrastrados por el río, con un tejado de musgo y elevada sobre el pantano gracias a cuatro fuertes pértigas. Estaban tan cerca del centro de la ciudad que Tata alcanzaba a oír el traqueteo de los carros. Pero la choza, en su trocito de pantano, estaba envuelta en silencio.
—¿No le molesta aquí la gente?
—No me molesta nadie que no quiera ver.
Los lirios acuáticos se movieron. Una ondulación en forma de V recorrió la charca más cercana.
—Independencia —dijo Yaya con tono de aprobación—. Eso es muy importante.
Tata examinó a los reptiles con mirada calculadora. Ellos intentaron pagarle con la misma moneda, pero tuvieron que rendirse cuando empezaron a llorarles los ojos.
—No me vendrían mal un par de bichitos de estos allá en casa —dijo pensativa, mientras avanzaban—. Mi Jason podría excavar otro estanque, por eso no hay problema. ¿Qué dice que comen?
—Lo que les da la gana.
—Me sé un chiste sobre caimanes —dijo Yaya, con tono de anunciar una gran verdad solemne.[XXXIV]
—¡Pero si tú nunca…! —tartamudeó Tata Ogg—. ¡Jamás en la vida te he oído contar un chiste!
—El hecho de que no los cuente no quiere decir que no los sepa —replicó Yaya altivamente—. Éste va de un hombre…
—¿Qué hombre? —quiso saber Tata.
—Un hombre que entra en una taberna. Sí. Era en una taberna. Y ve un cartel que dice «Tenemos todo tipo de bocadillos», así que va y dice: «¡Póngame un bocadillo de caimán!», y el camarero dice: «¡Lo siento, señor, se nos ha acabado el pan!».
Se quedaron contemplándola.
Tata Ogg se volvió hacia la señora Gogol.
—Entonces, ¿vive usted aquí sola? —dijo con tono animado—. ¿Ni un alma cerca?
—En cierto modo —asintió la señora Gogol.
—Porque no es que no tuvieran caimán… —empezó a decir Yaya, en voz muy alta.
Pero se interrumpió.
La puerta de la choza se había abierto.
Esta cocina también era muy grande.[23]
Éranse una vez unos tiempos en que había proporcionado trabajo a media docena de cocineros. Ahora no era más que una cueva, los rincones estaban en sombras, el polvo había quitado el brillo a las sartenes y cazos que colgaban por doquier. Las grandes mesas estaban contra una pared, y sobre ellas se apilaba la antigua vajilla que llegaba casi hasta el techo. Los hornos, que parecían tan grandes como para asar vacas enteras y guisar para todo un ejército, estaban fríos.
En medio de toda esta desolación gris, alguien había puesto una mesita junto a la chimenea, sobre un cuadradito de alfombra de alegres colores. Un jarro contenía flores, colocadas siguiendo el sencillo método de coger un puñado y meterlas a presión. El efecto general era el de una pequeña zona de boba animación en medio de la tristeza y la oscuridad.
Enta cambió de lugar unas cuantas cosas a la desesperada, y luego se quedó mirando a Magrat con una especie de sonrisita vergonzosa.
—Vaya, qué tonta soy. Supongo que estás acostumbrada a estas cosas —dijo.
—Eh… Sí. Oh, sí. Es de lo más corriente —asintió Magrat.
—Lo que pasa es que creía que eras un poco más… vieja. Por lo visto, estuviste en mi bautizo.
—Ah. ¿Sí? Bueno, verás, es que…
—Aunque claro, como puedes tener el aspecto que quieras… —la ayudó Enta.
—Ah. Sí. Eh…
Enta estaba un poco sorprendida. Parecía preguntarse por qué, si Magrat podía tener el aspecto que eligiera, elegía el aspecto de Magrat,
—Bueno, en fin —dijo—. ¿Qué hacemos ahora?
—Has mencionado una taza de té —respondió Magrat para ganar tiempo.
—Ah, claro.
Enta se volvió hacia la chimenea, donde una tetera ennegrecida colgaba sobre lo que Yaya Ceravieja solía denominar «un fuego optimista».[24]
—¿Cómo te llamas? —preguntó por encima del hombro.
—Magrat —dijo ésta, mientras tomaba asiento.
—Es un nombre… muy bonito —respondió Enta con educación. —Ya sabes cómo me llamo yo, claro. Aunque la verdad es que me paso tanto tiempo aquí, cocinando, que a la señora Pleasant le ha dado por llamarme Brasas. Qué tontería, ¿verdad?
«Brasienta[XXXV] —pensó Magrat—. Soy hada madrina de una chica que te hace pensar en un bote de lavavajillas.»
—Habría que pulirlo un poco —reconoció.
—No he tenido valor para decirle que no me gusta, a ella le parece un nombre muy alegre —suspiró—. A mí siempre me hace pensar en un bote de lavavajillas.
—Oh, yo no diría tanto —mintió Magrat—. Esto… ¿quién es la señora Pleasant?
—Es la cocinera del palacio. Suele venir por aquí a animarme cuando ellas no están…
Se dio media vuelta. Esgrimía la tetera ennegrecida como si fuera un arma.
—¡No pienso ir a ese baile! —le espetó— ¡Y no pienso casarme con el príncipe! ¿Entendido?
Las palabras cayeron como lingotes de hierro.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —asintió Magrat, sorprendida ante tanta energía.
—Es un baboso. ¡Me pone la carne de gallina! —insistió Brasas, sombría—. Se dice que tiene unos ojos muy raros. ¡Y todo el mundo sabe lo que hace por las noches!
Todo el mundo menos yo, pensó Magrat. A mí nadie me dice nada.
—Bueno, no creo que cueste tanto arreglarlo —dijo en voz alta—. Por lo general, lo difícil es casarse con un príncipe.
—No, para mí no —suspiró Brasas—. Ya está todo preparado. Mi otra hada madrina dice que es lo que tengo que hacer. Que es mi destino.
—¿Otra hada madrina? —se sobresaltó Magrat.
—Todo el mundo tiene dos. —Enta la miró—. La buena y la mala. Ya lo sabes. ¿Tú cuál eres?
La mente de Magrat trabajó a toda velocidad.
—Oh, la buena —dijo—. Desde luego.
—Qué cosas —asintió Enta—. Es exactamente lo mismo que dijo la otra.
Yaya Ceravieja se sentó en su postura típica de rodillas juntas y codos para dentro, para tener el mínimo contacto posible con el mundo exterior.
—Canastos, qué bueno está esto —dijo Tata Ogg, mientras limpiaba el plato con lo que Yaya esperaba que fuera un trozo de pan. Deberías probarlo, Esme.
—¿Quiere un poco más, señora Ogg? —ofreció la señora Gogol.
—¿No le importa, señora Gogol? —Tata dio un codazo a Yaya en las costillas—. Está muy bueno, Esme. Es igual que el estofado.
La señora Gogol inclinó la cabeza hacia un lado y miró a Yaya.
—Creo que a la señora Ceravieja no le preocupa la comida —señaló—. Quizá a la señora Ceravieja le preocupa más el servicio.
Una sombra imponente apareció detrás de Tata Ogg. Una mano gris se llevó su plato.