Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Desde luego, había brujas en Genua. Al menos, había una bruja.

Un ruido en la tarima le hizo volverse.

Y supo por qué en Genua la gente era tan silenciosa, tan amable.

Yaya había oído comentar que, en algunos países del extranjero, cortaban las manos a los ladrones para que no volvieran a robar. Y la sola idea le había parecido verdaderamente repugnante.

En Genua no hacían semejante cosa. En Genua, les cortaban las cabezas para que ni siquiera pensaran en volver a robar.

Yaya supo perfectamente dónde estaban ahora las brujas de Genua.

Estaban al mando.

Magrat llegó a la puerta trasera de la casa. Estaba entreabierta.

Trató de recuperar la compostura.

Dio unos golpecitos educados, tímidos, en la madera.

—Eh… —empezó.

Un cuenco de agua sucia le dio directamente en la cara.

—Cielos, cuánto lo siento —oyó decir a alguien, entre el rugido de la marea en unas orejas llenas de porquería—. No sabía que hubiera nadie en la puerta.

Magrat se secó el agua de los ojos, y trató de enfocar la mirada en la figura nebulosa que tenía ante ella. En su mente se hizo una especie de certeza narrativa.

—¿Te llamas Enta? —preguntó.

—Pues sí. ¿Y tú, quién eres?

Magrat examinó de arriba abajo a su recién encontrada ahijada. Era la joven más atractiva que había visto en su vida. Tenía la piel tan marrón como una nuez y el cabello tan rubio que era casi blanco, una combinación no del todo inusual en una ciudad tan tolerante como había sido Genua en el pasado.

¿Qué se suponía que debía decir una en momentos como aquel? Se quitó una monda de patata de la nariz.

—Soy tu hada madrina —dijo—. Qué cosas. Ahora que se lo he dicho a alguien, me suena de lo más tonto.

Enta la miró.

—¿Tú?

—Eh…, pues sí. Mira, tengo la varita y todo.

Magrat agitó la varita por si servía de algo. No sirvió de nada.

Enta inclinó la cabeza hacia un lado.

—Pensaba que vosotras aparecíais en medio de una lluvia de lucecitas parpadeantes y con un tintineo de fondo —señaló con desconfianza.

—Oye, que sólo me han dado la varita —replicó Magrat a la desesperada—. No venía con libro de instrucciones, ¿sabes?

Enta la examinó de nuevo.

—En fin —dijo—. En ese caso, será mejor que entres. Llegas justo a tiempo. Estaba preparando una taza de té.

Las mujeres iridiscentes subieron a un carruaje descubierto. Pese a lo hermosas que eran, Yaya advirtió que caminaban de una manera extraña.

Sí, claro, era comprensible. No debían de estar acostumbradas a las piernas.

También se dio cuenta de que la gente evitaba mirar el carruaje. No era que no lo vieran. Sencillamente, dejaban que sus ojos pasaran de largo, como si con sólo apercibirse de su existencia fueran a meterse en un buen lío.

Y tampoco pudo dejar de fijarse en los caballos del carruaje. Tenían sentidos más aguzados que los de los seres humanos. Sabían lo que tenían detrás, y no les hacía la menor gracia.

Los siguió cuando emprendieron el trote, con los ojos enloquecidos y las orejas gachas, por las calles de la ciudad. Tras un rato, entraron por el camino que llevaba a una casa enorme y semiderruida, cerca del palacio.

Yaya remoloneó unos instantes junto a la puerta, tomando nota de los detalles. El yeso se caía a pedazos de los muros de la casa y hasta la aldaba se había desprendido.

Yaya Ceravieja no creía en los ambientes. No creía en las auras psíquicas. Siempre había pensado que ser bruja depende en buena medida de las cosas en las que no crees. Pero estaba más que dispuesta a creer que aquella casa tenía un algo muy desagradable. No que fuera malévola. Las dos no-exactamente-mujeres no eran malévolas, de la misma manera que una daga o un despeñadero no son malévolos. Ser malévolo implica que eres capaz de tomar decisiones. Pero la mano que esgrime la daga o que empuja el cuerpo por el despeñadero sí puede ser malévola, y algo semejante era lo que sucedía en aquel lugar.

Deseó con todas sus fuerzas no saber quién estaba detrás de aquello.

La gente como Tata Ogg aparece por todas partes. Es como si hubiera una especie de generador mórfico dedicado a la producción de ancianas a las que les gusta reír un rato y no hacen ascos a una jarrita de cuando en cuando, preferentemente de alguna bebida que se sirva en vasos muy pequeños. Las hay por todas partes y, por lo general, van de dos en dos.[21]

Tienen tendencia a atraerse unas a otras. Probablemente, emiten señales inaudibles que indican que aquí hay alguien dispuesto a exclamar «Ooooh» ante las fotos de los nietos de los demás.

Tata Ogg había encontrado una amiga. Era la señora Pleasant, que trabajaba como cocinera y además era la primera persona negra con que se encontraba Tata.[22] Además, era una de esas cocineras de tipo muy superior, de las que se pasan la mayor parte del tiempo sentadas en una silla en el centro de la cocina y no parecen prestar mucha atención a la actividad que tiene lugar a su alrededor.

De cuando en cuando, daba alguna orden. Sólo tenía que hacerlo de cuando en cuando porque, con los años, se había encargado de que la gente hiciera las cosas a su manera o no las hiciera en absoluto. En un par de ocasiones se levantaba con cierta ceremonia, probaba algo y, quizá, hasta añadía un pellizco de sal.

Este tipo de personas siempre se muestran dispuestas a charlar con cualquier vendedor ambulante, herborista o ancianita que lleve un gato sobre el hombro. Greebo cabalgaba sobre el hombro de Tata como si acabara de comerse al loro.

—Entonces, ¿ha venido a pasar aquí el Carnaval? —se interesó la señora Pleasant.

—Estoy ayudando a una amiga en un trabajo —asintió Tata—. Caray, estas galletitas son de lo más sabroso.

—Se le ve en la cara —dijo la señora Pleasant, empujando el plato hacia ella— que trata usted con el mundo de la magia.

—Pues ve usted mucho mejor que la mayor parte de la gente de por aquí —respondió Tata—. Oiga, ¿sabe cómo mejorarían mucho estas galletitas? Si hubiera algo con que mojarlas, ¿qué le parece?

—¿Qué le parece una bebida de bananas?

—Justo lo que estaba pensando —exclamó Tata alegremente.

La señora Pleasant hizo una señal imperiosa a una de las doncellas, que puso manos a la obra.

Tata se acomodó en la silla, balanceando sus piernas gordezuelas y contemplando la cocina con sumo interés. Había un montón de cocineros, que trabajaban con la determinación de un pelotón de artillería construyendo una barricada. Montaban enormes pasteles. En los hornos se asaban animales enteros. Un hombretón calvo, con el rostro cruzado por una cicatriz, se dedicaba pacientemente a clavar palillos en las salchichas.

Tata no había desayunado nada. Greebo sí, pero eso no importaba. Los dos estaban sufriendo una exquisita tortura culinaria.

Ambos siguieron con la vista, como hipnotizados, a dos doncellas que apenas podían con sus bandejas de canapés.

—Veo que es usted una mujer muy observadora, señora Ogg —dijo la señora Pleasant.

—Sólo una miguita —respondió Tata sin pensar.

—También me apercibo —siguió la señora Pleasant tras unos instantes de silencio— de que el gato que lleva sobre su hombro es de raza poco habitual.

—En eso tiene razón.

—Sé que tengo razón.

Un vaso rebosante de espuma amarilla apareció ante Tata. La anciana lo miró, reflexiva, y trató de volver al asunto más apremiante.

—Bien —empezó—, ¿adónde me aconsejaría usted ir para averiguar cómo se hace la magia en…?

—¿Quiere comer alguna cosita? —la interrumpió la señora Pleasant.

—¿Qué? ¡Cielos!

La señora Pleasant puso los ojos en blanco.

—Esto, ni hablar. Yo ni siquiera lo probaría —dijo con amargura.

Tata se desanimó.

—Pero si lo cocina usted…

—Sólo porque me lo dicen. El viejo Barón sí que sabía lo que era comer bien, pero… ¿esto? Aquí no hay nada más que cerdo, y ternera, y cordero, y esas porquerías para gente que no ha probado nunca nada mejor. El único bicho de cuatro patas que vale la pena comer es el caimán. Yo me refería a comida de verdad.

La señora Pleasant recorrió la cocina con la mirada.

—¡Sara! —llamó.

Una de las subcocineras se volvió.

—¿Sí, señora?

—Esta amiga y yo vamos a salir. Encárgate de todo, ¿de acuerdo?

—Sí, señora.

La señora Pleasant se levantó e hizo una señal cargada de sentido a Tata Ogg.

—Las paredes tienen oídos —susurró.

—¡Canastos! ¿De verdad?

—Vamos a dar un paseo.

Ahora, a Tata Ogg le parecía que había dos ciudades en Genua. Por un lado estaba la blanca, toda casas nuevas y palacios con tejados azules. A su alrededor, incluso por debajo de ella, se extendía la antigua. Quizá a la nueva no le gustara la presencia de la antigua, pero no podía arreglárselas sin ella. Al fin y al cabo, alguien tenía que encargarse de cocinar.

A Tata Ogg le gustaba bastante cocinar, siempre y cuando hubiera alguien alrededor para encargarse de hacer cosas como cortar las verduras y lavar los platos después. Aseguraba que era capaz de hacer cosas con un trozo de carne, que ni el buey al que perteneció habría podido imaginar. Pero, ahora, se daba cuenta de que aquello no era cocinar. Al menos, comparado con la cocina de Genua. Aquello era sobrevivir de la manera más agradable posible. Cocinar fuera de Genua sólo era calentar trozos de animales, pájaros, pescados y verduras, todo junto, hasta que se ponían marrones.

Y lo más extraño era que los cocineros de Genua no tenían nada comestible que cocinar; al menos, no tenían lo que Tata habría calificado de comida. En su mundo, la comida iba por ahí sobre cuatro patas o, todo lo más, sobre dos patas y con un par de alas. O, como mínimo, tenía aletas. La idea de comida con más de cuatro patas era harina de otro co…, era un nuevo cereal molido, completamente desconocido.

En Genua no tenían gran cosa que cocinar, de manera que lo cocinaban todo. Tata nunca había oído hablar de gambas, cangrejos de río o langostas; le daba la sensación de que los habitantes de Genua dragaban el fondo del río y hervían lo que saliera.

Lo principal era que un buen cocinero de Genua podía coger lo que se retorciera en un puñado de barro, unas cuantas hojas secas y un pellizco o dos de algunas hierbas de nombre impronunciable, y hacer con todo ello una comida que haría que el mejor gourmet se echara a llorar de gratitud y prometiera ser bueno el resto de su vida con tal de que le dieran otro plato.

Tata Ogg siguió a la señora Pleasant por el mercado. Examinó las jaulas de serpientes y las hileras de hierbas misteriosas. Hurgó en las bandejas de bivalvos. Se detuvo a charlar con otras señoras como Tata Ogg, dueñas de tenderetes en los que, a cambio de un par de monedas, te daban extrañas sopas de pescado y bocadillitos de marisco. Lo probó todo. Se lo estaba pasando en grande. Genua, ciudad de cocineros, acababa de encontrar el apetito que merecía.

Terminó de comerse un plato de pescado, e intercambió un saludo y una sonrisa con la mujercita del tenderete.

—Canastos, todo esto es… —empezó, volviéndose hacia la señora Pleasant.

La señora Pleasant había desaparecido.

Otras personas se habrían lanzado a buscarla entre la multitud, pero Tata Ogg se quedó allí pensativa.

Le he preguntado por la magia, meditó, y me ha traído aquí. Por culpa de esas paredes con orejas, supongo. Así que quizá deba hacer el resto yo sola.

Miró a su alrededor. Había una tienda a cierta distancia de las demás, al lado del río. No se veía ningún cartel en el exterior, pero había un caldero cuyo contenido hervía suavemente sobre el fuego. Junto al caldero había unos cuantos cuencos de arcilla. De cuando en cuando, alguien salía de entre la multitud, se servía un cuenco de lo que fuera que hubiese en el caldero, y luego echaba un puñado de monedas en el plato situado ante la tienda.

Tata se acercó para echar un vistazo al caldero. En el interior, algunas cosas salían a la superficie para luego volver a hundirse. Los colores imperantes eran los marrones y castaños. Las burbujas se formaban, crecían y se rompían con un «blop» orgánico, pegajoso. En aquel caldero podía estar sucediendo cualquier cosa. Quizá se estuviera creando la vida por generación espontánea.

Tata Ogg era de las que pensaban que había que probarlo todo. Algunas cosas, las probaba miles de veces.

Cogió el cucharón, eligió un cuenco y se sirvió.

Un momento más tarde, apartó la cortina de la tienda y miró hacia la oscuridad del interior.

Había una figura cruzada de piernas en la penumbra. Fumaba en pipa.

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