Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—Eh, ¿por qué no bebemos algo? —sugirió Tata Ogg con animación—. A todas nos vendrá bien una copa.

—Ah, no, ni hablar —replicó Yaya— Ya me enredasteis la última vez con esa bebida de hierbas. Estoy segura de que llevaba alcohol. Me sentí un tanto mareada después del sexto vaso. No pienso beber más porquerías extranjeras.

—Algo tendrás que beber —la tranquilizó Magrat—. Además, tengo sed. —Examinó el bar abarrotado con gesto distraído—. Puede que tengan algún zumo de frutas o algo por el estilo.

—Seguro —asintió Tata Ogg.

Se levantó, recorrió el establecimiento con la mirada y, con todo disimulo, se quitó una de las horquillas del sombrero.

—Enseguida vuelvo.

Las dos se quedaron en un silencio sombrío. Yaya miraba fijamente al frente.

—No te deberías tomar tan mal que la gente no te muestre ningún respeto —dijo Magrat, tratando de calmar los fuegos internos—. A mí, nadie me ha mostrado nunca el menor respeto, y no me pasa nada.

—Si no tienes respeto, no tienes nada —replicó Yaya, distante.

—Pues la verdad, no sé. Siempre me las he arreglado —dijo Magrat.

—Eso es porque eres una mocosa, Magrat Ajostiernos —bufó Yaya.

Se hizo un silencio breve, ardiente, en el que retumbaban las palabras que no debieron pronunciarse, junto con algunos gemidos de dolor más cerca de la barra del bar.

Siempre supe que opinaba eso, se dijo Magrat, desde los muros gélidos de la vergüenza. Pero no pensaba que llegaría a decirlo. Y jamás me pedirá perdón, porque no es de las que piden perdón. Se limita a esperar que la gente olvide cosas como ésa. Sólo intentaba que volviéramos a llevarnos bien, a ser amigas. Como si ella tuviera amigas.

—Bueno, ya estoy aquí —exclamó Tata Ogg, saliendo de entre la multitud con una bandeja—. Bebidas de frutas.

Se sentó, y miró a sus compañeras.

—Son de banana —insistió, con la esperanza de despertar una chispa de interés en alguna de las dos—. Recuerdo que, una vez, mi Shane trajo una banana a casa. Caray, lo que nos llegamos a reír con aquello. Le he preguntado al camarero «¿Qué bebidas de frutas toma la gente por aquí?», y me ha dado esto. Es de banana. Una bebida de banana. Ya veréis como os gusta. Es lo que bebe aquí la gente. Es de banana.

—Desde luego, tiene un…, un sabor muy fuerte —dijo Magrat, bebiendo un sorbo con cautela—. ¿Lleva también azúcar?

—Me parece que sí —asintió Tata.

Miró a Yaya, que tenía el ceño fruncido y la mirada perdida en la distancia. Suspiró, sacó el lápiz y lamió la punta con gesto profesional.

‹Una de las cosas buenas que tienen aquí es que es muy barato beber, hay una cosa que se llama dairikiri de bananana, que consiste en ron con una banananana[20] dentro. Noto que me hace mucho bien. Aquí el clima es de lo más húmedo. Espero que encontremos un lugar donde alojarnos. Lo espero porque Esme siempre cae de pie, o por lo menos siempre cae sobre los pies de alguien. Os he hecho un dibujo de un dairikiri de bananananana, que como podéis ver ya me lo he bebido hasta la última gota. Besos, MAMA XXXXX.›

Al final, encontraron un establo. Según comentó alegremente Tata Ogg, probablemente fuera más cálido e higiénico que cualquiera de las posadas, y había millones de personas en el extranjero que darían el brazo derecho por tener un lugar tan calentito y seco donde dormir.

Para romper el hielo, era tan útil como una sierra de jabón.

No hace falta gran cosa para hacer dormir a las brujas.

Magrat se quedó despierta, utilizando su bolsa de ropas a modo de almohada y escuchando el sonido suave de la lluvia contra el tejado.

Todo esto ha ido mal desde el principio, pensó. No sé por qué permití que vinieran conmigo. Soy perfectamente capaz de hacer algo sola por una vez, pero ellas siempre me tratan como si fuera una…, una mocosa. No lo entiendo, no tengo por qué soportar que siempre me esté echando la bronca y poniéndome malas caras. A ver, ¿qué tiene ella de especial? Casi nunca hace nada que sea magia de verdad, diga lo que diga Tata. Lo único que hace es gritar mucho y avasallar a la gente. En cuanto a Tata, tiene buenas intenciones, pero ni el menor sentido de la responsabilidad. Creí que me iba a morir cuando empezó a cantar la Canción del Puercoespín en medio de la taberna. Espero que la gente no entendiera la letra.

Y el hada madrina soy yo, ¡yo! Ahora no estamos en casa. En el extranjero tiene que haber maneras diferentes de hacer las cosas.

Se levantó con la primera luz del día. Las otras dos dormían, aunque «dormir» es una palabra demasiado moderada para calificar los sonidos que emitía Yaya Ceravieja.

Magrat se puso su mejor vestido, el de seda verde, que ahora era un amasijo de arrugas. Sacó un paquetito envuelto en papel de seda, y desenvolvió con sumo cuidado sus joyas ocultistas. Magrat compraba joyería ocultista, en parte para distraerse del hecho de ser Magrat. Tenía tres cajas grandes llenas de baratijas, y seguía siendo exactamente la misma persona.

Hizo todo que pudo para quitarse la paja del pelo. Luego, desenvolvió la varita mágica.

Deseó tener un espejo en el que mirarse.

—Tengo la varita —dijo con tranquilidad—. No creo que necesite ayuda. Desiderata me pidió que les dijera que no me ayudaran.

Le pasó por la cabeza la idea de que Desiderata no había estado muy afortunada en ese aspecto. De una cosa se podía estar seguro: si decías a Yaya Ceravieja y a Tata Ogg que no te ayudaran, lo primero que harían sería lanzarse en tu ayuda. A Magrat no dejaba de sorprenderla que alguien tan inteligente como Desiderata hubiera cometido un error tan tonto. Seguramente, la pobre también había tenido una psicolología…, fuera eso lo que fuese.

Con todo cuidado, para no despertar a las otras dos, Magrat abrió la puerta y salió rápidamente al aire húmedo del exterior. Esgrimió la varita, y se dispuso a dar al mundo lo que el mundo desease.

Esperaba que fueran calabazas.

Tata Ogg abrió un ojo cuando la puerta crujió al cerrarse.

Se incorporó, bostezó y se rascó. Rebuscó en el sombrero hasta dar con la pipa. Atizó un buen codazo a Yaya en las costillas.

—No estoy dormida —replicó Yaya.

—Magrat se ha marchado.

—¡Ja!

—Voy a buscar algo de comer —murmuró Tata.

Cuando Esme estaba de aquel humor, era inútil intentar hablar con ella.

Cuando salió, Greebo se dejó caer suavemente desde la viga y aterrizó sobre su hombro.

Tata Ogg, una de las personas más optimistas del mundo, salió a recoger aquello que le ofreciera el futuro.

Esperaba que le ofreciera ron y bananas.

No le costó mucho encontrar la casa. Desiderata había dejado indicaciones muy precisas.

La mirada de Magrat se posó sobre las altas paredes blancas y las recargadas balconadas de metal. Trató de alisarse unas cuantas arrugas del vestido, se quitó unos trocitos recalcitrantes de heno que aún llevaba en el pelo, y luego echó a andar con resolución por el camino que llevaba a la entrada. Llamó a la puerta.

La aldaba se le rompió en la mano.

Miró a su alrededor con ansiedad, por si alguien había advertido aquella muestra de vandalismo, y trató de ponerla en su sitio. Se le cayó, arrancando un trozo de mármol de uno de los escalones.

Por fin, llamó suavemente con los nudillos. Una fina nube de pintura se desprendió de la puerta y bajó flotando hacia el suelo. Fue el único efecto que obtuvo.

Magrat calculó cuál debería ser su próximo movimiento. Estaba bastante segura de que dejar una tarjetita por debajo de la puerta, un papelito donde pusiera: «He pasado hoy, pero no había nadie en casa. Por favor, contacten con la remitente para concertar una cita», no era una actitud típica de un hada madrina. Además, esta casa no era de las que se quedan vacías. En un lugar así, debería de haber criados a toneladas.

Echó a andar por la gravilla, y rodeó la casa. Quizá por la puerta trasera… Las brujas siempre se han sentido más cómodas con las puertas traseras.

Desde luego, Tata Ogg prefería las puertas traseras. Se dirigió a una que correspondía al palacio. Era bastante sencillo entrar, esto no era como los castillos de casa, que expresaban con toda claridad sus ideas sobre el interior y el exterior, y estaban construidos para mantenerlos bien diferenciados. Esto era…, bueno, era un castillo de cuento de hadas, todo almenajes de azúcar glaseado y delgados torreones. Además nadie se fijaba demasiado en las ancianitas menudas. Las ancianitas menudas eran inofensivas por definición, aunque en todo un reguero de pueblos y aldeas, a lo largo de varios miles de kilómetros del continente, estaban actualizando dicha definición.

Según la experiencia de Tata Ogg, los castillos eran como los cisnes. Parecían moverse con suavidad por las aguas del Tiempo, pero en realidad había una actividad caótica por debajo. Seguro que encontraría un laberinto de despensas, y cocinas, y lavanderías, y establos, y bodegas (le gustaba especialmente lo de las bodegas), y gente que ni siquiera repararía en una abuelita más por allí.

Además, era la mejor manera de enterarse de los chismorreos. A Tata Ogg también le encantaban los chismorreos.

Yaya Ceravieja vagaba desconsolada por las inmaculadas calles. No estaba buscando a las otras dos. De eso estaba casi segura. Por supuesto, siempre era posible que se las encontrara, así como por casualidad, y les dirigiera una mirada cargada de sentido. Pero, desde luego, no las estaba buscando. De eso, ni hablar.

Al final de la calle se había congregado una multitud. Partiendo de la razonable idea de que Tata Ogg bien podía encontrarse en el centro, Yaya Ceravieja encaminó sus pasos hacia allí.

No encontró a Tata. Lo que había en aquel lugar era una tarima. Y un hombrecillo cargado de cadenas. Y unos cuantos guardias con alegres uniformes. Uno de ellos esgrimía un hacha.

No era necesario haber recorrido mucho mundo para comprender que el objetivo de aquella escena no era entregar al hombre encadenado una tarjeta firmada y una colecta realizada entre sus compañeros.

Yaya dio un codazo a un espectador.

—¿Qué pasa?

El hombre la miró de soslayo.

—Los guardias lo pescaron robando —dijo.

Ah. Bueno, la verdad es que parece culpable —asintió Yaya. La gente encadenada tiene tendencia a parecer culpable—. ¿Y qué le van a hacer?

—Enseñarle una lección.

—¿Qué tipo de lección?

—¿Ve esa hacha?

Los ojos de Yaya no se habían apartado del hacha ni un instante. Pero, ahora, permitió que su atención se desviara hacia la multitud para captar briznas de pensamientos.

La mente de una hormiga es fácil de leer. Sólo hay una cadena de pensamientos simples: Transportar, Transportar, Morder, Meterse En El Bocadillo, Transportar, Comer. En cierto modo, la de un perro es más complicada. Un perro puede estar albergando varios pensamientos a la vez. Pero una mente humana es una nube tormentosa, un relampagueante conjunto de pensamientos, todos ellos ocupando una cantidad limitada de tiempo de procesamiento cerebral. Es casi imposible averiguar qué piensa su propietario que está pensando, entre la contaminación de los prejuicios, los recuerdos, las preocupaciones, las esperanzas y los temores.

Pero cuando hay mucha gente pensando lo mismo a la vez es posible captarlo, y Yaya Ceravieja detectó al instante el miedo.

—Parece que será una lección que tardará mucho tiempo en olvidar —murmuró.

—Pues a mí me parece que la olvidará enseguida —replicó el espectador.

Acto seguido, se alejó unos pasos de Yaya, igual que la gente se aleja de los pararrayos cuando empieza una tormenta eléctrica.

Y fue en este momento cuando Yaya detectó la nota discordante en la orquesta de pensamientos. En medio de ella había dos mentes que no tenían nada de humanas.

Su forma era tan sencilla, limpia y directa como una navaja. Ya había palpado mentes como aquellas, y no había sido una experiencia agradable.

Examinó la multitud y descubrió a las propietarias de las mentes. Miraban sin parpadear a las figuras de la tarima.

Eran dos mujeres. O, al menos en aquel momento, tenían forma de mujeres; más altas que ella, esbeltas como bastones, con anchos sombreros y velos que les cubrían los rostros. Sus vestidos centelleaban a la luz del sol…, podían ser azules, quizá amarillos, quizá verdes. Quizá estampados. Era imposible saberlo con certeza. Al menor movimiento, cambiaban todos los colores.

Y no alcanzaba a distinguir sus rostros.

Autore(a)s: