Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

En cambio, ninguno de estos guardias bajaba del metro ochenta, y hasta Yaya hubo de reconocer que estaban impresionantes con sus alegres uniformes rojos y azules. Aparte de éstos, la única guardia de ciudad que había visto en su vida era la de Ankh-Morpork. Al contemplar a la guardia de Ankh-Morpork, los ciudadanos razonables se preguntaban quién podría atacar que fuera peor que ellos. Desde luego, no eran un espectáculo memorable por su belleza.

Para sorpresa de Yaya, dos picas le cortaron el paso cuando se dirigió al arco de entrada.

—Oiga, no somos un ejército invasor —dijo.

El cabo saludó marcialmente.

—No, señora —dijo—. Pero tenemos órdenes de detener a los casos dudosos.

¿Casos dudosos? —se sorprendió Tata—. ¿Qué tenemos nosotras de dudoso?

El cabo tragó saliva. No era fácil sostener la mirada de Yaya Ceravieja.

—Bueno —empezó—, van ustedes un poco… desastradas.

El silencio que siguió fue retumbante. Yaya tomó aliento.

—Es que hemos tenido un pequeño accidente en el pantano —se apresuró a intervenir Magrat.

—Seguro que lo solucionaremos enseguida —tartamudeó el cabo—. El capitán llegará de un momento a otro. Lo que pasa es que, si dejamos entrar a quien no debemos, nos buscamos un buen problema. No se creerían ustedes la gentuza que llega aquí a veces.

—No se puede dejar entrar a cualquiera —asintió Tata Ogg—. No nos gustaría que dejaran entrar a cualquiera. La verdad es que nosotras no querríamos entrar en una de esas ciudades donde dejan entrar a cualquiera. ¿A que no, Esme?

Magrat le dio una patada en el tobillo.

—Menos mal que nosotras no somos cualquiera —siguió Tata.

—¿Qué sucede, cabo?

El capitán de la guardia salió por una puerta situada en el interior del arco y se dirigió hacia las brujas.

—Estas… estas damas quieren pasar, señor —dijo el cabo.

—¿Y qué?

—Pues que van un poco…, no sé cómo decirlo, no están cien por cien aseadas —siguió el cabo, temblando bajo la mirada de Yaya—. Una de ellas lleva el pelo todo enredado…

—¡Oiga! —exclamó Magrat.

—… y otra tiene pinta de usar un lenguaje poco apropiado.

—¿Qué? —exclamó Tata, perdiendo la sonrisa al instante—. ¡Te voy a dar una buena patada en el culo, guapito!

—Pero, cabo, llevan escobas —señaló el capitán—. El personal de limpieza no puede estar siempre tan aseado como querría.

—¿Personal de limpieza? —rugió Yaya.

—Seguro que ellas tienen tantas ganas como usted de ir a asearse —siguió el capitán.

—Disculpe —dijo Yaya, dotando a la palabra de los mismos matices que llevan —exclamaciones como «¡Al ataque!» o «¡Mátenlos!»—. Disculpe, pero… ¿no le sugiere nada este sombrero puntiagudo que llevo?

Los soldados la miraron con toda educación.

—¿Me da una pista? —pidió al final el capitán.

—Significa…

—Bueno. Pues si no les importa, nos vamos ya —se apresuró a intervenir Tata Ogg—. Tenemos mucho que limpiar. —Blandió la escoba—. ¡Vamos, chicas!

Magrat y ella agarraron a Yaya firmemente por los codos, y la empujaron para que atravesara el arco antes de que se le quemaran los fusibles. Yaya Ceravieja siempre había defendido que había que contar hasta diez antes de perder los estribos. Nadie sabía por qué, ya que esto sólo sirve para que suba la presión y para que la explosión resultante sea aún peor.

Las brujas no se detuvieron hasta que no perdieron de vista la puerta.

—Venga, venga, Esme —la tranquilizó Tata—, no deberías tomártelo tan a la tremenda. Y tienes que admitir que vamos algo cochinas. Esos pobres chicos sólo cumplían con su trabajo, ¿verdad? ¿Qué te parece?

—Nos han tratado como si fuéramos gente corriente —rugió Yaya.

—Estamos en el extranjero, Yaya —dijo Magrat—. Además, tú misma dijiste que aquellos hombres del barco tampoco habían reconocido el sombrero.

—Porque yo no quise que lo reconocieran —bufó Yaya—. Es diferente.

—No ha sido más que un…, un incidente, Yaya —insistió Magrat—. Sólo son unos soldados estúpidos. Ni siquiera son capaces de reconocer un peinado estilo libre, aunque lo tengan ante sus narices.

Tata se dio media vuelta. La gente pasaba junto a ellas, casi en silencio.

—Y tienes que admitir que es una ciudad muy bonita, muy limpia-dijo.

Las tres contemplaron lo que las rodeaba.

Desde luego, era el lugar más pulcro que habían visto en sus vidas. Hasta los guijarros de la calle parecían pulimentados.

—Una se podría beber el té en el suelo —dijo Tata mientras caminaban.

—Sí, pero se estaría bebiendo el té en el suelo —bufó Yaya.

—Bueno, tampoco lo apuraría hasta el fondo —replicó Tata—. Pero hasta las alcantarillas están cepilladas. Mirad, no se ve ni una llerda.[19]

—¡Gytha!

—Oye, si tú misma dijiste que en Ankh-Morpork…

—¡Esto no es Ankh-Morpork!

—Qué limpio está todo —dijo Magrat—. Te dan ganas de haberte limpiado las sandalias.

—Es verdad. —Tata Ogg recorrió la calle con la mirada—. Te dan ganas de ser mejor persona.

—¿Qué vais rezongando vosotras dos? —quiso saber Yaya.

Siguió la dirección de sus miradas. Había un guardia de pie, en una esquina de la calle. Cuando vio que lo miraban, se llevó la mano al casco y les dedicó una breve sonrisa.

—Hasta los guardias son educados —dijo Magrat.

—Y cuántos hay, ¿eh? —señaló Yaya.

—Es verdad, resulta extraño que hagan falta tantos guardias en una ciudad donde la gente es tan tranquila, tan limpia —asintió Magrat.

—Supongo que hay tanto encanto para repartir, que necesitan a mucha gente para que lo haga —dijo Tata Ogg.

Las brujas recorrieron las calles atestadas.

—Las casas son muy bonitas —señaló Magrat—. Muy decorativas, a su estilo antiguo.

Yaya Ceravieja, que vivía en una casa de estilo antiguo, tanto, que si fuera más antigua sería una roca metamórfica, no hizo ningún comentario.

Los pies de Tata Ogg empezaron a quejarse.

—Deberíamos buscar algún lugar donde pasar la noche —sugirió—. Ya intentaremos dar con esa chica mañana por la mañana. Todas nos encontraremos mejor después de dormir bien una noche.

—Y de bañarnos —añadió Magrat—. Con muchas hierbas en el agua.

—Buena idea, a mí también me irá de maravilla un buen baño —asintió Tata.

—Caray, qué pronto vuelve el otoño —replicó Yaya con amargura.

—¿Sí? ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste, Esme?

—¿Cómo que «la última vez»?

—¿Lo ves? Así que no tienes nada que opinar sobre mis abluciones.

—Bañarse es antihigiénico —declaró Yaya—. Sabes que nunca he aprobado los baños. Eso de sentarte en tu propia suciedad es una porquería.

—Entonces, ¿qué haces tú? —quiso saber Magrat.

—Me lavo —replicó Yaya—. Parte por parte. A medida que van apareciendo.

No se proporcionó más información sobre la periodicidad con que iban apareciendo dichas partes, pero desde luego sería más fácil localizarlas que encontrar habitaciones en Genua durante las fiestas de Carnaval.

Todas las tabernas y posadas estaban más que abarrotadas. Poco a poco, la presión de las multitudes las fue alejando de las calles principales hacia las zonas menos elegantes de la ciudad. Ni aún así encontraron refugio para las tres.

Yaya Ceravieja ya había tenido más que suficiente.

—Nos quedaremos en el próximo lugar que encontremos —afirmó, apretando las mandíbulas con firmeza—. ¿Cómo se llama esa posada de ahí?

Tata Ogg escudriñó el cartel.

—Hotel No… Va… Cantes —murmuró. Se animó un poco—. Hotel Nova Cantes. Eso quiere decir «Nuevas… eh… Cantes». En extranjero —añadió, esperanzada.

—Nos conformaremos —asintió Yaya.

Abrió la puerta de golpe. Un hombre regordete, de rostro sonrosado, alzó la vista desde detrás del mostrador. Acababa de empezar en aquel empleo y estaba muy nervioso. El último encargado había desaparecido por no ser regordete ni tener el rostro lo suficientemente sonrosado.

Yaya no era de las que perdían el tiempo.

—¿Ve este sombrero? —le espetó—. ¿Ve esta escoba?

El hombre miró a Yaya, luego a la escoba, y después otra vez a Yaya.

—Sí —dijo—. ¿Qué significan?

—Significan que queremos tres habitaciones para esta noche —replicó Yaya, mirando a las otras dos con gesto orgulloso.

—Con salchichas —dijo Tata.

—Y un menú vegetariano —añadió Magrat.

El hombre se las quedó mirando a las tres. Luego, se dirigió hacia la puerta.

—¿Ven esta puerta? —dijo—. ¿Ven este cartel?

—A nosotras no nos importan los carteles —replicó Yaya.

—Bueno, bueno —dijo el hombre—. Me rindo. ¿Qué significan el sombrero puntiagudo y la escoba?

—Que soy una bruja —replicó Yaya.

El hombre inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó—. ¿Anciana idiota?

‹Querido Jason y todos los demás —escribió Tata Ogg—. No os lo vais a creer pero aquí no conocen a las brujas, así de atrasados están en el extranjero. Un hombre se puso borde con Esme y Esme se habría puesto como una fiera así que Magrat y yo la agarramos y nos la llevamos, porque si haces creer a alguien que lo has convertido en algo te da un montón de problemas, acuérdate de lo que pasó la última vez, que luego tuviste que excavar un estanque para que viviera el señor Wilkins…›

Por fin habían conseguido una mesa para ellas solas en una taberna. Estaba abarrotada de gente de todas las especies. El ruido las obligaba a gritar, y el aire era denso por el humo.

—¿Quieres dejar de hacer garabatos, Gytha Ogg? —bufó Yaya. Me crispas los nervios.

—Tiene que haber brujas por aquí —dijo Magrat—. En todas partes hay brujas. Tiene que haber brujas en el extranjero. Las brujas están por todas partes.

—Como las cucarachas —añadió Tata Ogg alegremente.

—Deberíais haberme dejado que le hiciera creer que era una rana —refunfuñó Yaya.

—Eso no está bien, Esme. No puedes ir por ahí haciendo creer a la gente que son otra cosa, sólo porque se portan de manera antipática y no saben quién eres tú —le explicó Gytha—. Si te dejáramos salirte con la tuya, todo el mundo iría por ahí dando saltos.

A pesar de sus muchas amenazas, Yaya Ceravieja no había transformado a nadie en una rana. Desde su punto de vista se podía hacer algo que era, técnicamente, menos cruel, pero mucho más barato y satisfactorio. Podía dejar a la gente con forma humana, pero hacerles creer que eran ranas, cosa que además proporcionaba infinitas diversiones a los viandantes.

—Siempre me dio mucha pena el señor Wilkins —suspiró Magrat, que contemplaba con tristeza la superficie de la mesa—. Me parecía muy triste verlo intentando atrapar moscas con la lengua.

—No debió decir lo que dijo —replicó Yaya.

—¿El qué, que eres una vieja entrometida y dominante? —preguntó Tata con inocencia.

—Acepto las críticas —dijo Yaya—. Ya me conocéis. Nunca me he tomado a mal una crítica. Nadie puede decir que me tomo a mal una crítica…

—Al menos, no dos veces —dijo Tata—. No sin que termine lanzando burbujas por la boca.

—Lo que pasa es que no soporto la injusticia —siguió Yaya— ¡Y deja ya de sonreír! Además, tampoco entiendo a qué viene tanto jaleo. Se le pasó en un par de días.

—La señora Wilkins dice que aún le gusta mucho nadar —dijo Tata—. Según ella, su marido tiene ahora nuevos intereses.

—Es posible que en esta ciudad tengan otro tipo de brujas —dijo Magrat, sin demasiadas esperanzas—. A lo mejor van vestidas de otra manera.

—Sólo existe una clase de brujas —dijo Yaya—. Y somos nosotras.

Recorrió la habitación con la mirada. Por supuesto, pensó, si alguien mantenía alejadas a las brujas la gente no sabría nada de ellas. Alguien que no quisiera que nadie más se entrometiera. Pero a nosotras nos ha dejado pasar…

—Bueno, al menos estamos en un lugar seco —comentó Tata.

Uno de los parroquianos, de entre la multitud que había a su espalda, echó hacia atrás la cabeza para reírse y le derramó la cerveza sobre el vestido.

La anciana murmuró algo entre dientes.

Magrat vio cómo el hombre bajaba la vista para beber otro sorbo y contemplaba la jarra con los ojos abiertos de par en par. La soltó y echó a correr hacia la puerta, agarrándose la garganta.

—¿Qué has hecho con su bebida? —preguntó.

—No tienes edad para saberlo —replicó Tata.

En casa, si una bruja quería una mesa para ella sola, pues… sencillamente, la tenía. Bastaba con la visión de un sombrero puntiagudo. La gente se mantenía a una distancia educada, y de cuando en cuando le pagaban las bebidas. Hasta Magrat era respetada, no porque alguien la mirase con admiración y asombro, sino porque cometer un desliz con una bruja era cometer un desliz con todas las brujas, y nadie quería que Yaya Ceravieja fuera a explicárselo en persona. En cambio, allí las empujaban, como si fueran corrientes. Sólo la mano de Tata Ogg, posada en el brazo de Yaya Ceravieja en gesto de advertencia, impedía que una docena de joviales bebedores entraran en un estado de anfibiedad antinatural. Ella siempre se había preciado de ser tan corriente como el abono, pero es que hay corrienteces y corrienteces. Era como lo de ese príncipe comosellamara, el de los cuentos, al que le gustaba recorrer su reino vestido como un ciudadano corriente. Siempre había tenido la retorcida sospecha de que el muy pervertido se aseguraba de antemano que todo el mundo supiera quién era, por si acaso a alguien se le ocurría ponerse demasiado corriente. Era como mancharte de barro. Mancharte de barro, cuando sabes que te espera una estupenda bañera caliente, es divertido; mancharte de barro, cuando todo lo que te espera es más barro, no tiene nada de gracioso. Llegó a una conclusión.

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