Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

El rostro del enano se iluminó con una sonrisa de alivio.

—¡Exacto! —exclamó—. Y cantar la canción esa de DingDong. Sólo que se suponía que la bruja estaría aplastada. Sin ánimo de ofender —se apresuró a añadir.

—Son los refuerzos de arce —dijo una voz desde detrás de Yaya—. Valen su peso en odro.

Yaya se los quedó mirando unos momentos, y luego sonrió.

—Creo que deberíais pasar, muchachos —dijo—. Quiero haceros unas cuantas preguntas.

Los enanos no parecían nada convencidos.

—Eh… —empezó el portavoz.

—¿Os pone nerviosos entrar en una casa donde hay brujas? —preguntó Yaya Ceravieja.

El portavoz asintió y enrojeció. Magrat y Tata Ogg intercambiaron una mirada a espaldas de Yaya. Allí había algo que iba mal, muy mal. En las montañas, los enanos no tenían ningún miedo de las brujas. Lo difícil era impedirles que se pusieran a excavar en tu suelo.

—Supongo que hace tiempo que bajásteis de las montañas —dijo Yaya.

—Sí, aquí había una veta de carbón muy prometedora —murmuró el portavoz, sin dejar de dar vueltas al casco entre las manos.

—Entonces, seguro que hace mucho tiempo que no coméis un buen pan de enano —siguió Yaya.

Los ojos del portavoz se empañaron.

—Cocido en la mejor arenisca, hecho como lo hacía vuestra madre, saltando horas y horas sobre él.

Los enanos dejaron escapar un suspiro colectivo.

—Aquí abajo no hay manera de hacerlo —dijo el portavoz, como si hablara con el suelo—. Debe de ser cosa del agua. Se hace migajas a los pocos años.

—Le ponen harina —aseguró otro enano con voz amarga.

—Y cosas peores. El panadero de Genua le echa fruta escarchada por encima —corroboró otro.

—Pues mirad —dijo Yaya, frotándose las manos—, quizá os pueda ayudar. Puede que tenga un poco de pan de enano de sobra.

—Imposible. No puede ser verdadero pan de enano —replicó el portavoz con tono sombrío—. El verdadero pan de enano tiene que haberse caído en un río, haberlo dejado secar. Hay que sacarlo de la bolsa y mirarlo todos los días, y luego volver a guardarlo. Aquí abajo no hay manera de conseguirlo.

—Quizá sea vuestro día de suerte —sonrió Yaya Ceravieja.

—En realidad —agregó Tata—, creo que el gato se meó encima.

El portavoz alzó la vista. Tenía los ojos iluminados.

—¿De verdad?

‹Querido Jason y los demás:

Qué cosas pasan. Anda que todo lo que está sucediendo, con lobos que hablan y mujeres dormidas en castillos, menudas historias que os voy a contar cuando vuelva, ya veréis. Además, no quiero ni oír hablar de granjas, eso me recuerda una cosa, por favor envíale algo al señor Vernissage, de la zona de Tajada, y preséntale los respetos de la Sra. 099 y dile que hace unos sombreros buenísimos, puede poner en las etiquetas «Aprobado por Tata Ogg, para hasta el golpe de una granja», además si escribes a la gente diciendo que hacen las cosas muy bien a veces te envían más gratis, así que igual me da un sombrero nuevo, encárgate de todo.›

Lilith salió de su sala de los espejos. Las sombras de sus imágenes se demoraron un instante y luego se desvanecieron.

Cualquier bruja decente quedaría aplastada después de caerle una granja encima. Lilith lo sabía bien. Quedaría perfectamente aplastada, sólo sobresaldrían las botas.

A veces, se desesperaba. Es que algunas personas no sabían representar su papel.

Se preguntó si existiría lo contrario a un hada madrina. Al fin y al cabo, casi todas las cosas de este mundo tenían su contrario. Si lo hubiera, no sería una mala hada madrina, puesto que eso no es más que una buena hada madrina vista desde el ángulo opuesto.

Lo contrario sería alguien que envenenara los cuentos. La criatura más malévola del mundo, en opinión de Lilith.

Pues bien, aquí, en Genua, se había puesto en marcha un cuento que nadie podría detener. Éste llevaba impulso. Si intentabas detenerlo te absorbería, te haría pasar a ser parte de su argumento. Ella no tenía que hacer nada. El cuento se encargaría de todo. Y le reconfortaba saber que no podía perder. Al fin y al cabo, ella era la buena.

Recorrió los almenajes y bajó por la escalera hasta su habitación, donde la esperaban las dos hermanas. Se les daba muy bien esperar. Podían pasarse horas enteras sentadas sin pestañear.

El Duc se negaba a estar en la misma habitación que ellas.

Cuando Lilith entró, volvieron la cabeza.

No se había molestado en proporcionarles voces. No era necesario. Bastaba con que fueran hermosas y con que pudiera hacerlas comprender.

—Ahora, tenéis que volver a la casa —dijo—. Y esto es muy importante. Escuchadme bien. Mañana irán unas personas a ver a Enta. Tenéis que permitírselo, ¿comprendido?

Le miraban los labios. Miraban cualquier cosa que se moviera.

—Necesitamos a esas personas para el cuento. El cuento no funcionará bien a menos que intenten impedirlo. Y, después…, después puede que os dé voces. Os gustaría tener voz, ¿a que sí?

Se miraron la una a la otra, luego la miraron a ella. Después clavaron la vista en la jaula que había en un rincón de la habitación.

Lilith sonrió, metió la mano y sacó dos ratoncitos blancos.

—La bruja más joven es justo de vuestro tipo —dijo—. Tendré que ver qué se puede hacer con ella. Y ahora… abrid…

Las escobas volaban en el aire de la tarde.

Por una vez, las brujas no estaban discutiendo.

Los enanos les habían recordado su hogar. A cualquiera le hubiera enternecido el corazón ver la manera en que se sentaban y miraban el pan de enanos, como consumiéndolo con los ojos, que es la mejor manera de consumir el pan de enanos. Fuera lo que fuese lo que los había impulsado a buscar las botas color rubí, pareció desvanecerse ante su realista influencia. Y, como dijo Yaya, había pocas cosas en este mundo más reales que el pan de enano.

Luego, se había alejado con el jefe de los enanos para charlar con él.

No dijo a las otras dos lo que había descubierto, y ni Magrat ni Tata tuvieron el valor de preguntárselo. Ahora, volaba un poco por delante de ellas.

De cuando en cuando murmuraba entre dientes cosas como «¡Hadas madrinas!» o «¡Practicar!».

Pero hasta la propia Magrat, que no tenía demasiada experiencia, podía sentir a Genua como un barómetro siente la presión atmosférica. En Genua, los cuentos cobraban vida. En Genua, alguien se dedicaba a hacer realidad los sueños.

¿Recuerdas algunos de tus sueños?

Genua yacía en el delta del Vieux River, que era la fuente de sus riquezas. Y Genua era un reino muy rico. En el pasado, había controlado todo el tráfico de la desembocadura del río con unos impuestos que no se podían calificar de piratería porque los cargaba el gobierno de la ciudad, de manera que sonaban así como a economía, como a cosa legal. Y los pantanos y lagos del interior del delta proporcionaban los ingredientes reptantes, nadadores y voladores para una gastronomía que habría sido famosa en todo el mundo si, como ya se ha dicho, la gente viajara un poco más.

Genua era un reino rico, perezoso y confiado. Y en el pasado había dedicado buena parte de su tiempo a esa especie de política que parece brotar naturalmente en algunas ciudades-estado. Por ejemplo, en el pasado se había podido permitir la rama más importante del Gremio de Asesinos, después de la de Ankh-Morpork, y sus integrantes estaban tan solicitados que, en ocasiones, la víctima se veía obligada a aguardar meses enteros.[18]

Pero todos los asesinos se habían marchado hacía ya años. Hay cosas que repugnan hasta a los chacales.

La ciudad era una auténtica sorpresa. Desde lejos, parecía una enorme formación cristalina en medio de los verdes y ocres del pantano.

Más cerca, se diferenciaba primero un anillo exterior de edificios pequeños, luego un anillo interior de casas blancas, grandes, impresionantes. Y por último, en el centro mismo de la ciudad, un palacio. Era alto y hermoso, lleno de torreones, como un castillo de juguete o una extravagante golosina. Cada una de sus esbeltas torres parecía diseñada para albergar a una princesa cautiva.

Magrat se estremeció. Luego, pensó en la varita. Un hada madrina tenía sus responsabilidades.

—Me recuerda a otra de las de Aliss la Negra —dijo Yaya Ceravieja—. Tenía encerrada a esa chica, la de las trenzas tan largas, en una torre como ésas. Creo que se llamaba Rumplestiltzel, o algo así.[XXXI]

—Pero se escapó —señaló Magrat.

—Sí. A veces va muy bien soltarte el pelo —asintió Tata.

—Bah. Mitos rurales —bufó Yaya.

Se acercaron más aún a los muros de la ciudad.

—Hay guardias ante la puerta —señaló Magrat—. ¿Vamos a entrar volando?

Yaya escudriñó la más alta de las torres, con los ojos entrecerrados.

—No —replicó—. Aterrizaremos y seguiremos andando. Para no preocupar a la gente.

—Hay una zona verde y lisa ahí, entre esos árboles —señaló Magrat.

Yaya dio unos pasos a modo de experimento. Sus botas chapotearon y gorgotearon en protesta acuosa.

—Eh, ya he dicho que lo siento —insistió Magrat—. Parecía un lugar tan liso…

—Por lo general, el agua suele ser bastante lisa —señaló Tata, que estaba sentada sobre un tocón de árbol y se retorcía el vestido para escurrirlo.

—¡Pero si vosotras tampoco os dísteis cuenta de que era agua! —protestó Magrat—. Había tanta hierba…, tantas cosas flotando por encima…

—Me da la sensación de que, en esta zona, el agua y la tierra no tienen muy claro quién es quién —asintió Tata.

Contempló el paisaje pantanoso que se extendía a su alrededor.

En el pantano crecían árboles. Tenían un aspecto retorcido, extraño, parecían irse pudriendo a medida que se desarrollaban. En los escasos lugares donde el agua resultaba visible, era de un color negro como la tinta. De cuando en cuando, llegaban a la superficie unas cuantas burbujas, como fantasmas de alubias en un baño nocturno. Y más a lo lejos discurría el río, aunque no había manera de estar muy seguro en aquel lugar de aguas espesas y tierra que se llenaba de ondulaciones en cuanto le ponías el pie encima.

Parpadeó.

—Qué cosa más rara —dijo.

—¿El qué? —quiso saber Yaya.

—Me ha parecido ver… algo que corría… —murmuró Tata—. Allí. Entre los árboles.

—Debía de ser un pato.

—No, era algo más grande que un pato —insistió Tata—. Lo curioso es que parecía una casita.

—Oh, sí. Iba corriendo y le salía humo de la chimenea —dijo Yaya con mordacidad.

Tata se animó un poco.

—¿También la has visto?

Yaya puso los ojos en blanco.

—Vamos —dijo—. Tenemos que volver a la carretera.

—Eh… —empezó Magrat—. ¿Cómo?

Contemplaron el supuesto terreno que se extendía entre su refugio actual, razonablemente seco, y la carretera. Tenía una apariencia amarillenta. Había ramitas que flotaban y matas de hierba sospechosamente verde. Yaya arrancó una ramita del árbol caído donde estaba sentada, y la lanzó a unos cuantos metros de distancia. Hizo un ruido húmedo al caer y se hundió con el mismo sonido de alguien que intenta apurar las últimas gotas de un granizado.

—Bueno…, iremos volando, claro —dijo Tata.

—Seréis vosotras dos —replicó Yaya—. Yo no puedo correr por aquí para poner en marcha la mía.

Al final, Magrat la llevó en su escoba mientras Tata remolcaba el errático vehículo de Yaya.

—Espero que no nos haya visto nadie —bufó Yaya, cuando hubieron llegado a la relativa seguridad de la carretera.

A medida que se acercaban a la ciudad, otros caminos confluían en la carretera del pantano. Había mucha gente formando una larga cola ante las puertas de la ciudad.

Vista desde tierra, la ciudad era aún más impresionante. Brillaba como un guijarro pulido contra el vaho que ascendía de los pantanos. De los muros exteriores pendían alegres banderas.

—Parece un lugar muy alegre —apuntó Tata.

—Y muy limpio —asintió Magrat.

—Eso es por fuera —replicó Yaya, que ya había visto una ciudad en el pasado—. En cuanto entremos, no habrá más que mendigos, y ruido, y alcantarillas llenas de vete a saber qué. Os lo digo yo.

—Están echando a mucha gente —dijo Tata.

—Sí, en el bote comentaron que muchas personas vienen por lo del Carnaval ese —asintió Tata—. Seguro que llegan muchos individuos poco recomendables.

Media docena de guardias las vieron acercarse.

—Unos uniformes muy bonitos —dijo Yaya—. Así me gusta. No es como en casa.

En todo Lancre, no había más que seis uniformes oficiales para la guardia, cotas de mallas fabricadas según el principio de la «talla antiúnica». Al ponérselos, tenían que hacer arreglos de última hora con alambres y cables, puesto que la guardia del palacio la formaban los ciudadanos que no tuvieran otra cosa que hacer en ese momento.

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