Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—¡Trucos baratos! —gritó Yaya.

—¡Es verdad!

—¡Imposible! ¡Nadie puede hacer eso!

—¡Demuestra que pueden controlar las cosas! ¡La magia tiene que consistir en algo más que en saber cosas y en manipular a la gente!

—¿Ah, sí? ¿En pedir deseos a una estrella fugaz, en el polvo de las hadas? ¿En hacer felices a las personas?

—¡Tiene que haber una parte de eso! Si no, ¿de qué sirve nada? Además…, cuando fui a la casa de Desiderata, las dos estábais buscando la varita, ¿no?

—¡Sólo quería que no cayera en malas manos!

—¡Tú consideras malas todas las manos que no sean las tuyas!

Se miraron.

—¿Es que no tienes ni un poquito de romanticismo? —suspiró al final Magrat.

—No —replicó Yaya—. Ni una pizca. ¡Y a las estrellas les importa un rábano lo que desees, y la magia no puede mejorar las cosas, y nadie mete la mano en el fuego sin quemarse! Si quieres llegar a algo como bruja, Magrat Ajostiernos, tienes que aprender tres cosas: qué es real, qué no lo es y cuál es la diferencia…

—Y averigua siempre el apellido y la dirección del caballero —intervino Tata—. A mí me ha dado un resultado fantástico. Era una broma —añadió, cuando ambas la miraron.

El viento soplaba más fuerte en los linderos del bosque. El aire levantaba las briznas de hierba.

—Bueno, al menos vamos en la dirección correcta —insistió Tata a la desesperada, buscando cualquier cosa que las distrajera— Mirad. En ese cartel pone «Genua».

Era cierto. Se trataba de un cartel viejo, carcomido, justo a las afueras del bosque. La punta del cartel estaba recortada de manera que pareciera un dedo.

—Y también hay un camino como debe ser —siguió parloteando Tata.

La pelea pareció enfriarse un poco, sobre todo porque las partes en contienda no se hablaban. No era sencillamente que no hubiera un intercambio de comunicación verbal. Eso es nada más que no hablar. Esto, en cambio, lo atravesaba de lado a lado y entraba de lleno en ese campo espantoso definido por las palabras No Hablarse.

—Baldosas amarillas —señaló Tata—. ¿Dónde se ha visto que alguien haga un camino de baldosas amarillas?

Magrat y Yaya siguieron mirando en direcciones opuestas, con los brazos cruzados.

—Bueno, al fin y al cabo anima un poco este lugar —siguió Tata. En el horizonte, Genua brillaba en medio de los prados verdes. Entre los prados, la carretera se hundía en un amplio valle salpicado de aldeas. Un río serpenteaba entre ellas de camino a la ciudad.

El viento les agitaba las faldas.

—Así no podemos volar, desde luego.

Tata insistía valerosamente en aportar, ella sola, la conversación de tres personas.

—Entonces, iremos andando, ¿de acuerdo? —siguió. Hasta en almas tan inocentes como la de Tata Ogg hay siempre una chispa de rencor, de manera que añadió—: ¿Qué os parece si vamos cantando?

—No me corresponde a mí ocuparme de lo que hacen los demás —bufó Yaya—. No es cosa mía, desde luego. Quizá algunas personas con varitas y grandes ideas tengan alguna sugerencia.

—¡Bah! —replicó Magrat.

Echaron a andar por el camino de baldosas amarillas hacia la ciudad lejana, en fila india, con Tata Ogg en medio a modo de parachoques móvil.

—Lo que algunas personas necesitan —dijo Magrat a quien quisiera escucharla— es un poco más de corazón.

—Lo que algunas personas necesitan —dijo Yaya Ceravieja al cielo tormentoso— es mucho más cerebro.

Lo que yo necesito, pensó Tata Ogg con fervor, es una buena copa de lo que sea.[XXIX]

Tres minutos más tarde, le cayó una granja en la cabeza.

En aquel momento, las brujas caminaban muy distanciadas. Yaya Ceravieja avanzaba la primera, a zancadas decididas; Magrat iba la última, huraña; y Tata caminaba entre las dos.

Como ella misma diría más tarde, ni siquiera iba cantando. Simplemente, en un momento dado, allí estaba una bruja menuda y regordeta; y al siguiente, en el mismo lugar, estaban los restos de una granja de madera.

Yaya Ceravieja se dio media vuelta y se encontró mirando una puerta delantera astillada, sin pintar. Magrat casi se metió por la puerta trasera de la misma madera gris, descolorida.

No se oían más ruidos que los crujidos de la madera al asentarse.

—¿Gytha? —llamó Yaya.

—¿Tata? —gritó Magrat.

Las dos abrieron sus puertas.

Era una casa de diseño sencillo, con dos habitaciones en el piso de abajo, separadas por un pasillo que la recorría en toda su longitud. En medio del pasillo, rodeada de tablones del suelo astillados y carcomidos, bajo el sombrero puntiagudo que tenía ahora incrustado hasta la barbilla, estaba Tata Ogg. No había ni rastro de Greebo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, aturdida—. ¿Qué ha pasado?

—Te ha caído una granja en la cabeza —le explicó Magrat.

—Ah. Qué cosas —respondió Tata distraídamente.

Yaya la agarró por los hombros.

—¿Gytha? ¿Cuántos dedos tengo levantados? —preguntó, apremiante.

—¿Qué dedos? Todo se ha quedado a oscuras.

Magrat y Yaya agarraron el ala del sombrero de Tata, y medio lo levantaron medio lo desenroscaron hasta quitárselo. La anciana parpadeó y las miró.

—Son los refuerzos de sauce —dijo, mientras el sombrero puntiagudo recuperaba su forma. Tata se tambaleaba suavemente—. Un sombrero con refuerzos de sauce puede parar un martillazo. Es por estos montantes, ¿sabéis? Distribuyen la fuerza del impacto. Escribiré una carta al señor Vernissage.

Magrat, perpleja, examinó la casita.

—¡Ha caído del cielo! —exclamó.

—Ha debido de ser un tornado o algo por el estilo —señaló Tata Ogg— El viento debió de arrancarla, y ahora ha caído. Es lo que suele pasar con estos vientos. ¿Os acordáis del vendaval que tuvimos el año pasado? Una de mis gallinas puso el mismo huevo cuatro veces.

—Está delirando —dijo Magrat.

—No, es mi manera normal de hablar —replicó Tata.

Yaya Ceravieja examinó una de las habitaciones.

—Supongo que no habrá nada de comer o de beber por aquí —dijo.

—A la gente que ha sufrido una conmoción, se le suele dar un poco de coñac —sugirió Tata.

Magrat se asomó a la escalera y miró hacia arriba.

—¡Eeeeh! —llamó, con la extraña voz ahogada de quien quiere hacerse oír, pero sin hacer algo tan poco educado como levantar la voz—. ¿Hay alguien?

Tata, a su vez, miró bajo la escalera. Greebo era una bola temblorosa en un rincón. Lo cogió por el pellejo del cogote, y le dio una palmadita algo desconcertada. Pese a la obra maestra de la sombrerería del señor Vernissage, pese al suelo carcomido, incluso pese a la legendaria cabeza dura de los Ogg, Tata no se encontraba en su mejor momento y su habitual temperamento alegre estaba teñido de nostalgia. En su pueblo, nadie le tiraba una granja a la cabeza.

—¿Sabes, Greebo? —dijo—. Creo que ya no estamos en Lancre.[XXX]

—He encontrado un poco de jamón —anunció Yaya Ceravieja desde la cocina.

No hacía falta mucho más para animar a Tata Ogg.

—Perfecto —respondió, también a gritos—. Irá muy bien con el pan de los enanos.

Magrat entró en la habitación.

—Me parece que no deberíamos coger provisiones ajenas —señaló—. Al fin y al cabo, esta casa debe de ser de alguien.

—Oh. ¿Alguien ha dicho algo, Gytha?

Tata puso los ojos en blanco.

—Lo único que decía, Tata —replicó Magrat—, es que lo que hay aquí no es nuestro.

—Dice que esto no es nuestro, Esme.

—Dile a quien quiera saberlo, Gytha, que es como recoger los restos de un naufragio —bufó Yaya.

—Dice que el que lo encuentra se lo queda, Magrat —tradujo Tata.

A través de la ventana, se divisó un movimiento. Magrat echó un vistazo a través del sucio cristal.

—Qué curioso —dijo—. Hay un montón de enanos bailando alrededor de la casa.

—¿Ah, sí? —respondió Tata, al tiempo que abría una alacena.

—¿Son…? Quiero decir, pregúntale si están cantando —dijo.

—¿Están cantando, Magrat?

—No sé, me parece oír algo —respondió la joven—. Suena algo así como «Dingdong, dingdong».

—Sí, desde luego es una canción de enanos —asintió Tata—. Son los únicos seres del mundo capaces de hacer que un «aibó» dure todo el día.

—Parece que están la mar de contentos —señaló Magrat, titubeante.

—Seguramente, la granja era suya y se alegran de recuperarla.

Alguien dio unos golpes en la puerta trasera. Magrat la abrió. Una multitud de enanos, vestidos con ropas brillantes y una expresión de vergüenza en los rostros, retrocedieron apresuradamente. Se la quedaron mirando.

—Eh… —dijo el que parecía ser el jefe—. ¿Está…, está muerta la vieja bruja?

—¿Qué vieja bruja? —preguntó Magrat.

El enano la miró boquiabierto unos instantes. Se dio media vuelta y consultó a sus colegas en susurros. Luego, se volvió de nuevo.

—¿Cuántas tienes?

—Podéis elegir entre dos —replicó Magrat. No se encontraba del mejor de los humores, y no sentía la necesidad de contribuir en la conversación más de lo imprescindible—. Son gratis —añadió, con una brusquedad poco característica en ella.

—Oh. —El enano meditó un instante—. Bueno, ¿sobre qué vieja bruja cayó la casa?

—¡Ah, Tata! No, no está muerta. Sólo un poco aturdida. Pero gracias por preguntar, son muy amables —respondió la joven.

Los enanos se quedaron algo desconcertados. Volvieron a formar un corrillo. Se oyeron varias discusiones sotto voce.

Luego, el jefe de los enanos se volvió de nuevo hacia Magrat. Se quitó el casco y empezó a darle vueltas entre las manos, nervioso.

—Eh… —empezó—, ¿podemos llevarnos sus botas?

—¿Qué?

—Las botas —repitió el enano, con el rostro como la grana—. ¿Nos da las botas de la vieja bruja, por favor?

—¿Para qué las quieren?

El enano la miró. Luego, volvió a reunirse en el corrillo con sus colegas. Una vez más, se volvió hacia Magrat.

—Pues es que… de repente tuvimos la sensación… de que necesitábamos las botas —dijo.

Se quedó allí, parpadeando.

—Bueno, iré a preguntárselo —replicó la joven—. Pero no creo que quiera.

Cuando iba a cerrar la puerta, el enano le dio unas cuantas vueltas más al casco.

—Porque son de color rubí, ¿verdad? —preguntó.

—Bueno, pues sí, son rojas —asintió Magrat— ¿Basta con que sean rojas?

—Tienen que ser rojas. —Los demás enanos asintieron—. Si no son rojas, no vale.

Magrat lo miró sin comprender, y cerró la puerta.

—Tata —dijo con voz pausada, una vez estuvo de vuelta en la cocina—, ahí fuera hay unos enanos que dicen que si les das las botas.

Tata alzó la vista. Había encontrado una hogaza de pan duro en la alacena y la estaba masticando como podía. Es increíble las cosas que puede comer uno en vez del pan de los enanos.

—¿Y para qué las quieren? —preguntó.

—No me lo han dicho. Sólo saben que, de repente, tuvieron la sensación de que necesitaban tus botas.

—Yo que tú desconfiaría —dijo Yaya.

—Al viejo Agitado Wistley, el de Riachuelo, también le gustaban las botas con locura —dijo Tata, al tiempo que dejaba el cuchillo del pan sobre la mesa—. Sobre todo las botas negras con botones. Las coleccionaba. Si te veía pasar con unas nuevas, tenía que ir a tumbarse un rato.

—Me parece que eso es un poco sofisticado para unos enanos —replicó Yaya.

—Quizá quieran beber en las botas —sugirió Tata.

—¿Cómo? ¿Beber de las botas? —se asombró Magrat.

—Mira, son cosas que se hacen en el extranjero —asintió la anciana—. Beben vino espumoso en las botas de las señoras.

Todas bajaron la vista hacia las botas de Tata.

Ni la propia Tata podía imaginar qué querría nadie beber en ellas. 0 lo que haría después.

—Cielos. Eso es aún más sofisticado que lo del viejo Agitado Wistley —dijo Tata, meditabunda.

—Ellos también parecían bastante sorprendidos —señaló Magrat.

—Me parece de lo más normal. A uno no le entran ganas todos los días de ir a quitarle las botas a una bruja honrada. No sé, me da la sensación de que aquí se está tramando otro cuento —dijo Yaya Ceravieja—. Creo que deberíamos ir a hablar con esos enanos.

Salió al pasillo y abrió la puerta.

—¿Sí? —gruñó.

Al verla, los enanos retrocedieron. Se oyeron muchos susurros, y codazos, y comentarios ahogados del tipo de «No, hazlo tú» o «Yo pregunté la última vez». Por fin, entre todos, empujaron a un enano hacia adelante. Quizá fuera el primero. Con los enanos, no era fácil saberlo.

—Eh… —dijo—. En ¿Botas?

—¿Para qué?

El enano se rascó la cabeza.

—Pues la verdad, ni idea —dijo—. Ya que lo menciona, nosotros también nos lo estamos preguntando. Salíamos de trabajar en la mina de carbón, hace cosa de media hora, y entonces vimos que la granja caía sobre…, sobre la bruja, y…, bueno…

—Y, sencillamente, supisteis que teníais que quitarle las botas —terminó Yaya.

Autore(a)s: