La cara que aparecía en él no era la suya, redonda y sonrosada.
Era la cara de una mujer acostumbrada a dar órdenes. Desiderata no era de las que daban órdenes. Más bien todo lo contrario.
—Te estás muriendo, Desiderata —dijo la mujer.
—Muy cierto, muy cierto.
—Te has hecho vieja. La gente como tú siempre se hace vieja. Casi no te queda poder.
—Tienes toda la razón, Lilith —asintió Desiderata con voz suave.
—Así que ya no la puedes proteger más.
—Eso me temo —suspiró Desiderata.
—Entonces, ahora todo queda entre yo y esa malvada mujer del pantano. Y yo venceré.
—Sí, parece que así serán las cosas.
—Debiste buscarte una sucesora.
—Nunca encontré la ocasión. No soy de las que hacen planes, ya me conoces.
El rostro del espejo se acercó más, como si la figura se hubiera adelantado un paso desde su lado del cristal azogado.
—Has perdido, Desiderata Cavidad.
—Así son las cosas.
Desiderata se levantó, un poco tambaleante, y cogió un trapo.
La figura pareció enfurecerse. Tenía la clara sensación de que, cuando uno ha perdido, debería mostrarse más deprimido, y no como si te acabaran de gastar una broma pesada.
—¿Es que no entiendes lo que significa perder?
—Hay gente que se encarga de dejarlo muy claro —replicó Desiderata—. Adiós, querida.
Colgó el trapo sobre el espejo.
Se oyó una aspiración furiosa. Después, se hizo el silencio.
Desiderata se quedó allí, de pie, sumida en sus pensamientos.
Luego, alzó la cabeza.
—Tengo el agua a punto de hervir. ¿Quieres una taza de té? —ofreció.
NO, MUCHAS GRACIAS —respondió una voz justo detrás de ella.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando?
DESDE SIEMPRE.
—Espero no estarte retrasando demasiado…
TENGO UNA NOCHE TRANQUILA, POCO TRABAJO.
—Bueno, yo sí quiero esa taza de té. Creo que también queda un bizcocho…
NO, GRACIAS.
—Si te entra hambre, está en aquel tarro de encima de la chimenea. Es auténtica cerámica klatchiana, ¿sabes? Fabricada por un auténtico artesano klatchiano. De Klatch —añadió.
¿DE VERAS?
—En mi juventud, viajé mucho.
¿SÍ?
—Eran buenos tiempos. —Desiderata atizó el fuego—. Lo hacía por cuestiones de trabajo, ya te puedes imaginar. Aunque claro, supongo que a ti te pasa lo mismo.
SÍ.
—Nunca sabía cuándo me iban a llamar. Bueno, tú ya sabes todo eso, claro. Eran sobre todo cocinas. Bailes también, de cuando en cuando, pero casi siempre cocinas.
Cogió el recipiente donde hervía el agua y la vertió en la tetera de la chimenea.
CIERTO.
—Yo les concedía sus deseos.
La Muerte pareció desconcertada.
¿QUÉ??¿QUIERES DECIR COSAS COMO… ARMARIOS A MEDIDA? ¿GRIFOS NUEVOS? ¿ESE TIPO DE DESEOS?
—No, no. A la gente. —Desiderata suspiró—. Ser hada madrina es una gran responsabilidad. Lo más importante es saber cuándo parar, no sé si me entiendes. La gente que consigue a menudo lo que quiere acaba por ser gente poco agradable. ¿Qué hay que darles, lo que desean… o lo que necesitan?
La Muerte asintió por cortesía. Desde su punto de vista, la gente recibía aquello que se le daba. Y punto.
—Como ese asunto de Genua… —empezó Desiderata.
La Muerte alzó la vista bruscamente.
¿GENUA?
—¿Lo conoces? Bueno, ya me imagino que sí.
CONOZCO… TODOS LOS LUGARES, POR SUPUESTO.
La expresión de Desiderata se suavizó. Su vista interior estaba mirando hacia otro lugar.
—Éramos dos. Las hadas madrinas siempre van por parejas, ya sabes. Lady Lilith y yo. Un hada madrina tiene un gran poder. Es como formar parte de un cuento. El caso es que la chica esta nació fuera del matrimonio, pero bueno, qué mas da. No fue que no pudieran casarse, es que no se pusieron a ello…, y Lilith deseó que tuviera belleza, y poder, y que se casara con un príncipe. ¡Nada menos! Desde entonces, lleva trabajando en el asunto. ¿Qué podía hacer yo? Con deseos como ése, no hay quien discuta. Lilith conoce bien el poder de un buen cuento. Yo hice todo lo que pude, pero era Lilith la que tenía el poder. Tengo entendido que, ahora, ella dirige la ciudad. ¡Ha cambiado un país entero, sólo para que un cuento se desarrollara según su dictado! En fin, el caso es que ahora es demasiado tarde. Para mí. Así que voy a traspasar la responsabilidad. Así es como funcionan las cosas en esto de las hadas madrinas. Nadie, nadie QUIERE ser hada madrina. Excepto Lilith, claro. Está obcecada con eso. De manera que pienso enviar a alguien. Me he desentendido del asunto demasiado tiempo, puede que ya sea tarde.
Desiderata era buena persona. Las hadas madrinas suelen llegar a comprender bien la naturaleza humana, por lo que las buenas son bondadosas y las malas son poderosas. Ella no era propensa a utilizar un lenguaje brusco, pero resultaba evidente que, cuando utilizaba una expresión suave, como «está obcecada», era para definir a alguien que había traspasado el horizonte de la locura y se alejaba a muchos kilómetros por hora con aceleración constante.
Se sirvió el té.
—Eso es lo malo de conocer el futuro —suspiró—. Puedes ver lo que está sucediendo, pero no sabes qué significa. He visto el futuro. Hay un carruaje que era una calabaza. Y eso es imposible. Hay cocheros que eran ratones, cosa que también parece improbable. También hay un reloj que da las doce de la medianoche, y no sé qué de una zapatilla de cristal. Todo eso va a suceder. Porque así es como funcionan los cuentos. Pero luego pensé… hay gente que hace que los cuentos funcionen a su manera.
Suspiró de nuevo.
—Ojalá fuera yo a Genua —continuó-[VI]. Me vendría bien cambiar de clima, un poco de calor. Y se acerca el Jueves Graso. En los viejos tiempos, siempre iba a Genua a celebrar el Jueves Graso.
Se hizo un silencio expectante.
¡¿NO ME ESTARÁS PIDIENDO QUE TE CONCEDA UN DESEO?! —se sorprendió la Muerte.
—¡Ja! A las hadas madrinas nadie les concede sus deseos. —Desiderata volvió a mirar hacia el futuro, habló como si sólo ella se escuchara—. ¿Lo ves? Tengo que hacer que vayan las tres a Genua. Las tres, es necesario que vayan las tres. Y con gente como ellas no será sencillo, desde luego. Hay que encontrar la manera de que vayan voluntariamente. Si alguien le dice a Esme Ceravieja que tiene que ir a alguna parte, no irá, aunque sólo sea por llevar la contraria. En cambio, dile que no vaya e irá aunque tenga que caminar sobre cristales rotos. Todos los Ceravieja son así. No saben perder.
Algo pareció hacerle mucha gracia.
—Pero alguien de la familia tendrá que aprender —sonrió.
La Muerte no dijo nada. «Claro —pensó Desiderata—. Desde su punto de vista todos aprendemos a perder. Tarde o temprano.»
Se bebió el último sorbo de té. Luego, se levantó. Se puso el sombrero puntiagudo con toda ceremonia, y atravesó cojeando la puerta trasera.
Había una zanja profunda excavada entre los árboles, a poca distancia de la casa. En el fondo, alguien había tenido la amabilidad de poner una escalerita corta. Desiderata descendió y luego, no sin ciertas dificultades, levantó la escalera para dejarla sobre las hojas, al borde de la fosa. Después, se tendió. Y se incorporó.
—El señor Chert, el troll que vive junto al aserradero, tiene ataúdes a muy buen precio, aunque sean de pino.
LO TENDRÉ EN CUENTA.
—Le pedí a Hurker, el cazador furtivo, que me cavara una fosa aquí fuera —siguió la mujer alegremente—. Luego pasará a rellenarla, camino de su casa. A mí me gusta dejarlo todo bien limpio y arreglado. Bueno, adelante, maestro.
¿QUÉ? AH. UNA MANERA DE HABLAR.
Alzó la guadaña.
Desiderata Cavidad descansó en paz.
—Bueno —dijo—, ha sido sencillo. ¿Qué viene ahora?
Y esto es Genua. El reino mágico. La ciudad de diamante. El país afortunado.
En el centro de la ciudad, una mujer está de pie entre dos espejos y contempla su reflejo repetido, que se pierde en el infinito.
Los espejos en sí se encontraban en el centro de un octógono de espejos, bajo el cielo raso, en la torre más alta del palacio. De hecho, había tantos reflejos que costaba mucho trabajo discernir dónde acababan los espejos y dónde empezaba la persona.
Su nombre era Lady Lilith de Tempscire[VII], aunque había respondido a muchos otros en el transcurso de una vida larga y azarosa. Había descubierto que eso era algo que se aprendía muy pronto. Si uno quería llegar a algo en este mundo —y ella había decidido desde el principio que quería llegar lo más lejos posible—, se tenía que tomar los nombres a la ligera y coger el poder allí donde lo encontrara. Había enterrado a tres maridos y, como mínimo, dos de ellos ya estaban muertos en el momento de la inhumación.
Además, se viajaba mucho. Porque la mayor parte de la gente no viaja. Cambia de país, cambia de nombre y, si tienes los modales adecuados, el mundo estará a tus pies. Ella misma, por ejemplo, no había tenido que desplazarse ni doscientos kilómetros para convertirse en Lady.
Ahora podía llegar a donde quisiera…
Los dos espejos principales estaban casi frente a frente, pero no del todo, de manera que Lilith podía mirar por encima de su hombro y observar cómo sus imágenes se alejaban en una curva que rodeaba todo el universo, dentro del espejo.
Podía sentir cómo se derramaba hacia sí misma, multiplicándose a través de los reflejos infinitos.
Cuando Lilith suspiró y salió del Espacio entre los espejos, el efecto fue sorprendente. Las imágenes de Lilith quedaron suspendidas en el aire tras ella durante un momento, como sombras tridimensionales, antes de esfumarse.
Así que Desiderata se estaba muriendo. Maldita vieja entrometida. Se merecía la muerte. Nunca había llegado a comprender la clase de poder que tenía Lilith. Era una de esas personas que tenían miedo de hacer el bien por temor a hacer el mal, que se lo tomaban todo tan en serio como para coger una colitis de angustia moral antes de concederle un deseo a una simple hormiga.
Lilith contempló la ciudad que se extendía a sus pies. Bueno, ahora ya no quedaban obstáculos. La estúpida mujer vudú del pantano no era más que una simple distracción, alguien que no entendía en absoluto lo que sucedía.
Ya nada se interponía en el camino hacia lo que Lilith adoraba por encima de todo.
Un final feliz.
En la cima de la montaña, el aquelarre se había calmado un poco.
Los pintores y los escritores siempre han tenido un concepto un tanto exagerado de lo que sucede en un aquelarre de brujas. Eso les sucede por pasarse demasiado tiempo en habitaciones pequeñas, con las cortinas corridas, en vez de salir a tomar el aire fresco, que es más sano.
Por ejemplo, está lo de bailar desnudas. En un típico clima templado hay muy pocas noches en las que alguien pueda tener ganas de salir a bailar a medianoche sin ropa, por no mencionar ya los guijarros, los cardos y la posibilidad de pisar un puercoespín.
Luego, está toda la cuestión de los dioses con cabeza de cabra. La mayor parte de las brujas no creen en los dioses. Saben que los dioses existen, claro. Incluso tienen tratos con ellos de cuando en cuando. Pero no creen en los dioses. Los conocen demasiado bien. Sería como creer en el cartero.
Y en cuanto a la comida y la bebida, los trocitos de reptil y todo eso…, la verdad es que las brujas no son partidarias de esas cosas. Lo peor que se puede decir de las brujas, sobre todo de las más ancianas, es que les suelen gustar los bizcochos de jengibre, y que los mojan en un té con tanto azúcar que la cucharilla no se mueve. Y si se encuentran con que está demasiado caliente, se lo beben del plato. Además, lo hacen con un acompañamiento de ruiditos de aprobación, que uno imaginaría que provienen de una cañería barata. Quizá al fin y al cabo sean mejores las ancas de rana.
También está el asunto de los ungüentos místicos. Aquí, los pintores y escritores han acertado, pero de pura casualidad. La mayor parte de las brujas son de edad avanzada, en un momento de la vida en que los ungüentos empiezan a tener un atractivo especial, y al menos dos de las presentes en el aquelarre de aquella noche llevaban extendido sobre el pecho el famoso linimento de grasa de ganso y salvia fabricado por Yaya Ceravieja. El ungüento no hacía volar, ni ver visiones, pero servía para prevenir los catarros, aunque sólo fuera porque el molesto olor que envolvía al usuario hacia la segunda semana hacía que nadie se le acercara lo suficiente como para propiciar un contagio.
Y, por fin, estaban los aquelarres en sí. La bruja típica no es un animal social por naturaleza, sobre todo en lo que respecta a relacionarse con otras brujas. Siempre existe un conflicto de personalidades dominantes. Hay un grupo de jefas de pista, sin pistas. La regla básica no escrita de la brujería es: «No hagas lo que tú quieres, haz lo que yo digo». El número más habitual de asistentes a un aquelarre es de uno. Las brujas solamente se reúnen cuando no tienen otro remedio.