Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Se arrodilló y cogió la zarpa entre sus manos.

—¿Seguro? —dijo.

—¡Siggrr!

Se levantó de nuevo, toda autoridad, e hizo una señal al trío que se aproximaba.

—Señor leñador —dijo—, tengo un trabajito para usted…

El leñador nunca llegó a comprender por qué el lobo se había mostrado tan dispuesto a poner la cabeza sobre el tocón.

O por qué la anciana, la que tenía los ojos llenos de rabia, insistió después en que lo enterraran decentemente, en vez de despellejarlo y arrojar los restos entre los arbustos. Se había mostrado muy insistente al respecto.

Y ése fue el final del gran lobo feroz.

Había pasado una hora. Muchos otros leñadores se acercaron a la casita, donde por lo visto estaban teniendo lugar actividades de lo más interesante. Cortar árboles no es un trabajo demasiado divertido por lo general.

Magrat estaba fregando el suelo con toda la ayuda mágica que le podían prestar un cubo de agua jabonosa y un cepillo de cerdas fuertes. Hasta la propia Tata Ogg, cuyo caprichoso interés en el importante papel de ama de casa se había desvanecido por completo en cuanto su hija mayor tuvo edad suficiente como para coger un plumero, se dedicaba a limpiar las paredes. La anciana abuela, que no estaba del todo en contacto con la realidad, las seguía ansiosamente con un cuenco de leche. Las arañas, que habían heredado el techo a lo largo de generaciones, se vieron amable pero firmemente expulsadas por la puerta.

Y Yaya Ceravieja paseaba por el claro con el jefe de los leñadores, un joven de pecho amplio que, evidentemente, se creía mucho más atractivo de lo que en realidad resultaba con sus muñequeras de cuero tachonadas de clavos.

—Lleva años rondando por aquí, ¿sabe? —dijo el joven—. Siempre se acerca a las aldeas, y todo eso.

—¿Y nunca intentasteis hablar con él? —preguntó Yaya.

—¿Hablar con él? Es un lobo, ¿sabe? Con los animales no se habla. No saben hablar.

—Mmm. Ya entiendo. ¿Y qué pasa con la anciana? He visto que sois muchos leñadores. No sé, ¿nunca se os ocurrió pasaros a ver cómo estaba?

—¿Eh? ¡Ni hablar!

—¿Por qué?

El jefe de los leñadores se inclinó hacia adelante, como si quisiera comunicarle un secreto.

—Bueno…, se dice que es una bruja, ¿sabe?

—¿De verdad? —fingió sorprenderse Yaya— ¿Cómo lo sabéis?

—Tiene todas las señales, ¿sabe?

—¿Qué señales?

El leñador empezó a sentirse algo intranquilo.

—Bueno, pues… vive sola en el bosque, ¿sabe?

—¿Sí…?

—Y… y… y tiene la nariz ganchuda, y siempre va hablando sola…

—¿Sí…?

—Y no tiene dientes, ¿sabe?

—Canastos —dijo Yaya—. Ya comprendo por qué no queréis ni acercaros a esas mujeres, ¿sabes?

—¡Claro! —asintió el leñador, aliviado.

—Lo más probable es que te transformen en cualquier cosa nada más verte, ¿sabes?

Yaya se metió el dedo en la oreja y se la rascó, meditabunda.

—Pues sí, se dice que son capaces de hacer eso.

—Seguro que sí. Seguro que sí —asintió Yaya—. Menos mal que hay unos muchachotes tan fuertes por aquí para defenderme. Tsch tsch. Mmm. ¿Me dejas ver tu hacha, hijo?

Le tendió el hacha. Yaya se tambaleó teatralmente al agarrarla. Aún quedaban rastros de sangre del lobo en el filo de la hoja.

—Pobre de mí, qué grande es —dijo—. Y supongo que tú la manejarás de maravilla…

—Gané el cinturón de plata dos años seguidos en las fiestas del bosque —dijo el leñador con orgullo.

—¿Dos años seguidos? ¿Dos años seguidos? Canastos. Qué bien. Muy bien. Y yo que casi no puedo levantarla…

Yaya blandió el hacha con una mano, y trazó un arco con gesto inexperto. El leñador dio un salto hacia atrás, justo cuando la hoja pasaba ante su cara, para ir a enterrarse un centímetro en el tronco de un árbol.

—Vaya, cuánto lo siento —siguió Yaya Ceravieja—. ¡Qué vieja más tonta soy! ¡Nunca he sabido manejar estas cosas tan técnicas!

El joven sonrió y trató de arrancar el hacha.

Cayó de rodillas, muy pálido de repente.

Yaya se agachó hasta quedar a la altura de su oreja.

—Podríais haber cuidado de la anciana —dijo con voz tranquila—. Podríais haber hablado con el lobo. Pero no lo hicisteis, ¿sabes?

El joven intentó hablar, pero, sin saber por qué, sus dientes se negaban a separarse.

—Es evidente que lo lamentas en el alma —siguió Yaya—. Es evidente que comprendes lo equivocado que has estado. Seguro que te mueres por arreglar la casa de la anciana, y por ponerle en orden el jardín, y por encargarte de que tenga leche fresca todos los días, ¿verdad? De hecho, no me sorprendería que fueras tan generoso como para construirle una casa nueva, con un pozo decente y todo. Bien cerca del pueblo, para que no tenga que vivir sola, ¿verdad? Es que, ¿sabes?, a veces puedo ver el futuro y estoy segura de que eso es lo que va a suceder, ¿verdad?

El leñador tenía el rostro cubierto de sudor. Ahora eran sus pulmones los que no parecían responder.

—Sé que vas a mantener tu palabra, y eso me satisface tanto que me aseguraré de que tengas mucha, mucha suerte —siguió diciendo Yaya, cuya voz continuaba en el mismo tono monocorde— Sé que cortar madera puede ser un trabajo peligroso. A veces, los leñadores resultan heridos. Los árboles les caen encima por accidente, o se les suelta la cabeza del hacha y les abre una brecha en la frente. —El leñador se estremeció—. Así que voy a lanzar un pequeño hechizo para asegurarme de que a ti no te suceda nada de eso. Y todo se debe a lo agradecida que te estoy. Por ayudar a la anciana. ¿Sabes? Sólo tienes que asentir.

El joven consiguió mover un poco la cabeza. Yaya Ceravieja sonrió.

—¡Perfecto! —exclamó. Se irguió y se sacudió una brizna de hierba del vestido— ¿Ves lo hermosa que puede ser la vida si todos nos ayudamos unos a otros?

Las brujas se marcharon a la hora de comer. Para entonces, el jardín de la anciana ya estaba lleno de gente, y se oían por todas partes los martillazos y el ruido de las sierras. Noticias como Yaya Ceravieja viajaban deprisa. Ya había tres leñadores limpiando la maleza, mientras otros dos se enfrentaban a la sucia chimenea. Cuatro jóvenes ya habían excavado la mitad del nuevo pozo, que quedaría acabado en un tiempo récord.

La anciana abuela, que era de esas personas que se aferran a una idea hasta que alguien se la arranca a la fuerza, se estaba quedando sin cuencos donde poner la leche.

En medio del ajetreo, las tres brujas se marcharon con disimulo.

—¿Lo veis? —dijo Magrat, mientras se alejaban por el sendero—. Esto demuestra que la gente siempre está dispuesta a ayudar en cuanto alguien da ejemplo. No hay que presionar constantemente a los que nos rodean.

Tata Ogg miró a Yaya.

—Te vi charlando con el jefe de los leñadores —dijo— ¿De qué hablábais?

—Sobre el serrín —replicó Yaya.

—¿De veras?

—Uno de los leñadores me dijo —intervino Magrat— que en este bosque han estado pasando otras cosas extrañas. Me contó que algunos animales se comportan como personas. Había una familia de osos que vivía no lejos de aquí.

—No tiene nada de raro que los osos vivan en familia —señaló Tata—. Son animales gregarios.

—En una casita.

—Eso sí que es raro.

—A eso me refería —dijo Magrat.

—Desde luego, una se sentiría muy extraña al ir a pedir una taza de azúcar —dijo Tata— Supongo que los vecinos tendrían algo que decir.

—Sí —asintió Magrat—. Decían «oink».

—¿Por qué decían «oink»?

—Porque no podían decir otra cosa. Eran cerdos.

—Nosotros también teníamos una familia así cuando vivíamos en… —empezó Tata.

—He dicho cerdos. Cerdos de verdad. Cuatro patas, cola rizada, jamones antes de convertirse en jamones. Cerditos.

—¿Qué les pasó? —quiso saber Tata.

—El lobo se los comió. Por lo visto eran unos animales estúpidos, tan tontos como para dejar que el lobo se les acercara. No quedó nada de ellos, sólo encontraron un nivel.

—Qué pena.

—Según el leñador, la verdad es que las casas que construyeron no eran gran cosa.

Bueno, ¿y qué esperaban? Con las pezuñas y todo eso… —dijo

Las brujas caminaron en silencio.

—Recuerdo que una vez leí algo —dijo Tata, mirando de soslayo a Yaya Ceravieja— sobre una hechicera de la historia que vivía en una isla y convertía en cerdos a los marineros de barcos naufragados.[XXVII]

—Qué cosa tan horrible —respondió Magrat.

—Supongo que todo depende de cómo seas realmente por dentro —dijo Tata—. O sea, mirad a Greebo, por ejemplo. —Greebo, enroscado sobre sus hombros como una apestosa estola, ronroneó—. Es prácticamente humano.

—No dices más que tonterías, Gytha —bufó Yaya Ceravieja.

—Eso es porque ciertas personas no me dicen lo que de verdad creen que está pasando —replicó Tata Ogg con voz sombría.

—Te dije que no estaba segura —dijo Yaya.

—Miraste en la mente del lobo.

—Sí.

—Pues entonces…

Yaya suspiró.

—Alguien ha pasado por aquí antes que nosotras. Ha pasado a fondo. Alguien que conoce el poder de los cuentos, y los utiliza. Y los cuentos se han…, se han quedado. Es lo que sucede cuando se los alimenta…

—¿Y para qué querría nadie hacer semejante cosa? —se sorprendió Tata.

—Para practicar —dijo Yaya.

—¿Practicar? ¿Para qué? —quiso saber Magrat.

—Creo que lo descubriremos muy pronto —dijo Yaya en tono enigmático.

—Deberías decirme lo que piensas —insistió Magrat— Yo soy el hada madrina oficial. Tendrías que informarme. Las dos me lo deberíais contar todo.

Tata Ogg se puso tensa. Era la clase de afirmación que había llegado a conocer muy bien, en su papel de matriarca de los Ogg. Era uno de esos comentarios que, en momentos como aquel, tenían el mismo efecto que el pequeño deslizamiento de nieve que cae de la rama más alta del árbol más alto de las montañas al empezar el deshielo. Era uno de los extremos de un proceso que, sin lugar a dudas, acabaría con una docena de aldeas sepultadas. Ramas enteras de la familia Ogg habían dejado de hablarse con otras ramas de la familia Ogg por un simple «Vaya, muchas gracias», dicho en el tono y el momento menos oportunos. Y esto era mucho peor.

—Bueno —se apresuró a intervenir—. ¿Por qué no…?

—No tengo que dar ninguna explicación —gruñó Yaya Ceravieja

—Pero se supone que somos tres brujas —dijo Magrat—. Si es que se nos puede llamar brujas —añadió.

—¿Se puede saber qué quieres decir con eso? —bufó Yava.

«¿Se puede saber…?», pensó Tata. Alguien había empezado una frase con un «¿Se puede saber…?». Eso era como lo de pegar a alguien con un guante y luego tirarlo al suelo. Cuando alguien empieza una frase con un «¿Se puede saber…?», ya no hay marcha atrás. De todos modos, ella lo intentó.

—¿No os apetecería…?

Magrat siguió adelante con la valiente desesperación de alguien que está bailando mientras se queman sus propias naves.

—Bueno —dijo—, pues a mí me parece…

—¿Sí? —dijo Yaya.

—A mí me parece —repitió Magrat— que la única magia que hacemos es… es…, bueno, cabezología. No es lo que los demás consideran magia. Se trata sólo de mirar a la gente y de engañarla. Nos aprovechamos de su credulidad. Cuando decidí que iba a ser bruja, no me esperaba esto…

—¿Y quién te ha dicho que seas ya una bruja? —preguntó Yaya Ceravieja con voz lenta, deliberada.

—Vaya, qué viento se está levantando, lo mejor sería que… —intentó valientemente Tata Ogg.

—¿Qué has dicho? —exclamó Magrat.

Tata Ogg se tapó los ojos con una mano. Pedirle a alguien que te repitiera una frase, que no sólo habías oído perfectamente, sino que además te había puesto muy, muy furioso, era, como dicen en términos militares, alcanzar Defcon II.[XXVIII]

—Creí que me expresaba con toda claridad —dijo Yaya—. Me sorprende mucho que no sea así, porque, lo que es yo, me oigo perfectamente.

—Sí, desde luego se está levantando mucho viento. ¿No sería mejor que…?

—La verdad es que creo que puedo ser tan presuntuosa, tan malhumorada y desconsiderada, como para que se me considere una bruja —gritó Magrat—. Es lo único que hace falta, ¿no?

—¿Desconsiderada? ¿Yo?

—¡Te gustan las personas que necesitan ayuda porque cuando necesitan ayuda son débiles, y ayudarlos te hace sentir fuerte! ¿Qué tendría de malo un poco de magia?

—¡Porque nunca te pararías después de usar sólo un poco, niña idiota!

Magrat retrocedió un paso con el rostro congestionado. Metió la mano en la bolsa y sacó un libro delgado, que esgrimió como si fuera un arma.

—Puede que sea idiota —casi jadeó—, ¡pero yo, al menos, intento aprender cosas! ¿Sabes para qué se puede utilizar la magia? ¡No sólo para crear ilusiones y bravuconear! En este libro hay gente que puede…, ¡que puede caminar sobre carbones al rojo y meter la mano en el fuego, y no les pasa nada!

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