Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

—Oye, no es ella la que tiene las orejas grandes —bufó el Hada Margarita—. El que tiene las orejas grandes es el lobo. De eso se trata el asunto. ¿Es que nunca te enteras de nada?

La abuela las miró con interés. Tras toda una vida de creer en ellas por fin estaba viendo hadas, y era toda una experiencia. Yaya Ceravieja advirtió su expresión de perplejidad.

—A ver cómo se lo diría yo, señora —empezó, en un tono despóticamente razonable—. ¿Le parecería bien que un lobo se la comiera viva?

—Pues no me parecería nada bien, querida, no —respondió la abuela invisible.

—La alternativa somos nosotras —dijo Yaya.

—Canastos. ¿Está segura?

—Palabra de hadas —respondió el Hada Puercoespín.

—Vaya, vaya. ¿De veras? Bueno, pasen. Pero nada de trucos, ¿eh? Y a ver si hacen la colada de una vez. Por cierto, no tendrán una olla con oro, ¿verdad?

—Eso son los duendes.

—No, los duendes son los que viven en los pozos. Se refiere a los goblins.

—No seas idiota, ésos son los que están siempre bajo los puentes.

—No, tú te refieres a los trolls.

—Bueno, el caso es que no tenemos ninguna olla con oro.

—Oh —suspiró la abuela—. Debí imaginarlo.

A Magrat le gustaba pensar que era buena con los niños, y le preocupaba no serlo. No le gustaban demasiado, y eso también le tenía un tanto preocupada. A Tata Ogg no le costaba nada eso de ser buena con los niños, sólo tenía que alternar aleatoriamente los caramelos con los tirones de orejas; Yaya Ceravieja hacía como si no existieran, cosa que también funcionaba. Mientras que Magrat se preocupaba. Aquello no era justo.

—Te apuesto un quintillón de trillones de millones de dólares a que no puedes transformar ese arbusto en una calabaza —señaló la niña.

—Pero, mira, si todos los otros se han transformado en calabazas —señaló Magrat.

—Tarde o temprano te fallará —dijo la niña con placidez.

Magrat contempló impotente la varita. Lo había intentado todo: desear, vocalizar…, incluso, cuando pensó que las otras brujas estaban demasiado lejos como para oírla, la había golpeado contra las cosas al tiempo que gritaba: «¡Cualquier cosa menos calabazas!».

—No sabes manejarla, ¿a que no? —señaló la niña.

—Oye —dijo Magrat—, dijiste que tu madre sabe que hay un gran lobo malo en el bosque, ¿verdad?

—Sí.

—Pero, de todos modos, te ha enviado sola a llevar esa comida a tu abuelita.

—Sí, ¿por qué?

—Nada. Cosas que se me ocurren. Por cierto, me debes un muchillón de quintillones de trillones de millones de dólares.

Existe una cierta masonería entre las abuelas, con la ventaja añadida de que nadie tiene que andar a la pata coja, ni recitar juramentos para entrar a formar parte de ella. Una vez en el interior de la casita, con una tetera sobre el fuego, Tata Ogg se sintió como en casa. Greebo se tendió ante el magro fuego y se echó una siestecita, mientras las brujas trataban de dar explicaciones.

—No entiendo cómo va a entrar aquí ningún lobo, querida —dijo la abuela con voz amable—. Los lobos son lobos, no sé si me entiendes. No saben abrir puertas.

Yaya Ceravieja apartó un harapo que hacía las veces de cortina, y miró en dirección al bosque.

—Ya lo sabemos —dijo.

Tata Ogg señaló una camita, situada en un rincón junto a la chimenea.

—¿Ahí es donde duerme? —preguntó.

—Sí, querida, cuando no me siento muy bien. Si no, subo al desván.

—Yo que usted, subiría ahora mismo. Y, si no le importa, llévese a mi gato. No me gustaría que nos estorbara.

—¿Ahora viene lo de que limpian la casa y hacen toda la colada a cambio de un cuenco de leche? —preguntó la abuela, esperanzada.

—Podría ser. Nunca se sabe.

—Qué cosas, querida. La verdad, imaginaba que eran más pequeñitas…

—Es que vivimos al aire libre —replicó Tata—. Venga, venga, váyase ya.

Se quedaron las dos solas. Yaya Ceravieja recorrió con la vista aquella habitación, semejante a una cueva. Los juncos del suelo iban camino de convertirse en abono. Las telarañas del techo estaban cubiertas de hollín.

La única manera de limpiar aquella casa era con una pala. O mejor aún, con una cerilla.

—Hay que ver, qué cosas —dijo Tata, cuando la anciana hubo subido con dificultades por la escalera—. Y es más joven que yo. Aunque claro, yo hago ejercicio.

—Tú no has hecho ejercicio en tu vida —replicó Yaya Ceravieja, que seguía vigilando los arbustos desde la ventana—. En tu vida has hecho nada que no quisieras hacer.

—A eso me refiero —contestó Tata alegremente—. Mira, Esme, yo insisto en que esto puede ser una simple…

—¡No lo es! Presiento el cuento. Alguien ha estado haciendo que sucedan cuentos por aquí, lo sé.

—Y sabes muy bien quién ha sido, ¿verdad, Esme? —señaló Tata con astucia.

Vio como Yaya examinaba rápidamente las paredes mugrientas.

—Supongo que la abuela es demasiado pobre como para permitirse el lujo de un espejo —insistió Tata—. No estoy ciega, Esme. Sé muy bien que los espejos y las hadas madrinas nunca andan muy lejos. Bueno, ¿qué está pasando?

—No te lo pienso decir. No quiero parecer una idiota si me equivoco. Es una…, ¡algo se acerca!

Tata Ogg apretó la nariz contra la sucia ventana.

—No veo nada.

—Los arbustos se han movido. ¡Métete en la cama!

—¿Yo? ¡Pensaba que eras tú la que se iba a meter en la cama!

—¿Y qué te ha hecho suponer eso?

—Ni idea. Ahora que lo dices, ni idea —replicó Tata con voz cansada.

Cogió el gastado gorro de dormir que colgaba de uno de los postes de la cama, se lo puso y se metió bajo la colcha de cuadros.

—¡Eh, este colchón está relleno de paja!

—No tendrás que estar tumbada mucho rato.

—¡Hace cosquillas! ¡Y creo que hay cosas dentro!

Algo chocó contra la pared de la casa. Las brujas se quedaron en silencio.

Algo olisqueó bajo la puerta trasera.

—No sé si te has dado cuenta —susurró Tata, mientras aguardaban—, pero el fregadero está hecho un asco. No hay nada de leña. Y apenas tiene comida. Sólo hay una jarra de leche que más bien ya parece queso…

Yaya cruzó apresuradamente la habitación, hasta llegar a la chimenea, y luego volvió a su puesto junto a la puerta principal.

Unos momentos más tarde oyeron que el pestillo se movía, como si lo manejara alguien que no supiera muy bien qué hacer con las puertas y con los dedos.

Poco a poco, la puerta se abrió.

Les llegó un hedor abrumador a almizcle y a pelo húmedo.

Unas pisadas inseguras recorrieron el suelo, en dirección a la figura tendida en la cama.

Tata se levantó el estúpido gorrito de dormir lo justo para ver un poco.

—¡Eeeh! —exclamó— ¡Caray, no me imaginaba que tuvieras unos dientes tan grandes…!

Yaya Ceravieja abrió la puerta de golpe y dio unos pasos al frente. El lobo se dio media vuelta, con una zarpa alzada para protegerse.

—¡Norrrrr!

Yaya titubeó un instante, y luego le dio un buen golpe en la cabeza con una sartén de hierro fundido.

El lobo se derrumbó.

Tata Ogg se bajó de la cama.

—Cuando sucedió cerca de Skund, dijeron que había sido un hombre-lobo o algo así. Y yo pensé, no, los hombres-lobo no se comportan así —dijo— Nunca creí que fuera un lobo de verdad. Me ha sorprendido mucho.

—Los lobos de verdad no caminan erguidos, ni abren las puertas —replicó Yaya Ceravieja— Vamos, ayúdame a sacarlo de aquí.

—Me puso los pelos de punta ver cómo se me venía encima una cosa tan grande, tan peluda —dijo Tata, al tiempo que agarraba a la aturdida criatura por una pata—. ¿Llegaste a conocer al viejo Sumpkins?

Desde luego parecía un lobo vulgar y corriente, aunque el pobre estaba en los huesos. Las costillas se podían contar bajo la piel, y tenía el pelo enredado y lacio. Yaya sacó un cubo de agua turbia del pozo excavado junto al retrete, y se lo echó por la cabeza.

Luego, se sentó en un tocón de árbol y examinó con cuidado al animal. En las ramas más altas, cantaban algunos pájaros.

—Habló —dijo—. Trató de decir «no».

—Algo así me pareció —asintió Tata—. Pero luego pensé que me lo había imaginado.

—Es inútil que nos imaginemos nada —replicó Yaya—. Las cosas ya están bastante mal.

El lobo gimió. Yaya le tendió la sartén a Tata Ogg.

—Voy a echar un vistazo dentro de su cabeza —dijo al cabo de un rato.

Tata Ogg frunció el ceño.

—Yo, en tu lugar, no lo haría.

—La que está en mi lugar soy yo, y quiero saber qué pasa. Tú estáte atenta con la sartén.

Tata se encogió de hombros.

Yaya se concentró.

Es muy difícil leer una mente humana. La mayor parte de los humanos piensan en tantas cosas a la vez, que es casi imposible localizar una idea concreta entre la marejada.

En cambio, las mentes de los animales son diferentes. Mucho menos enmarañadas. Las de los carnívoros son las más fáciles de todas, sobre todo antes de comer. En el mundo mental no existen los colores, pero, si existieran, la mente de un carnívoro hambriento sería caliente, púrpura y afilada como una flecha— Las mentes de los hervíboros también son sencillas, como muelles enroscados de plata, preparados para saltar.

Pero esta mente no era normal en ningún aspecto. Porque era dos mentes.

En ocasiones, Yaya había conectado con las mentes de los cazadores del bosque, cuando estaba sentada tranquilamente al anochecer y dejaba vagar su mente. Sólo muy de vez en cuando sentía algo semejante a esto; o, mejor dicho, una pálida sombra de esto. Sólo muy de vez en cuando, en esas ocasiones en que el cazador estaba a punto de matar a su presa, las corrientes aleatorias de ideas se reunían. Esto era diferente. Esto era lo contrario. Esto eran intentos desesperados de meditación que nacían en medio de la aguda naturaleza del instinto depredador. Esto era una mente depredadora tratando de pensar.

No era de extrañar que se estuviera volviendo loco.

Abrió los ojos.

Tata Ogg esgrimía la sartén por encima del hombro. Le temblaba el brazo.

—Bueno —dijo—, ¿quién hay ahí?

—Me vendría bien un vaso de agua —dijo Yaya. La precaución natural se abrió paso desde el fondo del torbellino que era su mente—. Pero que no sea de ese pozo, gracias.

Tata se relajó un poco. Cuando una bruja empezaba a hurgar en las mentes ajenas, nunca se podía estar seguro de quién iba a volver. Pero Yaya Ceravieja era la mejor. Magrat siempre se estaba buscando a sí misma, mientras que Yaya ni siquiera entendía el objetivo de esa búsqueda. Si ella no podía encontrar el camino de vuelta hacia su propia mente, era que no existía un sendero.

—Había leche en la casita —ofreció Tata.

—¿De qué color dijiste que era?

—Bueno…, casi blanca.

—De acuerdo.

Cuando Tata Ogg se dio media vuelta y no pudo verla, Yaya se permitió un pequeño escalofrío.

Contempló al lobo, y se preguntó qué podía hacer por aquel animal. Un lobo normal jamás entraría en una casa, aunque fuera capaz de abrir la puerta. Los lobos jamás se acercaban a los seres humanos, excepto si iban en manada y el invierno había sido particularmente duro. Y aún esto se debía, no a que fueran grandes y malvados, sino a que eran lobos.

Este lobo estaba intentando ser humano.

Probablemente no había manera de curarlo.

—Aquí tienes la leche —dijo Tata Ogg.

Yaya alzó la mano y la cogió sin mirar.

—Alguien ha hecho pensar a este lobo que era una persona —dijo—. Han hecho que se creyera una persona, y luego lo han dejado así, sin más. Sucedió hace varios años.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo sus… recuerdos —respondió Yaya.

Y también sus instintos, añadió para sus adentros. Sabía que pasarían varios días antes de que dejara de desear perseguir trineos por la nieve.

—Oh.

—En su mente, está perdido entre dos especies.

—¿Podemos ayudarlo? —quiso saber Tata.

Yaya sacudió la cabeza.

—Lleva así demasiado tiempo. Ya es un hábito para él. Y se está muriendo de hambre. No puede ir hacia un lado ni hacia el otro. No puede comportarse como un lobo, ni consigue ser humano. Y no puede seguir así.

Por primera vez, se volvió hacia Tata. Ésta dio un paso hacia atrás.

—No te puedes imaginar cómo se siente —siguió—. Lleva años vagando. Incapaz de ser humano, incapaz de ser lobo. No te puedes ni imaginar lo que es eso.

—Creo que sí puedo —dijo Tata— Lo estoy viendo en tu cara. Creo que puedo. ¿Quién le hizo eso a la pobre criatura?

—Tengo mis sospechas.

Miraron a su alrededor.

Magrat se acercaba con la niña. Las acompañaba uno de los leñadores.

—Ja —bufó Yaya—. Sí. Claro. Siempre tiene que haber… —escupió las palabras—… un final feliz.

Una zarpa trató de aferrarse a su tobillo.

Yaya Ceravieja bajó la vista hacia la cara del lobo.

—Porrgfavoggg —gruñó el animal—. Umm finalggg… yaggg…

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