Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

La niña trató de fijar los ojos en Tata, luego en Magrat, y por fin volvió a mirar a Yaya Ceravieja.

—¿Tú? —dijo.

Yaya arqueó las cejas y miró a las otras dos.

—¿Yo?

—¿Tú… aún estás aquí?

—¿Aún? —repitió Yaya— No había estado aquí en mi vida, guapita.

—Pero…

La niña parecía asombrada. Y, en opinión de Magrat, también asustada.

—Yo también me siento así por las mañanas, cariño —dijo Tata Ogg, al tiempo que daba unas palmaditas en la mano a la niña—. No me entero de nada hasta que no me tomo una buena taza de té. Bueno, supongo que el resto de la gente se despertará de un momento a otro. Claro que quizá tengas que esperar hasta que limpien las teteras, están llenas de ratas… ¿Esme?

Yaya estaba mirando una forma cubierta de polvo, adosada a la pared.

—Entrometida… —susurró.

—¿Qué pasa, Esme?

Yaya Ceravieja recorrió la habitación a zancadas, y sacudió el polvo de un gran espejo lleno de adornos.

—¡Ja! —exclamó. Se dio media vuelta—. Nos vamos ya —ordenó.

—Pero ¿no íbamos a descansar un poco? ¡Si casi está amaneciendo! —se sorprendió Magrat.

—Me parece que aquí estamos de más —replicó Yaya, mientras salía de la habitación.

—Es que ni siquiera hemos… —empezó Magrat.

Volvió la vista hacia el espejo. Era de esos grandes, ovalados, con el marco dorado. Parecía de lo más normal. Y no era propio de Yaya Ceravieja asustarse de su propio reflejo.

—A veces se pone así de rara —suspiró Tata Ogg— Bueno, no servirá de nada que nos quedemos aquí. Vámonos. —Dio una palmadita cariñosa en la cabeza a la asombrada princesa— Hasta la vista, guapita. Con una escoba y un hacha, dentro de un par de semanas tendréis el castillo como nuevo.

—Ha parecido como si reconociera a Yaya —le comentó Magrat, al tiempo que se apresuraban a seguir los pasos de la figura rígida de Esme Ceravieja escalera abajo.

—Bueno, pero nosotras sabemos que no es posible —replicó Tata Ogg— Esme no ha estado por estas tierras en toda su vida.

—Aun así, no entiendo por qué se empeña en que nos vayamos tan deprisa —insistió Magrat—. Supongo que esta gente, cuando despierten, estarán muy agradecidos de que hayamos roto el hechizo y todo eso.

El resto del palacio estaba volviendo a la vida. Pasaron al trote junto a un par de guardias, que miraban asombrados sus uniformes cubiertos de telarañas y los arbustos que crecían por doquier. Mientras recorrían el patio lleno de vegetación, un anciano vestido con una túnica descolorida salió por una puerta lateral y se apoyó contra la pared tratando de recuperar la compostura. En aquel momento, vio a Yaya Ceravieja.

—¿Tú? —gritó— ¡Guardias!

Tata Ogg no titubeó. Cogió a Magrat por el codo y echó a correr. Alcanzaron a Yaya Ceravieja junto a las puertas del castillo. Uno de los guardias, que por lo visto tenía mejor despertar que su colega, dio un paso tambaleante hacia adelante e intentó cortarles el paso con la pica, pero Yaya no tuvo más que empujarla para hacer que el hombre girara suavemente.

Salieron del castillo y corrieron hacia las escobas, que habían dejado apoyadas contra un árbol. Yaya agarró la suya sin detenerse y, por una vez, se puso en marcha casi al primer intento.

Una flecha pasó silbando junto a su sombrero y fue a clavarse en una rama.

—¡No me parecen maneras de demostrar su gratitud! —exclamó Magrat, mientras las escobas ascendían y planeaban sobre los árboles.

—Hay que ver el mal despertar que tienen algunas personas —asintió Tata.

—Parecía como si todo el mundo te conociera, Yaya —dijo Magrat.

El viento sacudió la escoba de Yaya.

—¡Pues no me conocían! —gritó—. ¡No me han visto nunca! ¿Vale?

Volaron en preocupado silencio durante un rato.

Lo rompió Magrat, quien, en opinión de Tata Ogg, tenía un talento inocente para meterse en terreno peligroso.

—¿Creéis que ha sido lo más correcto? —dijo—. En mi opinión, esto tendría que haberlo hecho un apuesto príncipe.

—¡Ja! —bufó Yaya, que volaba por delante de ellas—. ¿Y de qué serviría eso? ¿Es que por abrirse camino entre unos cuantos zarzales demuestra que va a ser un buen marido, o qué? ¡Así piensan las hadas madrinas! ¡Bah! ¡Van por ahí infligiendo finales felices a la gente, tanto si quieren como si no!

—Los finales felices no tienen nada de malo —respondió Magrat, acalorada.

—Atiende, los finales felices están muy bien y resultan ser felices —dijo Yaya, mirando hacia el cielo—. Pero no los puedes fabricar para los demás. Es como pensar que la única manera de garantizar un matrimonio feliz es cortar la cabeza a los novios en cuanto dicen «sí, quiero». No se puede fabricar la felicidad…

Yaya Ceravieja contempló la ciudad a lo lejos.

—Todo lo que se puede hacer —dijo—, es fabricar un final.

Desayunaron en un claro del bosque. El desayuno consistió en calabaza a la brasa. Hasta sacaron el pan de los enanos para echarle un vistazo. Pero ese pan tenía un algo milagroso. Nadie sentía hambre cuando llevaba en la bolsa un pan de los enanos que quisiera evitar comer. Sólo hacía falta mirarlo un momento, y al instante se te ocurrían docenas de cosas que podías comer en su lugar. Unas botas, sin ir más lejos. Montañas. Ovejas crudas. Tu propio pie.

Hasta intentaron dormir un poco. Por lo menos, Tata y Magrat lo intentaron. Pero lo único que consiguieron fue pasar un rato tumbadas, con los ojos abiertos, escuchando el refunfuñar de Yaya Ceravieja. Nunca la habían visto tan disgustada.

Más tarde, Tata sugirió que dieran un paseo. Dijo que hacía un día precioso. Dijo que aquel bosque parecía muy interesante, que seguro que encontrarían muchas hierbas nuevas que examinar. Dijo que todo el mundo se sentiría mejor después de dar un paseo bajo la primera luz del sol. Dijo que aquello las animaría.

Y era un bosque muy bonito, desde luego. Media hora más tarde, hasta Yaya Ceravieja se mostró dispuesta a admitir que, en ciertos aspectos, no era totalmente extranjero ni de pacotilla. De cuando en cuando, Magrat se salía del camino para coger flores. Tata incluso cantó unas cuantas estrofas de «El Cayado De Un Mago Tiene Un Nudo En La Punta» sin que las otras dos protestaran demasiado.

Pese a todo, algo iba mal. Tata Ogg y Magrat notaban que algo las separaba de Yaya Ceravieja, una especie de muro mental, algo importante que les estaba ocultando deliberadamente. Por lo general, las brujas no tenían muchos secretos entre ellas, aunque sólo fuera porque todas eran tan entrometidas que nunca tenían ocasión de guardar secretos. Por tanto, la situación era preocupante.

Y entonces, al dar la vuelta a un recodo del sendero, junto a un grupo de robles gigantescos, se encontraron con la niñita de la capa roja.

Iba saltando por el camino, cantando una canción bastante más sencilla y mucho más limpia que cualquiera del repertorio de Tata Ogg. No vio a las brujas hasta que casi tropezó con ellas. Se detuvo y les dedicó una sonrisa inocente.

—Hola, ancianas —dijo.

—Ejem —carraspeó Magrat.

Yaya Ceravieja se inclinó.

—¿Qué haces tú sola por el bosque, jovencita?

—Le llevo esta cesta con comida a mi abuelita —respondió la niña.

Yaya se irguió con una mirada distante en los ojos.

—Esme —dijo Tata Ogg, apremiante.

—Lo sé, lo sé —replicó Yaya.

Magrat se inclinó y compuso en su rostro la sonrisa idiota que suelen utilizar los adultos a los que les gustaría llevarse bien con los niños, pero que no lo lograrán en su vida.

—Eh…, dime una cosa, señorita…, ¿te ha advertido tu madre que tengas cuidado por si hay lobos malos en el bosque?

—Claro.

—Y tu abuelita… —intervino Tata Ogg—. Seguro que debe de estar enferma últimamente, ¿verdad?

—Sí, por eso le llevo la cesta con comida… —empezó la niña.

—Ya me parecía a mí.

—¿Conocéis a mi abuelita? —preguntó la chiquilla.

—Sssí… —respondió Yaya Ceravieja—. En cierto modo.

—Sucedió camino de Skund, cuando yo era niña —dijo Tata Ogg en voz baja—. Nadie supo qué había sido de la abue…

—¿Dónde está la casa de tu abuelita, pequeña? —preguntó Yaya Ceravieja en voz alta, al tiempo que daba un buen codazo a Tata en las costillas.

La niña señaló un sendero secundario.

—No serás la bruja mala, ¿verdad? —quiso saber.

Tata carraspeó.

—¿Yo? No. Somos…, somos… —empezó Yaya.

—Somos hadas —dijo Magrat.

Yaya Ceravieja se quedó boquiabierta. A ella nunca se le habría ocurrido semejante explicación.

—Ah, es que mi madre también me previno sobre la bruja mala-explicó la niña. Miró a Magrat con gesto inquisitivo—. ¿Qué clase de hadas?

—Eh…, hadas de las flores —respondió la joven—. Mira, tengo una varita…

—¿De cuáles?

—¿Qué?

—¿De qué flores?

—Eh… —titubeó Magrat—. Bueno, yo soy… el Hada Tulipán, y ella es… —Trató de no mirar directamente a Yaya—. Es… el Hada… Margarita…, y ésta es…

—El Hada Puercoespín —terminó Tata Ogg.

Esta añadidura al panteón sobrenatural fue considerada debidamente.

—No puedes ser el Hada Puercoespín —dijo la niña, tras pensar un rato—. Un puercoespín no es una flor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque tiene espinas.

—También tiene espinas el acebo. Y el cardo.

—Ah.

—Y tengo una varita —insistió Magrat.

Sólo ahora se atrevió a mirar al Hada Margarita.

—Deberíamos ir a echar un vistazo —dijo Yaya Ceravieja—. Quédate aquí con el Hada Tulipán… Te llamabas así, ¿no? Nosotras iremos a asegurarnos de que tu abuelita se encuentra bien. ¿De acuerdo?

—Me apuesto lo que sea a que no es una varita de verdad —dijo la niña haciendo caso omiso de Yaya, con la habilidad infalible de los pequeños para encontrar el eslabón más débil de cualquier cadena—. ¿A que no puedes transformar cosas en cosas?

—Bueno… —empezó Magrat.

—Me apuesto lo que sea —insistió la niña—, me apuesto lo que sea a que no puedes transformar ese tronco de árbol, el de allá, en…, en…, en una calabaza. Ja ja, me apuesto lo que sea a que no puedes. Me apuesto un trillón de dólares a que no puedes transformar ese tronco en una calabaza.

—Ya veo que vosotras dos os vais a llevar muy bien —dijo el Hada Puercoespín—. Volveremos enseguida.

Las dos escobas volaron a poca distancia de los árboles, sobre el sendero del bosque.

—Puede que sea una simple coincidencia —dijo Tata Ogg.

—Imposible —replicó Yaya—. ¡La niña hasta lleva la capa roja!

—Yo también tenía una capa roja a los quince años —señaló Tata.

—Sí, pero tu abuelita vivía en la puerta de al lado. No tenías que preocuparte por los lobos cada vez que ibas a verla —respondió Yaya.

—No. Sólo del viejo Sumpkins, el inquilino.

—Sí, pero aquello no fue más que una coincidencia.

Una columna de humo azulado ascendía entre los árboles, delante de ellas. Poco más allá, a un lado, oyeron el ruido de un árbol al caer.

—¡Leñadores! —exclamo Tata—. Si hay leñadores, no pasa nada. Uno de ellos llega corriendo a…

—Eso es lo que les cuentan a los niños —replicó Yaya, acelerando aún más—. Además, ¿de qué le sirve eso a la abuela? ¡A ella ya se la han comido!

—Siempre he detestado ese cuento —suspiró Tata—. A nadie le importa lo que les pase a las pobres ancianas indefensas.

El sendero desaparecía bruscamente al borde de un claro. Entre los árboles había una extraña cocina al aire libre y un miserable toldo combatía el escaso sol que se filtraba entre el follaje. En el centro del jardín había algo que debía de ser la casita con techo de paja, porque nadie apilaría tan mal un montón de heno.

Saltaron de las escobas en marcha, dejando que se detuvieran solas contra los arbustos, y golpearon la puerta de la casita.

—Puede que lleguemos tarde —dijo Tata—. Quizá el lobo ya haya…

Tras unos momentos oyeron el sonido amortiguado de unos pasos arrastrados en el interior, y la puerta se abrió unos milímetros. En la penumbra, alcanzaron a entrever un ojo desconfiado.

—¿Sí? —inquirió una voz temblorosa, procedente de debajo de aquel ojo.

—¿Es usted la abuela? —preguntó Yaya Ceravieja sin contemplaciones.

—¿Son ustedes cobradoras de impuestos, querida?

—No, señora, somos…

—… hadas —se apresuró a terminar el Hada Puercoespín.

—Nunca abro la puerta a gente que no conozco, querida —dijo la voz. El tono se hizo un poquito más petulante— Y menos a gente que nunca hace la colada, ni aunque le deje un cuenco de leche casi fresca.

—Nos gustaría hablar con usted unos momentos —dijo el Hada Margarita.

—¿Sí? ¿Lleva usted alguna identificación, querida?

—Sabemos que no nos hemos equivocado de abuela —susurró el Hada Puercoespín—. El parecido de familia salta a la vista. Tiene las orejas enormes.

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