Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Yaya había ganado ya doce dólares. En la taberna había cesado toda actividad. Se podía oír el chapoteo lejano de la rueda de palas y los gritos del hombre que marcaba el ritmo a los remeros.

Yaya ganó otros cinco dólares con un Terceto.

—¿Que quieres decir con eso de la psicolología? —se sorprendió Magrat—. ¿Es que has estado leyendo libros?

Tata no le hizo caso.

—Ya sé lo que viene a continuación —dijo— Ahora es cuando empieza a chasquear la lengua contra los dientes. Siempre lo hace después de limpiarse la oreja. Por lo general, quiere decir que prepara algo.

El Señor Frank tamborileó con los dedos sobre la mesa, se dio cuenta horrorizado de que lo estaba haciendo y pidió tres cartas más para ocultar su confusión. La vieja chalada no pareció darse cuenta.

El Señor Frank contempló las cartas.

Arriesgó dos dólares y pidió una carta más.

Las miró de nuevo.

Se preguntó cuáles serían las probabilidades en contra de obtener un Reporque dos veces en el mismo día.

Ahora, lo importante era no ponerse nervioso.

—Me parece —se oyó decir a sí mismo— que puedo arriesgar un par de dólares más.

Miró a sus compañeros. Éstos, obedientes, se retiraron uno tras otro.

—Pues yo…, no sé… —dijo Yaya, que al parecer hablaba con sus cartas. Volvió a limpiarse la oreja—. Tch tch tch. ¿Cómo se llama eso, ya saben, cuando uno pone más dinero en la mesa?

—Se llama «subir la apuesta» —respondió el Señor Frank, con los nudillos blancos.

—Pues quiero una subida de puesta de ésas. Cinco dólares, ¿vale?

El Señor Frank apretó las rodillas.

—Los veo y subo diez dólares —dijo, mordiendo las palabras.

—Yo también hago eso —respondió Yaya.

—Yo puedo subir otros veinte dólares.

—Yo…, —Yaya bajó la vista, alicaída de repente—. Tengo… una escoba.

Un pequeño timbre de alarma empezó a sonar en el fondo de la cabeza del Señor Frank, pero ya galopaba de cabeza hacia la victoria.

—¡Acepto!

Extendió sus cartas sobre la mesa.

La multitud suspiró.

Empezó a recoger todas las monedas.

La mano de Yaya se cerró sobre su muñeca.

—Aún no he mostrado mis cartas —dijo con voz maliciosa.

—Ni falta que hace —replicó el Señor Frank—. No puede tener nada mejor que esto, señora.

—Sí que puedo —dijo Yaya—. Puedo tener un Recontraporque, ¿no?

Él titubeó.

—Pero…, pero…, para eso haría falta una escalinata perfecta de color… —se atragantó, perdiéndose en las profundidades de los ojos de Yaya.

La anciana se sentó.

—¿Sabe? —dijo con tranquilidad—, ya me parecía a mí que tenía muchas de estas negras puntiagudas. Me parece que eso es bueno, ¿verdad?

Mostró sus cartas. El público reunido dejó escapar una exclamación al unísono.

El Señor Frank miró a su alrededor como una fiera acorralada.

—Oh, sí, señora, es excelente —dijo un caballero de edad avanzada.

La multitud aplaudió educadamente. Aquella multitud tan inoportuna.

—Eh… sí —gimió el Señor Frank— Sí. Bien hecho. Aprende usted deprisa, ¿eh?

—Más deprisa que usted, desde luego. Me debe veinticinco dólares y una escoba —replicó Yaya.

Magrat y Tata Ogg la estaban esperando cuando salió de la taberna.

—Aquí tienes tu escoba —rugió—. Espero que hayáis recogido vuestras cosas porque nos vamos.

—¿Por qué? —se sorprendió Magrat.

—Porque, en cuanto las cosas se calmen un poco, unos hombres irán a buscarnos.

La siguieron hacia su pequeño camarote.

—¿No utilizaste la magia? —quiso saber Magrat.

—No.

—¿Y no hiciste trampas? —preguntó Tata Ogg.

—No. Sólo era cuestión de cabezología —replicó Yaya.

—¿Dónde aprendiste a jugar tan bien? —se interesó Tata.

Yaya se detuvo. Tropezaron con ella.

—¿Os acordáis del invierno pasado, cuando la anciana Madre Dismass estuvo tan pachucha y yo iba a hacerle compañía todas las noches durante casi un mes?

—¿Sí?

—Pues si te pasas las noches jugando al Porque con alguien que tiene cataratas en su visión de futuro, aprendes a jugar a base de bien —respondió Yaya.

‹Queridos Jason y familia:

Lo que más hay aquí en el extranjero son olores, cada vez los conozco mejor. Esme le grita a todo el mundo, creo que piensa que son extranjeros sólo para molestarla, pero lo que es yo no me había divertido tanto en mi vida. Aunque la verdad es que aquí la gente se porta de lo más raro, nos paramos no me acuerdo dónde a comer y ponía que hacían stik tartar, y se pusieron muy de morros porque pedí el mío muy hecho. Besos a montones, MAMA.›

Aquí, la luna estaba más cerca.

Dada la órbita de la luna en torno al Mundodisco, el satélite pasaba muy alto sobre las Montañas del Carnero. En cambio, aquí, más cerca de la Periferia, era más grande. Y más naranja.

—Como una calabaza —señaló Tata Ogg.

—Creí que habíamos quedado en que nadie volvería a mencionar las calabazas —dijo Magrat.

—Bueno, es que como no hemos cenado nada… —se quejó Tata.

Y había una cosa más. Excepto en los días más calurosos del verano, las brujas no estaban acostumbradas a las noches cálidas. No les parecía del todo correcto volar bajo una enorme luna anaranjada, sobre el follaje oscuro que se movía y zumbaba por la actividad de los insectos.

—Ya debemos de estar muy lejos del río —dijo Magrat— ¿No podemos aterrizar, Yaya? ¡Es imposible que nos hayan seguido hasta aquí!

Yaya Ceravieja miró hacia abajo. En aquella zona, el río describía meandros, grandes curvas brillantes, con lo que había que recorrer treinta kilómetros para avanzar siete. La tierra que quedaba entre los caracoles de agua era un entramado de colinas y bosques. A lo lejos, brillaban unas luces que quizá fueran Genua.

—Si tengo que ir en escoba toda la noche, me va a doler mucho el itinerante —se quejó Tata.

—¡Oh, de acuerdo, de acuerdo!

—Allí hay una ciudad —señaló Magrat—. Y un castillo.

—¡Oh, no! ¡Otro no!

—Es un castillito que parece muy agradable —insistió la joven—. ¿Por qué no vamos a verlo? Ya estoy harta de posadas…

Yaya miró hacia abajo. Su visión nocturna era excelente.

—¿Seguro que es un castillo? —titubeó.

—Desde aquí veo los torreones y todo eso —asintió Magrat—. Sí es un castillo, sí.

—Mmm. Veo algo más que torreones —dijo Yaya—. Será mejor que vayamos a echar un vistazo, Gytha.

Nunca se oía sonido alguno en el castillo durmiente. Sólo a finales del verano, cuando las fresas maduras caían de las matas y chocaban suavemente contra el suelo. A veces, los pájaros intentaban anidar entre los espinos que ahora cubrían la sala del trono desde el suelo hasta el techo, pero no pasaba mucho tiempo antes de que también ellos cayeran dormidos. Aparte de eso, haría falta un oído finísimo para oír el susurro de los brotes al crecer y de los capullos de las flores al abrirse.

Así estaban las cosas desde hacía diez años. No se oía sonido alguno en…

—¡Eh, abran!

—¡Bonas fiedas viajeras en busca de no sé qué!

«… no se oía sonido alguno en…»

—Pon las manos para que suba, Magrat. Eso es. Ahora…

Sí que se oyó un sonido, el del cristal al romperse.

—¡Has roto la ventana!

«… no se oía sonido alguno en…»

—Tendrás que ofrecerte a pagárselo.

La puerta del castillo se abrió lentamente. Tata Ogg echó un vistazo hacia el interior y se adentró junto con las otras dos brujas, al tiempo que se quitaba espinas y briznas de hierba del pelo.

—Esto es un auténtico asco —dijo—. Hay gente durmiendo por todas partes, tienen telarañas por encima. Estabas en lo cierto, Esme, por aquí ha habido magia.

Las brujas se abrieron camino por el castillo lleno de maleza. El polvo y las hojas secas cubrían las alfombras. Unos jóvenes sicomoros hacían un valiente esfuerzo por apoderarse del patio. Las enredaderas cubrían por completo las paredes.

Yaya Ceravieja puso en pie a un soldado durmiente. De su uniforme cayó una cascada de polvo.

—¡Despierta! —le ordenó.

—Qupsa —murmuró el soldado.

Volvió a derrumbarse.

—Están igual por todo el castillo —dijo Magrat, que se abría camino como podía entre el matorral de helechos que crecía desde la cocina Ahí están los cocineros, todos roncando, ¡y en las cacerolas no hay más que moho! ¡Hasta los ratones de la despensa están dormidos!

—Minin —refunfuñó Yaya— Seguro que en el fondo de todo esto hay una rueca. Os lo digo yo.

—¿Crees que es cosa de Aliss la Negra? —preguntó Tata Ogg.

—Eso parece —asintió Yaya—. O de alguien como ella —añadió en voz más baja.

—Esa bruja sí que sabía cómo funcionan los cuentos —dijo Tata—. A veces, estaba metida hasta en tres a la vez.

Hasta Magrat había oído hablar de Aliss la Negra.[XXVI] Se decía que era la bruja más poderosa de la historia…, no exactamente mala, pero sí tan poderosa que a veces no se notaba la diferencia. Cuando se trataba de hacer dormir un palacio durante cien años, o de conseguir que las princesas tejieran paja y la convirtieran en Odro,[17] no había otra como Aliss la Negra.

—La vi una vez —rememoró Tata, mientras subían por la escalinata principal del castillo—. La vieja Deliria Blandurria me llevó a verla cuando yo era niña. Pero claro, para entonces Aliss ya se estaba volviendo un tanto… excéntrica. Casitas de chocolate, todas esas cosas.

Hablaba con tristeza, como si se refiriese a una pariente anciana a quien de pronto le hubiera dado por usar la ropa interior por encima del vestido.

—Debió de ser antes de que aquellos dos niños la encerraran en su propio horno —dijo Magrat, muy ocupada en desenredar su manga de unas zarzas.

—Sí. Fue una auténtica pena. Es decir, Aliss nunca se llegó a comer a nadie —suspiró Tata—. Bueno, a muy poca gente. Es lo que se decía, ya lo sé, pero…

—Eso es lo que sucede cuando uno se mete en los cuentos —gruñó Yaya—. Lo empieza a ver todo confuso. Llega un momento en que no se sabe qué es real y qué no. Y, al final, los cuentos se apoderan de ti. Te vuelven la cabeza del revés. No me gustan los cuentos. No son reales. Y a mí no me gustan las cosas que no son reales.

Abrió una puerta.

—Ah. Una cámara —dijo con voz despectiva—. Hasta puede que haya un cenador.

—¡Caray, qué deprisa crecen estas cosas! —se sorprendió Magrat.

—Parte de la culpa la tiene el hechizo temporal —explicó Yaya—. Ah, ahí está la chica. Sabía que no tardaríamos en encontrarla.

Había una figura tendida en la cama, en un lecho de rosales con rosas rojas.

—Y ahí tienes la rueca —señaló Tata.

Así era, la forma del instrumento apenas resultaba visible entre la hiedra.

—¡Ni se te ocurra tocarla! —le advirtió Yaya.

—No te preocupes. La cogeré por el pedal y la tiraré por la ventana.

—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Magrat.

—Porque es un mito rural —dijo Tata—. Ha sucedido montones de veces.

Yaya Ceravieja y Magrat contemplaron la figura durmiente de la niña. Tenía unos trece años, y su piel parecía casi plateada bajo la capa de polvo y polen.

—¿No es preciosa? —suspiró Magrat, la del corazón de oro.

Detrás de ellas, se oyó el ruido de la rueca al estrellarse contra los guijarros lejanos del patio. Tata Ogg se acercó a ellas, frotándose las manos.

—Lo he visto docenas de veces —aseguró.

—No es verdad —replicó Yaya.

—Bueno, lo he visto por lo menos una vez —insistió Tata, sin avergonzarse en absoluto—. Y me lo han contado docenas de veces. Todo el mundo lo conoce. Es un mito rural, ya os lo he dicho. A todo el mundo le han contado que sucedió en el pueblo del vecino del amigo de un primo…

—Porque es verdad —asintió Yaya.

Cogió una de las muñecas de la chica.

—Está dormida porque tiene que venir un… —empezó Tata.

Yaya se dio la vuelta.

—Ya lo sé, ya lo sé. Ya lo sé, ¿vale? Lo sé tan bien como tú, ¿qué te crees? —Se inclinó sobre la mano inerte—. Esto es lo que hacen las hadas madrinas, ¿eh? Entrometerse siempre, querer controlarlo todo. ¡Ja! Una chica se envenena un poquito, y hala, ¡todos a dormir cien años! Eso es hacerlo por lo fácil. Y todo por un pinchazo. Como si fuera el fin del mundo. —Hizo una pausa. Tata Ogg estaba tras ella. No había manera humana de que viera su expresión—. ¿Gytha?

—¿Sí, Esme?

—Te estoy sintiendo sonreír. Guárdate tu psicolología de baratillo para quien la quiera.

Yaya cerró los ojos y murmuró unas palabras.

—¿Quieres que use la varita? —preguntó Magrat, titubeante.

—Ni se te ocurra —le advirtió Yaya.

Siguió murmurando.

Tata asintió.

—Muy bien, ya le vuelve el color a la cara —dijo.

Unos minutos más tarde, la niña abrió los ojos y miró con ojos nublados a Yaya Ceravieja.

—¡Ya es hora de levantarse! —exclamó Yaya, con una voz desacostumbradamente alegre—. Te estás perdiendo lo mejor de la década.

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