Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Yaya le dio las gracias con efusividad, y cojeó hasta una pequeña mesa entre las sombras. Repartió unas cuantas cartas al azar por la superficie llena de círculos de vaso y se las quedó mirando.

Tan sólo pasaron unos minutos antes de que una mano amable se posara sobre su hombro. Yaya alzó la vista hacia un rostro sincero y amable, un rostro al que cualquiera prestaría dinero. Cuando el hombre habló, un diente de oro centelleó entre sus labios.

—Disculpe, buena mujer —dijo—. Pero mis amigos y yo… —hizo un gesto en dirección a más rostros acogedores, sentados a una mesa cercana— nos sentiríamos mucho más satisfechos de nosotros mismos si se sentara con nosotros. Es peligroso que una mujer viaje sola.

Yaya Ceravieja le dirigió una sonrisa bondadosa, y luego señaló los naipes con gesto distraído.

—Nunca me acuerdo de si los unos valen más o menos que las figuritas —dijo—. ¡El día menos pensado, me olvidaré de cómo me llamo!

Todos se echaron a reír. Yaya cojeó hasta la mesa contigua. Ocupó una silla vacía, de manera que el espejo quedaba tras ella.

Sonrió para sí y se inclinó hacia adelante, toda expectación.

—Díganme, díganme —cloqueó—. ¿Cómo se juega a esto?

Todas las brujas son perfectamente conscientes del valor de los cuentos. SIENTEN los cuentos de la misma manera que un bañista, en un estanque pequeño, siente las vibraciones causadas por una trucha inesperada.

Casi todo depende de saber cómo funcionan los cuentos.

Por ejemplo, cuando una persona obviamente inocente se sienta a la mesa con tres fulleros y pregunta «¿Cómo se juega a esto?», es evidente que alguien se va a llevar una buena sorpresa.

Magrat y Tata Ogg estaban sentadas codo con codo en la estrecha litera. Tata se distraía rascándole la barriga a Greebo, que ronroneaba.

—Si utiliza la magia para ganar, se va a meter en un lío espantoso —gimió Magrat. Y ya sabes lo mal que le sienta perder —añadió.

Yaya Ceravieja no era buena perdedora. Desde su punto de vista, perder era algo que sólo les sucedía a los demás.

—Es por eso del ego que tiene —asintió Tata Ogg—. Todo el mundo tiene uno. Un ego. Pero el de ella es muy grande. Claro que eso de los eggos grandes es típico de las brujas.

—Seguro que usa la magia, ya lo verás.

—Usar la magia en un juego de azar es tentar al Destino —dijo Tata Ogg—. Si haces trampas, no pasa nada. Es prácticamente legal. Es decir, las trampas están al alcance de cualquiera. En cambio, la magia…, en fin, que es tentar al Destino.

—No. Al Destino, no —replicó Magrat, sombría.

Tata Ogg se estremeció.

—Vamos —indicó la joven— No podemos permitir que lo haga.

—Es su eggo —insistió Tata Ogg con voz débil—. Un eggo grande es terrible.

—Tengo —recitó Yaya— tres dibujitos de reyes y esas cosas, y tres de esos números uno tan graciosos.

Los tres hombres sonrieron de oreja a oreja y se guiñaron los ojos unos a otros.

—¡Eso es un Reporque! —dijo el que había guiado a Yaya hasta la mesa, y al que todos llamaban «Señor Frank».

—Y eso es bueno, ¿verdad? —preguntó Yaya con inocencia.

—¡Eso quiere decir que vuelve a ganar usted, mi querida señora! —Empujó un montón de peniques hacia ella.

—Caray —dijo Yaya—. Entonces, ya tengo…, ¿cuánto es?… Casi cinco dólares…

—No lo entiendo —dijo el Señor Frank—. Debe de ser la famosa suerte del principiante, ¿eh?

—Si esto sigue así, pronto seremos pobres —dijo uno de sus compañeros.

—Desde luego, nos va a quitar hasta las chaquetas —añadió el tercer hombre—. Ja ja.

—Me parece que deberíamos rendirnos ya —asintió el Señor Frank—. Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja.

—¡Oh, yo quiero seguir! —exclamó Yaya, con una sonrisa ansiosa—. Le estoy cogiendo el tranquillo.

—Eso, sea deportiva. Dénos ocasión de recuperar un poco de dinero, ja ja —dijo el Señor Frank— Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja. ¿Qué tal si subimos las apuestas a medio dólar? ¿Ja ja?

—Oh, seguro que una señora tan deportiva querrá subirlas a un dólar —dijo el tercer hombre.

—¡Ja ja!

Yaya contempló su montoncito de peniques. Por un momento pareció titubear, pero después todos vieron claramente que pensaba: «Tal como me vienen las cartas, ¿cuánto puedo perder?».

—¡Sí! —exclamó—. ¡A un dólar! —Se sonrojó—. Esto es muy emocionante, ¿verdad?

—Verdad —asintió el Señor Frank.

Cogió el mazo de cartas.

En aquel momento, se oyó un ruido espantoso. Los tres hombres se volvieron hacia la barra, donde los fragmentos de espejo caían al suelo en cascada.

—¿Qué ha pasado?

Yaya le dedicó su mejor sonrisa dulce de anciana. Ella no se había vuelto.

—Supongo que se le ha resbalado el vaso que estaba secando y ha chocado contra el espejo —dijo— Espero que el pobre muchacho no tenga que pagarlo de su sueldo.

Los hombres intercambiaron miradas.

—Vamos —insistió Yaya—. Ya tengo preparado mi dólar.

El Señor Frank contempló nervioso los restos inservibles del espejo. Luego, se encogió de hombros.

El movimiento hizo que algo se moviera de su sitio. Se oyó un chasquido amortiguado, como el último estertor de una ratonera. El Señor Frank se puso blanco y se agarró la manga. Un pequeño mecanismo de metal, todo muelles y metal retorcido, cayó al suelo. Junto a él iba un arrugado As de Copas.

—Uuups —dijo Yaya.

Magrat volvió a mirar por la ventana de la taberna.

—¿Qué hace ahora? —siseó Tata Ogg.

—Está sonriendo otra vez —le dijo la joven.

Tata Ogg sacudió la cabeza.

—El eggo —suspiró.

Yaya Ceravieja jugaba de esa manera que hace que los fulleros profesionales de todo el multiverso se pasen horas al borde de un infarto.

Sujetaba las cartas con fuerza, encerrándolas bien entre las manos, a escasos centímetros de la cara. Sólo dejaba que sobresaliera una diminuta fracción de los naipes. Los miraba como retándolos a que la ofendieran. Y nunca, nunca apartaba la vista de ellos, excepto para vigilar al que repartía.

Y tardaba mucho, demasiado, en hacer sus jugadas. Y nunca, jamás corría riesgos.

Veinticinco minutos más tarde había perdido un dólar, y el Señor Frank sudaba a mares. En tres ocasiones, Yaya le había señalado candorosamente que, por accidente, estaba repartiendo cartas de la base del mazo, e incluso llegó a pedir otra baraja «porque, miren, ésta tiene montones de marquitas».

Seguro que el truco estaba en los ojos de la vieja. En dos ocasiones, el Señor Frank se había retirado con un nada despreciable Terceto, sólo para encontrarse con que ella tenía dos miserables Matrimonios. En la tercera ocasión, creyendo que había descubierto su estilo de juego, lanzó un respetable Porque directo a las fauces de la Escalinata Regia que la maldita vieja debía de haber estado construyendo durante siglos. Y entonces… los nudillos se le pusieron blancos, porque, entonces, la condenada anciana dijo: «¿He ganado? ¿Con todas estas cartas tan pequeñitas? ¡Canastos, qué suerte tengo!».

Y luego, empezó a canturrear cada vez que miraba sus cartas. En circunstancias normales, los tres habrían agradecido semejante cosa. Los golpecitos en los dientes, las cejas arqueadas, los repentinos picores en las orejas…, todos esos gestos eran casi como dinero bajo el colchón para un hombre que supiera leerlos. Pero aquella vieja espantosa era tan transparente como un trozo de carbón. Y el canturreo era… insistente. Uno acababa tratando de seguir la melodía. Hacía que los dientes chirriaran. Lo siguiente que sabían los jugadores es que estaban viéndola mostrar un magro Terceto ante sus aún más magros Matrimonios, y oyéndola decir «¿Otra vez gano yo?».

El Señor Frank intentaba desesperadamente recordar cómo se jugaba sin un mecanismo bajo la manga, un espejo bien colocado y una baraja marcada. Y mientras, escuchaba un canturreo que más bien parecía un tenedor arañando una pizarra.

Y, encima, aquella criatura endemoniada ni siquiera parecía saber jugar.

Una hora más tarde, ya había ganado cuatro dólares. Cuando volvió a decir «¡Soy una chica con suerte! «, el Señor Frank tuvo que morderse la lengua.

Y entonces le llegó a las manos un Reporque. No había manera posible de superar un Reporque. Era algo que sólo te sucedía una o dos veces en la vida.

¡Y ella se retiró! ¡La maldita vieja pasó! ¡Abandonó su miserable dólar y pasó!

Magrat volvió a mirar por la ventana.

—¿Qué está pasando? —quiso saber Tata.

—Todos parecen muy enfadados.

Tata se quitó el sombrero y sacó la pipa. La encendió y tiró la cerilla por la borda.

—Ah. Debe de estar canturreando, te lo digo yo. Esta Esme, es que tiene una manera de canturrear tan molesta…-Tata parecía satisfecha—. ¿Aún no se ha empezado a limpiar la oreja?

—No, creo que no.

—Nadie se limpia la oreja como Esme.

¡Se estaba limpiando la oreja!

Lo hacía de una manera muy femenina, muy señorial, seguro que la maldita vieja ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía. Sencillamente, se limitaba a meterse el dedo meñique en la oreja y a retorcerlo. Hacía el mismo ruido que cuando se da tiza a un taco de billar.

Era una maniobra de diversión, ni más ni menos. Al final se doblegaría, como todos…

¡Otra vez había pasado! ¡Y él, que había tardado cinco jodidos minutos en preparar un maldito Porque!

—Recuerdo cuando vino a nuestra casa —dijo Tata Ogg—, a la fiesta por la coronación del rey Verence. Estuvimos jugando al Seisillo con los niños, pagábamos el punto a medio penique. Pues bien, acusó al pequeño de Jason de hacer trampas, y luego se pasó una semana de morros.

—¿Y el chico hacía trampas?

—Eso espero —asintió Tata con orgullo—. Lo malo de Esme es que no sabe perder. Es que nunca ha tenido ocasión de practicar.

—Lobsang Escurridizo dice que a veces hay que perder para ganar —señaló Magrat.

—Menuda tontería —replicó Tata—. Eso es Budismo Yen, ¿verdad?

—No. Los budistas yen son los que dicen que, para ganar, hay que tener montones de dinero —le explicó la joven.[16] En el Camino del Escorpión, la manera de ganar es perder todas las peleas, excepto la última. Tienes que usar la fuerza de tu adversario contra sí mismo.

—¿Cómo, haciendo que se pegue puñetazos o algo así? —se sorprendió Tata—. Menuda tontería.

Magrat se enfadó.

—¿Y tú qué sabes? —le espetó con una brusquedad poco habitual en ella.

—¿Qué?

—¡Bueno, pues estoy harta! —insistió la joven—. ¡Yo, por lo menos, hago un esfuerzo, intento aprender cosas! ¡No voy por ahí avasallando a la gente, ni me paso los días enteros de mal humor!

Tata se quitó la pipa de la boca.

—Yo nunca estoy de mal humor —dijo amablemente.

—¡No me refería a ti!

—Bueno, Esme está siempre de mal humor —asintió Tata—. Es su manera de ser.

—Y apenas hace magia de verdad. ¿De qué sirve ser una bruja si no haces magia? ¿Por qué no la utiliza para ayudar a la gente?

Tata la miró fijamente a través del humo de la pipa.

—Supongo que porque sabe lo bien que lo haría —replicó— Además, la conozco desde hace mucho tiempo. He conocido a toda su familia. Los Ceravieja siempre han tenido buena mano para la magia, sí, hasta los hombres. Deben de llevarlo en la sangre. Es como una especie de maldición. Y, de todos modos…, ella piensa que no se puede ayudar a la gente con la magia. Que no sería una buena ayuda. Y es verdad.

—Entonces ¿de qué sirve…?

Tata presionó el tabaco con una cerilla.

—Me parece recordar que fue a ayudarte cuando tuviste aquel brote de peste en tu aldea —señaló—. Sí, y trabajó las veinticuatro horas del día. Nunca he sabido de ningún enfermo que la necesitara y no recibiese ayuda, ni siquiera los más repugnantes. Y cuando aquel troll, ya sabes, el que vive bajo Montaña Rota, bajó a buscar ayuda porque su esposa estaba enferma y todo el mundo le tiraba piedras, fue Esme quien volvió con él para hacer de comadrona. Ja…, y cuando el viejo Gallinero Hopkins dio una pedrada a Esme, poco más tarde todos sus graneros se derrumbaron misteriosamente durante la noche. Ella siempre dice que no se puede ayudar a la gente con la magia, pero sí con la piel. Quiere decir que se ayuda más haciendo cosas reales.

—No digo que, en el fondo, no sea buena persona… —empezó Magrat.

—¡Ja! Pues yo, sí. Tendrías que buscar mucho para encontrar a una persona más mala en el fondo que Esme —se burló Tata Ogg—. Y te lo digo yo. Sabe exactamente lo que es. Nació buena, y maldita la gracia que le hace.

Tata dio unos golpecitos a la baranda con la pipa y se volvió hacia la taberna.

—Hay una cosa que debes saber sobre Esme, niña —dijo—. Y es que, además de un eggo inmenso, tiene psicolología. Me alegro de no tenerla yo.

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