Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

El silencio repentino afectó incluso a los toros. Sus diminutos cerebros inyectados en sangre detectaron que algo andaba mal. Los toros estaban muertos de vergüenza.

Por suerte, las horribles mujeres se marcharon aquella tarde en uno de los barcos, después de que una de ellas rescatara a su gato, que había arrinconado a 25 quintales de confuso toro y trataba de lanzarlo al aire para jugar con él.

Aquella noche, Lagro te Kabona hizo firme propósito de portarse muy, muy bien con su anciana madre.

Al año siguiente, el pueblo celebró un festival de flores y nadie, nadie, nadie, volvió a hablar de la Cosa con los Toros.

Al menos, no delante de los hombres.

La enorme rueda de palas azotaba la espesa sopa marronácea del río. La fuerza motriz eran varias docenas de trolls sentados bajo un toldo que caminaban sobre una cinta sin fin. En las orillas lejanas, los pájaros trinaban. El aroma del hibisco flotaba sobre el agua, pero por desgracia no era tan pungente como el hedor del río en sí.

—Esto ya está mejor —dijo Tata Ogg.

Se estiró en la hamaca de cubierta, y se volvió para mirar a Yaya Ceravieja, que tenía el ceño fruncido con la concentración de la lectura.

Los labios de Tata se distendieron en una sonrisa malévola.

—¿Sabes cómo se llama este río? —preguntó.

—No.

—Pues lo llaman Vieux River.[XXIII]

—¿Sí?

—¿Sabes lo que significa?

—No.

—Río Viejo, en masculino —le explicó Tata.

—¿Sí?

—Aquí, en el extranjero, los nombres tienen sexo —insistió Tat esperanzada.

Yaya no mordió el anzuelo.

—Ya nada me sorprende —murmuró.

Tata perdió interés.

—Ese libro es uno de los de Desiderata, ¿verdad?

—Sí —respondió Yaya.

Se lamió el pulgar con todo decoro para pasar la página.

—¿Adónde ha ido Magrat?

—Se está echando una siestecita en el camarote —respondió Yaya sin alzar la vista.

—¿Ya se ha mareado?

—No, esta vez le duele la cabeza. Y haz el favor de callarte, Gytha, estoy intentando leer.

—¿De qué va? —preguntó alegremente Tata.

Yaya Ceravieja suspiró y puso el dedo sobre la página para marcar el punto.

—De ese lugar al que vamos —le explicó—. De Genua. Desiderata dice que es decadente.

La sonrisa de Tata Ogg permaneció inmutable.

—¿Sí? —dijo—. Qué bien, ¿no? Nunca he estado en una ciudad.

Yaya Ceravieja hizo una pausa. Llevaba un buen rato intrigada. No estaba nada segura del significado de la palabra «decadente». Ya había desechado la posibilidad de que significara «tener diez dientes» en el mismo sentido en que Tata Ogg, por ejemplo, era «unidente». Significara lo que significase, Desiderata había considerado necesario tomar nota de ello. Por lo general, Yaya Ceravieja no confiaba en los libros como fuentes de información, pero ahora no le quedaba más remedio.

Tenía la idea, un tanto vaga, de que «decadente» tenía algo que ver con no abrir las cortinas en todo el día.

—También dice que es una ciudad de arte, ingenio y cultura —siguió Yaya.

—Entonces, estaremos como en casa —respondió Tata con confianza.

—Y que destaca por la belleza de sus mujeres.

—Así que podremos confundirnos entre la población; nos tomarán por nativas.

Yaya pasó las páginas con sumo cuidado. Desiderata había tenido buen cuidado en narrar asuntos de todo el Disco. Pero, por desgracia, no había escrito para otros lectores que no fueran ella misma, de manera que sus notas tenían tendencia a resultar un tanto crípticas. Eran más «aides mémoire» que relatos coherentes.

Yaya siguió leyendo: «Ahora L. gobierna la ciudad desde detrás del trono y se dice que el Barón S. ha sido asesinado, que lo ahogaron en el río. Era un hombre cruel, pero no creo que fuera tan cruel como L., porque ella pretende convertir Genua en un Reino Mágico, en un lugar Feliz y Pacífico, y cuando eso sucede, hay que empezar a buscar espías por todas partes y nadie se atreve a hablar en voz alta, porque ¿quién osa denunciar el Mal que se hace en nombre de la Felicidad y la Paz?[XXIV] Todas las calles están limpias y las hachas afiladas. En fin, E. está a salvo, al menos por ahora. L. tiene planes para ella. Y la señora G., que fue la gran amante del Barón, se oculta en el pantano y lucha con magia del pantano, pero no se puede luchar contra la magia de espejos, que es todo Reflejo».

Las hadas madrinas iban en parejas, eso lo sabía bien Yaya. Así que allí estaban Desiderata y…, y L… Pero ¿quién podía ser esa mujer del pantano?

—¿Gytha? —empezó Yaya.

—¿Qups? —gruñó Tata Ogg, que estaba adormilada.

—Desiderata dice que una mujer de aquí es la «manta» de alguien.

—Debe de ser una metefuera —señaló Tata Ogg.

—Ah —asintió Yaya, sombría—. Una de esas cosas.

«Pero nadie puede detener el carnaval —siguió leyendo—. Si es posible hacer algo, tendrá que ser durante la Samedi Nuit Morte, la última noche del carnaval,[XXV] la noche a medio camino entre los Vivos y los Muertos, cuando la magia fluye por las calles. Si L. es vulnerable en algún momento, será entonces, porque el Carnaval representa todo lo que ella detesta…»

Yaya Ceravieja se bajó el sombrero sobre los ojos para protegerse del sol.

—Aquí dice que hay un gran festival cada año —dijo—. Lo llaman «Carnaval».

—Eso es como nuestro Día del Gran Atracón —explicó Tata Ogg, la experta en tradiciones internacionales— ¡Garsón! ¡Etcétera gran Mint Tulipa avec petí bol de cacahuetes, pur favour!

Yaya Ceravieja cerró el libro.

Jamás lo admitiría ante otra persona, por supuesto, y menos aún ante otra bruja. Pero, a medida que se encontraban más cerca de Genua, Yaya iba perdiendo más y más confianza.

ELLA aguardaba en Genua. ¡Después de tanto tiempo! ¡La miraba desde el otro lado del espejo! ¡Y sonreía!

El sol caía de plano. Ella trataba de plantarle cara, pero tarde o temprano iba a tener que rendirse. Se acercaba el momento de quitarse otra camiseta.

Tata Ogg se dedicó durante un buen rato a dibujar postales para sus parientes, y luego bostezó. Era una bruja a la que le gustaba tener ruido y gente a su alrededor. En resumen, Tata Ogg empezaba a aburrirse. Aquel bote era muy grande, más bien parecía una posada flotante. Estaba segura de que, en alguna parte, habría emociones fuertes.

Dejó el bolso en el asiento, y partió en busca de ellas.

Los trolls la siguieron, arrastrándose.

El sol era una bola redonda, roja, baja y gruesa, cuando Yaya Ceravieja se despertó. Miró a su alrededor con gesto culpable desde el refugio que le ofrecía el ala del sombrero, por si alguien se había dado cuenta de que se había dormido. Dormitar durante el día era algo que sólo hacían las ancianas, y Yaya Ceravieja sólo era una anciana cuando convenía a sus propósitos.

El único espectador era Greebo, acurrucado en la hamaca de Tata. Tenía su único ojo clavado en ella, pero no resultaba tan aterrador como la mirada lechosa, blanca, del otro ojo, el ciego.

—Sólo estaba preparando nuestra estrategia —murmuró, por si acaso.

Cerró el libro y se dirigió al camarote a zancadas. No era un camarote muy grande. Había otros que parecían enormes, pero, con la cuestión del vino de hierbas y todo eso, Yaya no se había sentido en condiciones de usar su Influencia para que les dieran uno.

Magrat y Tata Ogg estaban sentadas en una litera, en sombrío silencio.

—Me siento un poco famélica —dijo Yaya—. Cuando venía hacia aquí me llegó olor a estofado, ¿por qué no vamos a echar un vistazo? ¿Qué os parece?

Las otras dos siguieron mirando el suelo.

—Bueno, siempre nos queda la calabaza —dijo Magrat—. Y siempre nos queda el pan de los enanos.

—Siempre nos queda el pan de los enanos —repitió Tata automáticamente

Alzó la vista. Su rostro era una máscara de vergüenza.

—Eh…, Esme… ¿te acuerdas del dinero…?

—¿El dinero que te dimos para que lo guardaras en tus bragas y que así no se perdiera?

—Sí, me refiero a ese dinero…, eh…

—¿El dinero de la bolsa de piel, el que teníamos que racionar al máximo y gastar con cautela? —insistió Yaya.

—Pues verás…, el dinero…

—Ah, ese dinero —asintió Yaya.

—… ya no lo tenemos… —dijo Tata.

—¿Nos lo han robado?

—¡Ha estado apostando! —intervino Magrat, con tono de remilgado espanto—. ¡Con hombres!

—¡No estuve apostando! —exclamó Tata— ¡Yo nunca apuesto! ¡Si apenas sabían jugar a las cartas! ¡Gané casi todas las partidas!

—Pero perdiste el dinero —dijo Yaya.

Tata Ogg bajó la vista de nuevo y murmuró algo.

—¿Qué? —preguntó Yaya.

—He dicho que gané casi todas las partidas —suspiró Tata—. Y luego pensé, oye, no estaría mal que tuviéramos un poco más de dinero, ya sabes, para gastar en la ciudad…, y siempre se me ha dado muy bien jugar al Porque…

—Así que decidiste apostar fuerte.

—¿Cómo lo sabes?

—Nada, una intuición —suspiró Yaya con cansancio—. Y, de repente, todos los demás empezaron a tener suerte. ¿Me equivoco?

—Fue una cosa rarísima —asintió Tata.

—Mmm.

—Pero no fue apostar —insistió Tata—. A mí no me pareció que fuera apostar. Cuando empecé a jugar, ellos no tenían ni idea. Jugar contra alguien que no tiene ni idea, no es apostar. Es puro sentido común.

—En esa bolsa había casi catorce dólares —gimió Magrat—. Sin contar la moneda extranjera.

—Mmm.

Yaya Ceravieja se sentó en la litera y tamborileó los dedos contra la madera. Sus ojos tenían una expresión distante. La palabra «fullero» nunca había llegado a su región de las Montañas del Carnero, donde la gente era amable y directa, y si se encontraran con un tramposo profesional, seguramente le clavarían la mano a la mesa de una manera amable y directa, sin preguntar con qué nombre se autodenominaba. Pero la naturaleza humana era idéntica en todas partes.

—No estás enfadada, ¿verdad, Esme? —preguntó Tata con ansiedad.

—Mmm.

—Supongo que podré conseguir una escoba nueva en cuanto volvamos a casa.

—Mm… ¿qué?

—Cuando perdió todo el dinero, se jugó la escoba —explicó Magrat, triunfal.

—¿Nos queda algo de dinero? —preguntó Yaya.

Tras registrar todos los bolsillos y las bragas, reunieron cuarenta y siete peniques.

—Bien —asintió Yaya. Recogió las monedas—. Con esto será suficiente. Al menos, para empezar. ¿Dónde están ahora esos hombres?

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Magrat.

—Voy a jugar a las cartas —replicó Yaya.

—¡No puedes! —exclamó la joven, que conocía bien aquel brillo en los ojos de Yaya—. ¡Vas a utilizar la magia para ganar! ¡No se puede usar la magia para cambiar las leyes del azar! ¡Eso es malo!

El barco era prácticamente una ciudad flotante, y el aire cálido de la noche hacía que a nadie le apeteciera demasiado pasar al interior. En la cubierta de la inmensa barcaza había grupos y más grupos de enanos, trolls y humanos que remoloneaban entre el cargamento. Yaya se abrió camino entre ellos y se dirigió hacia la taberna, una sala alargada que ocupaba casi toda la longitud del barco. Desde dentro le llegaron los sonidos de la juerga.

Los barcos fluviales eran el medio de transporte más rápido y sencillo en cientos de kilómetros. En ellos viajaba todo tipo de gentuza en busca de determinadas oportunidades, sobre todo ahora que se acercaban las celebraciones del Carnaval.

Entró en la taberna. A cualquier observador casual le habría parecido que la puerta era mágica. Yaya Ceravieja caminó hacia ella como de costumbre, con zancadas firmes. Pero en cuanto la atravesó, se convirtió en una anciana encorvada con una pronunciada cojera. Un espectáculo que sólo podía dejar de conmover a los corazones más encallecidos.

Se acercó a la barra, y se detuvo de repente. Tras ella se encontraba el espejo más grande que Yaya había visto en su vida. Lo miró fijamente, pero no le pareció amenazador. En cualquier caso, tendría que arriesgarse.

Encorvó la espalda un poco más y se dirigió hacia el camarero.

—Exquiusme mua, jouven —empezó.[15]

El camarero la miró sin demasiado interés, y siguió secando un vaso.

—¿Qué puedo hacer por usted, abuela? —dijo.

Apenas hubo un destello de algo en la expresión de senilidad de Yaya.

—Oh…, ¿me entiende?

—En el río se conoce a todo tipo de gente —respondió el camarero.

—Bueno… querría saber si tendría la amabilidad de prestarme una… ¿cómo se llaman esas cosas?… una baraja de cartas —pidió Yaya con voz quebrada.

—¿Qué, va a jugar al Burro? —sonrió el joven.

Por los ojos de Yaya volvió a pasar un brillo gélido.

—No. Me gustan los solitarios. A ver si les cojo el tranquillo…

El camarero rebuscó debajo del mostrador, y le tendió una baraja mugrienta.

Autore(a)s: