Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Tata Ogg se puso la servilleta al cuello, y no dijo nada.

—Como ese lugar donde estuvimos anoche —siguió Yaya—. Uno pensaría que unos bocadillos son fáciles de preparar, ¿no? O sea, unos bocadillos, nada. No hay una comida más sencilla en el mundo. Ni siquiera los extranjeros podrían preparar mal los bocadillos. ¡Ja!

—Es que no los llamaban «bocadillos», Yaya —dijo Magrat, que no apartaba los ojos de la sartén del posadero—. Los llamaban…, creo que era algo así como «tostarradas».

—A mí me gustó el arenque ahumado —señaló Tata Ogg—. No estaba nada mal.

—Pero ¿qué creían, que somos idiotas y no nos íbamos a dar cuenta de que no habían puesto la rebanada de arriba? —exclamó Yaya en tono triunfal—. ¡Bueno, pues les dije un par de verdades! ¡La próxima vez se lo pensarán dos veces antes de intentar robarle a la gente una rebanada de pan que les corresponde por derecho!

—Sí, sospecho que sí —replicó Magrat, sombría.

—Y no apruebo que pongan todos esos nombres raros a las cosas, para que la gente no sepa qué está comiendo —siguió Yaya, decidida a explorar hasta el fondo las inconveniencias de la cocina internacional—. A mí me gustan los nombres que te explican claramente lo que comes, como…, bueno, como… Olla Podrida…, o…, o…

—O Ropa Vieja —contribuyóTata con tono ausente.

Observaba con cierta expectación los progresos de las tortitas.

—Exacto. Comida honrada, como debe ser. Por ejemplo, eso que hemos tomado para comer. No digo que no estuviera bueno —concedió Yaya con generosidad—. A su manera extranjera, claro. Pero lo llamaban «Cuiss de Grenuil»… ¿Quién sabe qué significa eso?

—Ancas de rana —tradujo Tata, sin pensar.

La brusca inhalación de Yaya Ceravieja llenó el silencio, y la cara de Magrat adquirió una tonalidad verdosa. En aquel momento, Tata Ogg pensó mucho más deprisa de lo que había pensado en toda su vida.

—Pero no eran ancas de rana de verdad —se apresuró a añadir—. Es como lo del perrito caliente, que en realidad no es más que una salchicha dentro de un panecillo, con mucha mostaza. Sólo es un nombre gracioso.

—Pues a mí no me hace ninguna gracia —bufó Yaya.

Se volvió para vigilar las tortitas.

—Al menos, seguro que no pueden estropear unas sencillas tortitas —dijo—. ¿Cómo las llamarán aquí?

—Creo que «crepsusets» —respondió Tata.

Yaya se abstuvo de hacer ningún comentario. Pero observó con sombría satisfacción al posadero, que estaba terminando los platos y le dirigía una sonrisa esperanzada.

—¡Ah, y ahora querrá que nos las comamos! —bufó—. ¡No te digo que les ha prendido fuego, y encima quiere que nos las comamos…!

Más adelante, mediante una buena encuesta demográfica, habría sido posible cartografiar el recorrido de las brujas por el continente. Mucho tiempo después, en algunas cocinas tranquilas llenas de ristras de cebollas, en pueblos diminutos perdidos entre las montañas, quizá fuera posible encontrar a un cocinero que no temblara y tratara de esconderse tras la puerta cada vez que un desconocido se acercaba a su cocina.

‹Querido Jason:

Aquí desde luego que hace más calor, Magrat dice que es porque estamos más lejos del Eje, mira qué cosas, y las monedas que usan también son diferentes. Tienes que cambiarlo por otro dinero que viene en formas diferentes y que en mi opinión no es un dinero como debe ser. Por lo general dejamos que Esme se encargue de eso, consigue un cambio estupendo, es increíble. Magrat dice que va a escribir un libro que se va a titular Viajar por un Dólar al Día, y que siempre va a ser el mismo Dólar.[XXI] Esme empieza a portarse igualito que los extranjeros, ayer sin ir más lejos fue y se quitó el chal, el día menos pensado hasta se pondrá a bailar sobre las mesas. Os he hecho un dibujo de un puente que es muy famoso. Muchos besos, MAMA.›

El sol caía de pleno sobre los guijarros de la calle y, sobre todo, en el patio de la pequeña posada.

—Cuesta creer que allí, en el pueblo, ahora es otoño —dijo Magrat.

—¿Garsón? Muchou vinou con gasosa, mersibocú.

El tabernero, que no había entendido ni una palabra y era una buena persona, que desde luego no se merecía que lo llamaran «garsón», sonrió a Tata. Sonreiría a cualquiera con una capacidad de beber tan ilimitada.

—Pero no apruebo que pongan todas estas mesas así, en la calle —dijo Yaya Ceravieja, aunque sin demasiada severidad.

Hacía un calorcillo agradable. No era que no le gustase el otoño, era una estación que siempre había aguardado con impaciencia. Pero, en aquella etapa de su vida, era grato saber que tenía lugar a cientos de kilómetros, y mientras ella no estaba.

Bajo la mesa, Greebo dormitaba de espaldas, con las patas en el aire. De cuando en cuando, se estremecía y perseguía lobos en sus sueños.

—Según las notas de Desiderata —dijo Magrat, al tiempo que pasaba las páginas con cuidado—, en los últimos días del verano tienen una ceremonia especial, una especie de tradición. Sueltan a los toros para que corran por la calle.

—Eso valdría la pena verlo —señaló Yaya Ceravieja—. ¿Por qué lo hacen?

—Para que los jóvenes los persigan y demuestren lo valientes que son —explicó Magrat—. Al parecer, les quitan los rosetones de los cuernos.

El rostro de Tata Ogg, que parecía un paisaje volcánico, reflejó toda una variedad de expresiones.

—Qué cosa más rara —dijo al final—. ¿Y para qué lo hacen?

—Eso no lo explica —respondió Magrat.

Pasó otra página. Movía los labios al tiempo que leía.

—¿Por qué hablará aquí de los huevos? —preguntó.[XXII]

Las otras dos se encogieron de hombros.

—Oye, más vale que vayas con cuidado con esa bebida —recomendó Yaya, al ver que el camarero ponía otra botella ante Tata Ogg—. Yo no me fiaría de ninguna bebida de color verde.

—No es como si fuera bebida de verdad —se defendió Tata— En la etiqueta pone que está hecha de hierbas. No se puede hacer una bebida seria sólo con hierbas. Prueba un poquito, anda.

Yaya olfateó la botella abierta.

—Huele como el anís.

—Aquí pone que se llama «absenta» —leyó Tata.

—Ah, sí. Es uno de los nombres del ajenjo —asintió Magrat, la experta en hierbas. Según mis libros, es lo mejor para las dolencias del estómago, y previene las indigestDes¡derataiones después de comer.

—Mira, ahí lo tienes —asintió Tata—. Hierbas. Es casi como una medicina. —Sirvió dos generosas raciones para sus compañeras—. Pruébala tú también, Magrat.

Yaya Ceravieja se aflojó las botas a escondidas. También se estaba planteando la posibilidad de quitarse la camiseta. Probablemente no sería deshonroso llevar menos de tres.

—Deberíamos ponernos en marcha —dijo.

—Oh, estoy harta de escobas —dijo Tata—. Después de un par de horas sentada en la escoba, se me pone rígida esa parte del cuerpo donde la espalda pierde su nombre.

Miró a las otras dos con expectación.

—Bueno, son cosas que se dicen en el extranjero —añadió—. Si cambian todas las palabras, es mejor ser lo más explícito posible. Sin pasarse, claro. En el fondo, es divertido.

—Me parto de risa —replicó Yaya.

—Aquí el río es bastante ancho —les dijo Magrat—. Hay botes muy grandes. Nunca he estado en un bote de los grandes, ¿sabéis? De esos que no se hunden así como así…

—Las escobas son más apropiadas para unas brujas —replicó Yaya, aunque sin demasiada convicción.

Ella no sentía la misma necesidad que Tata Ogg de hacer comprender a los extranjeros de qué parte de su anatomía estaba hablando. Pero algunas zonas de su cuerpo, que siempre negaría conocer, se estaban quejando a gritos.

—He visto esos botes —asintió Tata—. Parecían unas barcazas enormes con casas encima. Casi ni te darás cuenta de que vas en un bote, Esme. Oye, ¿qué hace ése?

El posadero había salido a toda prisa del establecimiento, y estaba metiendo las alegres mesitas en el interior. Hizo un gesto en dirección a Tata, y lanzó una retahíla de palabras en tono apremiante.

—Creo que quiere que pasemos adentro —dijo Magrat.

—Pues a mí me gusta más estar aquí fuera —replicó Yaya— ¡ME GUSTA MÁS ESTAR AQUí FUERA, GRACIAS! —repitió.

Cuando se enfrentaba a un idioma extranjero, Yaya Ceravieja resolvía el asunto hablando lo más alto y despacio posible.

—¡Oiga, no intente llevarse nuestra mesa! —exclamó Tata, dando puñetazo sobre la madera.

El tabernero añadió algo a toda velocidad, y señaló hacia un punto calle abajo.

Yaya y Magrat miraron a Tata Ogg con gesto interrogante. Ésta se encogió de hombros.

—No he entendido nada —tuvo que admitir.

—¡PREFERIMOS QUEDARNOS DONDE ESTAMOS, GRACIAS! —insistió Yaya.

El posadero cometió el error de tratar de sostener la mirada de Yaya. Pronto se rindió, agitó las manos en gesto de exasperación y entró en el establecimiento.

—Creen que, como somos mujeres, pueden aprovecharse de nosotras —bufó Magrat.

Disimuló un discreto eructo, y cogió de nuevo la botella verde. Tenía ya el estómago mucho mejor.

—Y que lo digas, es verdad. ¿A que no sabéis una cosa? —empezó Tata Ogg—. Anoche me encerré en mi habitación, y no intentó entrar ni un solo hombre.

—Gytha Ogg, es que a veces te…

Yaya se interrumpió al ver algo por encima del hombro de Tata.

—Eh, hay un montón de vacas que se acercan por la calle —dijo.

Tata se volvió en la silla.

—Debe de ser esa cosa de los toros que nos mencionó Magrat —replicó—. Qué suerte, vamos a verlo.

Magrat alzó la vista. A lo largo de toda la calle, la gente había ocupado las ventanas situadas a la altura del segundo piso. Un revoltijo de cuernos, cascos y cuerpos humeantes por el sudor se acercaba a toda velocidad.

—Esa gente de ahí arriba se está riendo de nosotras —dijo en tono acusador.

Debajo de la mesa, Greebo se desperezó y dio media vuelta. Abrió su único ojo, lo fijó en los toros que se aproximaban y se incorporó. Aquello podía resultar divertido.

—¿Se ríen? —gruñó Yaya.

Era verdad, la gente de los pisos superiores parecía estar disfrutando de lo lindo.

La bruja entrecerró los ojos.

—Me da igual, seguiremos como si no pasara nada —anunció.

—Pero es que… son unos toros muy grandes —insistió Magrat, nerviosa.

—No tienen nada que ver con nosotras —replicó Yaya—. A nosotras no nos importa si un montón de extranjeros se ponen nerviosos con sus fiestas. Venga, pásame ese vino de hierbas.

Por lo que respecta a Lagro te Kabona, posadero, los acontecimientos del día se desarrollaron de la siguiente manera:

Era ya casi la hora de la Cosa con los Toros. ¡Y aquellas tres chaladas estaban allí, sentadas, bebiendo absenta como si fuera agua! Había intentado hacerlas pasar al interior, pero la anciana, la más flaca, le había replicado a gritos. Así que dejó que se las apañaran, pero no cerró la puerta…, la gente no tardaba en captar la idea, sobre todo cuando empezaban a bajar por la calle los toros perseguidos por los jóvenes del pueblo. Aquel que consiguiera coger el gran rosetón rojo de entre los cuernos del toro más grande, se ganaba el asiento de honor en el festín de aquella noche, además de… Lagro sonrió ante los recuerdos de cuarenta años atrás…, además de una relación informal, pero de lo más agradable, con las jóvenes del pueblo durante los meses siguientes…

Y aquellas tres locas allí, sentadas.

El primer toro se había mostrado algo sorprendido. En él, lo natural habría sido mugir y dar unas cuantas patadas al suelo de manera que sus futuros objetivos echaran a correr de manera interesante, y su mente no sabía cómo enfrentarse a aquella falta de atención. Pero no fue ése el mayor de sus problemas. El mayor de sus problemas fueron los otros veinte toros que venían corriendo tras él.

Y también eso dejó de ser el mayor de sus problemas, porque aquella anciana terrible, la que iba toda de negro, se levantó, le murmuró no sé qué, y le dio un puñetazo entre los ojos. Luego, la anciana terrible regordeta, la que tenía un estómago con la capacidad y la resistencia de un tanque de agua, se cayó de la silla de risa, y la joven…, es decir, la que era más joven que las otras dos… empezó a hacer gestos con las manos a los toros, como si fueran una bandada de patos.

La calle se llenó de toros furiosos, perplejos, de gritos, y de un montón de jóvenes aterrorizados. Porque una cosa es perseguir a un montón de toros aterrados y otra muy diferente es encontrarte con que, de repente, los bichos echan a correr en dirección contraria.

El posadero, desde el refugio de la ventana de su dormitorio, alcanzaba a ver a las horribles mujeres gritándose cosas unas a otras. La regordeta no paraba de reír y de lanzar una especie de grito de batalla: ‹¡PruebaconeltrucodelherreroEsme!›, mientras la joven, la que se abría paso entre los animales como si la posibilidad de que la pisotearan hasta matarla fuera harto improbable, encontraba al primer toro y le quitaba el rosetón, con el mismo gesto de preocupación con que una anciana podría quitarle a su gato una espina de la pata. Lo sostuvo como si no supiera qué era o qué debía hacer con él…

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