Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Se apresuró a volver a la cama, y despertó con el sonido de una banda musical que tocaba alegremente a todo volumen. La gente gritaba y reía.

Magrat se vistió rápidamente, salió al pasillo y llamó a la puerta de las ancianas brujas. No obtuvo respuesta. Hizo girar el picaporte.

Tras un par de intentos y empujones, se oyó golpear contra el suelo una silla colocada bajo el picaporte, lo mejor para disuadir a los violadores, atracadores y todo tipo de intrusos nocturnos.

Las botas de Yaya Ceravieja sobresalían por debajo de las mantas en un lado de la cama. Los pies desnudos de Tata Ogg, que a veces daba muchas vueltas por la noche, asomaban al otro lado. Los ligeros ronquidos hacían temblar la jarra situada sobre el palanganero. Ya no eran los ronquiditos de una cabezada, sino los gruñidos acompasados de quien pretende aprovechar la noche al máximo.

Magrat dio unos golpecitos en la suela de la bota de Yaya.

—¡Eh, despertaos ya! ¡No sé qué pasa!

El espectáculo de Yaya Ceravieja al despertarse era impresionante. Pocos lo habían presenciado.

La mayoría de la gente, cuando se despierta, atraviesa una rápida fase de autochequeo aterrorizado: ¿Quién soy, dónde estoy, quién es éste/ésta, Dios mío, por qué estoy abrazado a una gorra de policía, qué sucedió anoche?

Esto se debe a que la gente está acuciada por la Duda. Es el motor que los impulsa a lo largo de sus vidas. Es la goma elástica del pequeño avión de juguete que es su alma, y se pasan todo el tiempo dándole cuerda hasta que se hace un nudo. El primer momento de la mañana es el peor. Siempre hay un instante de pánico, por si acaso Tú te has perdido en la noche, y Otra Cosa ha ocupado tu lugar. En cambio, a Yaya Ceravieja no le ocurría jamás. Pasaba directamente del sueño más profundo al pleno funcionamiento de un seis cilindros en plena aceleración. Nunca tenía que buscarse a sí misma, porque sabía perfectamente quién era la buscadora.

Olfateó el aire.

—Se está quemando algo —dijo.

—Sí, han encendido una hoguera —asintió Magrat.

Yaya olfateó de nuevo.

—¿Están asando ajos? —se sorprendió.

—Ya lo sé. No tengo ni idea de por qué. Han arrancado todos los cerrojos de las ventanas, los están quemando en la plaza del pueblo y bailan alrededor de la hoguera.

Yaya Ceravieja dio un buen codazo a Tata Ogg.

—Eh, despierta.

—¿Qups?

—No me has dejado pegar ojo en toda la noche con tanto ronquido —le reprochó Yaya.

Tata Ogg se tapó cuidadosamente.

—Es demasiado temprano como para ser tan temprano —dijo.

—Vamos —dijo Yaya—. Necesitamos tus conocimientos de idiomas.

El propietario de la posada agitó los brazos de arriba abajo, y corrió en círculos. Luego señaló en dirección al castillo que se alzaba en medio del bosque. Luego se chupó enérgicamente la muñeca. Luego se dejó caer de espaldas. Y luego miró expectante a Tata Ogg, mientras, tras él, chisporroteaba alegremente una hoguera de ajos, estacas de madera y pesados cerrojos de ventanas.

—No —dijo Tata Ogg tras unos momentos—. Sigou sin conprendez vus, main ger.

El hombre se puso en pie y se sacudió el polvo de sus calzones de cuero.

—Creo que quiere decir que se ha muerto alguien —intervino Magrat—. Alguien del castillo.

—Pues la verdad es que todo el mundo parece alegrarse —señaló Yaya Ceravieja con tono severo.

A la luz del nuevo día, el pueblo parecía mucho más animado. Todo el mundo saludaba cariñosamente a las tres brujas.

—Seguro que se ha muerto el propietario de las tierras —dijo Tata Ogg—. Me parece que dice que era un chupasangre.

—Ah, sí, debe de ser eso. —Yaya se frotó las manos y contempló con aprobación la mesa del desayuno, que alguien había sacado al sol—. Desde luego, la comida ha mejorado mucho. Pásame el pan, Magrat.

—La gente no para de sonreírnos y de saludarnos —dijo la joven—. ¡Y mirad qué desayuno!

—Era de esperar —asintió Yaya, con la boca llena—. Sólo hemos pasado con ellos una noche, y enseguida se han dado cuenta de que trae buena suerte portarse bien con las brujas. Ayúdame a destapar esta miel.

Debajo de la mesa, Greebo se lavaba la cara con las zarpas. De cuando en cuando, eructaba.

Los vampiros podían salir de entre los muertos, de las tumbas y de las criptas, pero, hasta la fecha, nunca habían logrado salir de un gato.

‹Querido Jason y los del Nº 21, Nº 34, Nº 15, Nº 87 y Nº 61, pero no la del Nº 18 hasta que me devuelva el cuenco que le presté, porque diga lo que diga es mío.

Bueno, pues aquí estamos, canastos las cosas que pasan, no quiero ni oír hablar de calabazas, pero bueno no pasa nada. Estoy dibujando el sitio donde hemos dormido y he puesto una X donde está nuestra habitación. Hace un tiempo…›

—¿Qué haces, Gytha? Tenemos que irnos ya.

Tata Ogg alzó la vista, con el ceño aún fruncido por el esfuerzo de la redacción.

—Me pareció que estaría bien enviarle cuatro letras a mi Jason. Ya sabes, para que no se preocupe. Así que he hecho un dibujo de este lugar en una cartulina, y el amigo Mainger se lo dará a alguien que vaya en dirección al pueblo. Nunca se sabe, a lo mejor llega y todo.

‹… muy bueno y no llueve nada.›

Tata Ogg lamió la punta del lápiz. No era la primera vez en la historia del universo que alguien para quien la comunicación no solía representar ningún problema se veía abandonado por la inspiración al enfrentarse a unas líneas en la parte trasera de una postal.

‹Bueno pues creo que eso es todo, ya —hescri— escribiré otra vez pronto. P.D. El gato está muy raro creo que echa de menos la casa.›

—¿Vienes de una vez o no, Gytha? Magrat me está poniendo en marcha la escoba.

‹Otra P.D.: Yaya os manda besos.›

Tata Ogg se acomodó en el asiento, satisfecha por el trabajo bien realizado.[13]

Magrat llegó a un extremo de la plaza, y se detuvo para descansar. Se había reunido mucha gente para ver a una mujer con piernas. Todos se mostraban muy educados al respecto. Por el motivo que fuera, eso no hacía más que empeorar las cosas.

—No vuela, a menos que antes corras muy deprisa —explicó la joven, perfectamente consciente de lo estúpido que sonaba aquello, sobre todo para quien lo oyera en un idioma extranjero—. Creo que se llama «arranque en caliente».

Respiró hondo, frunció el ceño en un gesto de concentración, y echó a correr de nuevo.

En esta ocasión, la escoba arrancó. Vibró entre sus manos. Las cerdas crepitaron. Consiguió ponerla en punto muerto antes de que la arrastrara por toda la plaza. Si algo tenía de bueno la escoba de Yaya Ceravieja (que era de esas construidas a la antigua, para durar eternamente, no de las que se caen a pedazos por la carcoma a los diez años) era que, aunque costara un poco ponerla en marcha, cuando arrancaba no se andaba con chiquitas.

En cierta ocasión, Magrat había acariciado la idea de explicar a Yaya Ceravieja el simbolismo de las escobas de las brujas, pero decidió no hacerlo. Aquello habría sido aún peor que la pelea sobre el significado de las abejas y las flores.

Aún tardaron cierto tiempo en poder marcharse. Los aldeanos insistieron en hacerles pequeños regalos, paquetitos con comida. Tata Ogg hizo un discurso que nadie entendió, pero que todos aplaudieron con generosidad. Greebo, que tenía un ataque de hipo, dormitaba en su lugar habitual entre las cerdas de la escoba de Tata.

Mientras se elevaban sobre el bosque, una columna de humo se elevó a su vez del castillo. Y luego llegaron las llamas.

—Veo gente bailando delante —señaló Magrat.

—Sí, arrendar propiedades siempre ha sido un negocio peligroso —asintió Yaya Ceravieja—. Supongo que nunca quería pagar la pintura, ni arreglar los techos, ni todas esas cosas. A la gente no le gusta nada esa actitud. El dueño de mi casa nunca me ha remozado la casa en todo el tiempo que llevo allí —añadió—. Y soy una anciana. Es una vergüenza.

—Creía que la casa era tuya —dijo Magrat, mientras las escobas sobrevolaban el bosque.

—No, lo que pasa es que hace sesenta años que no paga el alquiler —le explicó Tata Ogg.

—¿Y eso es culpa mía? —bufó Yaya Ceravieja—. Pues no, no es culpa mía. A mí no me importaría pagar. —Esbozó una sonrisa confiada— Lo único que tiene que hacer es pedírmelo —añadió.

Ahí está el Mundodisco visto desde arriba, con sus nubes formando dibujos redondeados.

Tres puntos emergieron por encima de la capa de nubes.

—Comprendo perfectamente que a la gente no le guste viajar. Esto es un aburrimiento. No se ven más que bosques durante horas y horas.

—Sí, pero volando se llega deprisa a cualquier sitio, Yaya.

—Bueno, ¿cuánto tiempo llevamos volando?

—Unos diez minutos más que la última vez que preguntaste, Esme.

—¿Lo veis? Un aburrimiento.

—A mí, lo que no me gusta es ir sentada en la escoba. Creo que debería haber una escoba especial para viajes largos, ¿no os parece? Una en la que te pudieras tumbar y echar una siestecita.

Todas consideraron la posibilidad.

—Una escoba donde se pudiera comer —añadió Tata—. Me refiero a comidas de verdad. Con salsa. Nada de bocadillos y esas cosas.

Un experimento de cocina aérea, en un hornillo de aceite, había sido cancelado a toda velocidad cuando la escoba de Tata estuvo a punto de arder.

—Supongo que sería posible, pero tendría que tratarse de una escoba muy grande —dijo Magrat—. Como del tamaño de un árbol, digo yo. Así, una de nosotras podría pilotarla y otra se encargaría de cocinar.

—Pero no podrá ser —replicó Tata Ogg—. Los enanos nos querrían cobrar una fortuna por fabricar una escoba tan grande.

—Sí, pero hay otra posibilidad —insistió Magrat, que le había cogido cariño al tema— Podríamos llevar a la gente, y que nos pagaran. Seguro que hay montones de viajeros que están hartos de los salteadores de caminos, y…, y que se marean en los barcos, y todo eso.

—¿Qué te parece, Esme? —preguntó Tata Ogg—. Yo me encargaría de pilotar la escoba, y Magrat podría preparar las comidas.

—Entonces, ¿qué haría yo? —se mosqueó Yaya Ceravieja.

—Oh…, bueno…, pues supongo que alguien debería…, ya sabes, dar la bienvenida a la gente y servir las comidas —respondió Magrat—. Y decirles lo que hay que hacer sí falla la magia, por ejemplo.

—Si la magia falla, todo el mundo se estrellará y se matará —señaló Yaya.

—Sí, pero alguien tendrá que explicarles cómo hacerlo —replicó Tata Ogg, al tiempo que guiñaba un ojo a Magrat—. No sabrán, porque no tienen experiencia con esto del vuelo.

—Y podríamos llamarnos…

Hizo una pausa. Como siempre sucedía en el Mundodisco, que estaba justo al borde de la irrealidad, algunos fragmentos de realidad se colaban en la mente de quienes estuvieran pensando. Eso fue lo que sucedió en aquel momento.

—Tres Brujas en el Aire[14] —dijo—. ¿Qué os parece?[XX]

—Escobas en el Aire —sugirió Magrat—. O Pan… Aire…

—No hay necesidad de meter la religión en esto —bufó Yaya.

Tata Ogg dirigió una mirada astuta a Yaya y a Magrat.

—Podríamos llamarla Vir… —empezó.

En aquel momento, las tres escobas entraron en una turbulencia de aire que las envió hacia arriba. Hubo un breve momento de pánico hasta que las brujas consiguieron recuperar el control.

—Qué tontería —murmuró Yaya.

—Bueno, pero así se nos pasa mejor el tiempo —dijo Tata Ogg. Yaya contempló con acritud la extensión verde del paisaje.

—La gente no querría volar —dijo—. Qué tontería.

‹Querido Jason i familia:

Al otro lado de la hoja os he puesto para que lo veáis un dibujo de un sitio donde se murió un rey y lo enterraron, ni idea de por qué. Está al lado de un pueblo que es donde pasamos la noche de ayer. Comimos una cosa que era como chicle y no os lo vais a creer pero eran caracoles, y no estaban nada mal y Esme repitió tres veces antes de darse cuenta y luego se peleó con el cocinero y Magrat se puso mala toda la noche y tuvo una díarrea. Pienso mucho en vosotros, MAMA. P.D., aquí los retretes son ASKEROSOS, los tienen DENTRO DE KASA, no hay nada de IGIENE.›

Pasaron muchos días.

En una tranquila posada de un pequeño país, Yaya Ceravieja se sentó y examinó la comida con cautela. El propietario del establecimiento las atendía con la expresión angustiada de quien sabe, incluso antes de empezar, que no va a salir bien parado de la situación.

—Es lo único que pido —dijo Yaya—. Una sencilla comida casera, nada más. Ya me conocéis. No soy de las exigentes. Nadie puede decir que soy de las exigentes. No quiero más que una sencilla comida. Nada de tanta grasa y cosas de ésas. Te quejas porque hay un bicho en la lechuga, y resulta que es lo que has pedido.

Autore(a)s: