Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Pero no era manera de vivir. Aquella felicidad carecía de organización.

Lilith estaba segura de que, algún día, le darían las gracias.

Pero, claro, siempre había quien se lo ponía difícil. Algunas personas no sabían comportarse, desde luego. Lilith hacía lo que más les convenía: dirigía bien la ciudad, se aseguraba de que sus vidas fueran alegres y llenas de felicidad en todo momento, y luego, sin motivo alguno, se volvían contra ella.

La sala de audiencias estaba rodeada de guardias. Y se estaba celebrando una. Desde el punto de vista técnico, claro, era el gobernante el que la celebraba, pero a Lilith le gustaba que también hubiera público. Un kilo de ejemplo valía más que una tonelada de castigo.

En aquellos tiempos, no había mucho crimen en Genua. Por lo menos, no ese tipo de crimen que se habría considerado como tal en otros lugares. Las cosas como el robo se solucionaban con facilidad, y rara vez requerían procesos judiciales o cosas por el estilo. En opinión de Lilith eran mucho más graves los crímenes contra el desarrollo de la narración. Sí, algunas personas no sabían comportarse.

Lilith ponía un espejo ante la Vida, y cortaba todos los trocitos de Vida que no encajaban bien…

El Duc se desparramaba como un flan en el trono, con una pierna por encima del reposabrazos. No tenía cogido el tranquillo a las sillas.

—¿Qué ha hecho éste? —preguntó.

Bostezó. Eso sí que se le daba bien, abrir la boca de par en par.

Un anciano menudo temblaba entre dos guardias.

Siempre hay gente que se presta a hacer de guardia, hasta en lugares como Genua. Además, te dan un uniforme tope guapo, con pantalones azules, casaca roja y un sombrero alto, con una escarapela y todo.

—P-pero… si no sé silbar… —tartamudeó el viejecito—. No…, no sabía que fuera obligatorio…

—Eres un fabricante de juguetes —dijo el Duc—. Los fabricantes de juguetes se pasan el día silbando y cantando.

Miró de soslayo a Lilith. Ésta asintió.

—N-no me sé ninguna… c-canción —insistió el juguetero—. No llegué a aprender a c-cantar. Sólo me enseñaron a hacer juguetes. Estuve como aprendiz con un juguetero…

—Aquí dice —siguió el Duc, al tiempo que hacía una convincente imitación de alguien que leyera un pliego de acusaciones—, que no cuentas cuentos a los niños.

—Nadie me dijo que tenía que contar cuentos —gimoteó el juguetero—. Oiga, yo me dedico a fabricar juguetes. Juguetes. Es lo único que sé hacer. Juguetes. Y son juguetes estupendos. No soy más que un fabricante de juguetes.

—No puedes ser un buen fabricante de juguetes si no cuentas cuentos a los niños —dijo Lilith, al tiempo que se inclinaba hacia adelante.

El fabricante de juguetes alzó la vista hacia el rostro oculto tras el velo.

—Es que no me sé ninguno —dijo.

—¿No sabes ninguno?

—Les podría contar c-cómo se fabrican los ju-juguetes —tartamudeó el anciano.

Lilith se volvió a acomodar en el asiento. El velo impedía ver su expresión.

—Me parece que sería buena idea que la Guardia del Pueblo te sacara de aquí —dijo—. Que te llevaran a un lugar donde, sin duda, aprenderías a cantar. Y es posible que con el tiempo aprendas incluso a silbar. ¿A que sería estupendo?

En tiempos del viejo Barón, las mazmorras habían sido repugnantes. Lilith las había hecho pintar y amueblar de nuevo. Y había colocado muchos espejos.

Cuando terminó la audiencia, una de las personas que integraban la multitud de espectadores se dirigió a hurtadillas hacia las cocinas del palacio. Los guardias de la puerta lateral no intentaron cortarle el paso. En el irrelevante rumbo de sus vidas, era una persona muy importante.

—Hola, señora Pleasant.

La mujer se detuvo, rebuscó en su cesta y sacó un par de muslos de pollo asado.

—Estoy probando un nuevo rebozado con frutos secos —dijo—. Me gustaría mucho conocer vuestra opinión, muchachos.

Ellos aceptaron la comida, agradecidos. A todo el mundo le encantaba ver a la señora Pleasant. Sólo ella podía hacerle a un pollo cosas por las que casi se alegrara de que lo hubieran matado.

—Bueno, pues voy a salir a recoger unas hierbas —dijo la mujer.

La vieron alejarse, como una flecha gordezuela y decidida, en dirección a la plaza del mercado que estaba en la orilla del río. Luego, se comieron los muslos de pollo.

La señora Pleasant rebuscó en todos los tenderetes del mercado; se aseguró de rebuscar en todos. Hasta en Genua había siempre alguien dispuesto a contar una historia. Sobre todo en Genua. Ella era cocinera, así que rebuscaba en los tenderetes. Se aseguraba también de estar siempre regordeta y era, por suerte, alegre. Otra de las cosas que no olvidaba era mostrar siempre sus gordezuelos brazos. Si tenía la sensación de que alguien sospechaba de ella, exclamaba cosas como «¡Canastos!». Hasta la fecha, todo le iba bien.

Estaba buscando el cartel. Y por fin lo encontró. Posado sobre la viga central de un tenderete atiborrado de jaulas con gallinas, cuervos, abubillas y otras aves, había un gallito negro. La Doctora Vudú Estaba En Casa.

En el momento en que lo vio, el gallo volvió la cabeza para mirarla.

A cierta distancia del resto de los tenderetes había una tienda pequeña, semejante a otras muchas dispersas por todo el mercado. Frente a ella hervía un caldero sobre un fuego de carbón. Junto al caldero había cuencos, un cucharón para servir y una bandeja con monedas. Había bastantes monedas. Por los guisos de la señora Gogol la gente pagaba lo que creyera que valían, y la bandeja apenas daba abasto.

El espeso líquido del caldero era de un color marrón poco apetitoso. La señora Pleasant se sirvió un cuenco, y aguardó. Desde luego, la senora Gogol tenía talento.

—¿Qué se cuenta, señora Pleasant? —preguntó al cabo del rato una voz procedente de la tienda.

—Ha encerrado al fabricante de juguetes —dijo la señora Pleasant al aire en general—. Y ayer encerró al viejo Devereaux, el tabernero, por no ser gordo ni tener la cara sonrosada. Ya van cuatro veces este mes.

—Pase, pase, señora Pleasant.

El interior de la tienda estaba oscuro y hacía calor. Había otra hoguera dentro, y otro caldero. La señora Gogol estaba acuclillada ante él, removiéndolo. Hizo un gesto a la cocinera para que cogiera un fuelle.

—Avive un poco las brasas, a ver qué sale —dijo.

La señora Pleasant obedeció. Ella, personalmente, no utilizaba mucho la magia, sólo lo necesario como para que se espesase la salsa o subiese la masa del pan, pero respetaba a quienes sí lo hacían. Sobre todo a personas como la señora Gogol.

Las brasas se pusieron al rojo blanco. El líquido espeso del caldero empezó a agitarse. La señora Gogol escudriñó entre los vapores.

—¿Qué hace ahora, señora Gogol? —preguntó la cocinera con ansiedad.

—Trato de ver qué va a suceder —replicó la mujer vudú.

Su voz era el gruñido ronco de los que tienen poderes psíquicos.

La señora Pleasant echó un vistazo al líquido hirviente.

—¿Alguien va a comer gambas? —dijo, en un intento de colaborar.

—¿Ve ese trocito de okra? —siguió la señora Gogol—. ¿Ve cómo suben justo ahí las patas del cangrejo?

—Usted nunca ha sido de las que se quedan cortas a la hora de echar carne de cangrejo —la alabó la señora Pleasant.

—¿Ve cuántas burbujas hay junto a las hojas de oku? ¿Ve como todo gira en espirales en torno a esa cebolla morada?

—¡Lo veo, lo veo! —exclamó la señora Pleasant.

—¿Y sabe lo que significa eso?

—¡Significa que va a saber de maravilla!

—Desde luego —corroboró bondadosamente la señora Gogol—. también significa que viene gente.

—¡Uauh! ¿Cuánta gente?

La señora Gogol sumergió una cuchara en el líquido hirviente, y lo probó.

—Tres personas —dijo. Se lamió los labios con gesto pensativo—. Tres mujeres.

Volvió a sumergir la cuchara.

—Pruébelo —dijo—. También hay un gato. Se nota enseguida, por el sasafrás. —Chasqueó los labios—. Gris. Un ojo. —Se hurgó una caries con la punta de la lengua—. El…, el izquierdo.

La señora Pleasant se quedó boquiabierta.

—La encontrarán a usted antes que a mí —continuó la señora Gogol—. Tiene que guiarlas hasta aquí.

La señora Pleasant contempló la sonrisa sombría de la señora Gogol, y volvió a clavar la vista en el líquido del caldero.

—¿Vienen hasta aquí para probar esto? —se sorprendió.

—Sin duda. —La señora Gogol se sentó—. ¿Ha ido a ver a la chica de la casita blanca?

La señora Pleasant asintió.

—Sí, a la joven Brasas —dijo—. Voy siempre que puedo. Cuando las Hermanas van al palacio. La tienen muy asustada, señora Gogol.

Volvió a mirar al caldero y a la señora Gogol alternativamente.

—¿De verdad puede usted ver…?

—Supongo que tendrá que poner cosas a marinar —señaló la señora Gogol.

—Sí. Sí, claro.

La señora Pleasant retrocedió unos pasos, pero de mala gana. Luego, se detuvo. Uno no se podía librar fácilmente de la señora Pleasant, a menos que ella quisiera.

—Esa mujer, Lilith, dice que puede ver el mundo entero en los espejos —dijo, con un dejo acusador.

La señora Gogol sacudió la cabeza.

—Cuando uno mira en un espejo, sólo se ve a sí mismo —replicó—. En cambio, cuando se mira en un buen gumbo, se puede ver todo.

La señora Pleasant asintió. Eso era un hecho irrebatible, todo el mundo lo sabía.

Cuando la cocinera se marchó, la señora Gogol sacudió la cabeza con tristeza. Como mujer vudú, se veía obligada a poner en práctica todo tipo de estratagemas con tal de aparentar conocimientos, pero le daba cierta vergüenza permitir que una mujer honrada creyera que podía ver el futuro en un caldero de gumbo. Porque, en un caldero del gumbo de la señora Gogol, sólo se podía ver un hecho del futuro: que alguien iba a comer de maravilla.

En realidad, todo lo había visto en un cuenco de jambalaya que había preparado antes.

Magrat estaba tumbada en la cama, con la varita bajo la almohada, en un agradable entresueño.

Sin lugar a dudas, era la más adecuada para llevar la varita. Eso era un hecho. En ocasiones (y apenas se atrevía a pensar en ello cuando se encontraba bajo el mismo techo que Yaya Ceravieja) había llegado a preguntarse hasta qué punto estaban las otras comprometidas con la brujería. La mitad de las veces no parecía que les importara un bledo.

Por ejemplo, estaba la cuestión de la medicina. Magrat sabía que a ella se le daban mucho mejor las hierbas que a las otras dos. De Tía Whemper, su predecesora en la casita, había heredado varios libros muy gruesos sobre el tema, y también había hecho unas cuantas anotaciones por su cuenta. Cuando hablaba a alguien de las propiedades de la Sama del Diablo, todos se mostraban tan interesados que salían corriendo, presumiblemente en busca de alguien a quien contárselo a su vez. Magrat sabía hacer destilados fraccionales, y dobles destilados, y otras cosas que implicaban quedarse toda la noche sentada, vigilando los cambios en el color de la llama bajo la retorta. Magrat trabajaba el tema.

Tata se solía limitar a poner una cataplasma caliente sobre cualquier cosa y a recomendar un buen vaso de lo que más le gustara al paciente, basándose en el principio de que, ya que uno iba a estar enfermo de todas todas, al menos podía disfrutarlo un poco. (Magrat prohibía el alcohol a sus, porque les afectaba al hígado; y si no sabían de qué manera les afectaba al hígado, invertía el tiempo que fuera necesario en explicárselo.)

En cuanto a Yaya…, Yaya daba a sus pacientes una botella de agua con colorante, y les decía que se encontraban mucho mejor.

Lo más molesto era que, casi siempre, era así.

¿Qué tenía eso que ver con la brujería?

En cambio, con una varita, las cosas podían ser muy diferentes. Con una varita se podía ayudar mucho a la gente. La magia existía para hacer más fácil la vida. Magrat lo sabía en lo más profundo del vaporoso tocador rosa que era su corazón.

Volvió a sumergirse en el sueño.

Y esta vez, tuvo un sueño de lo más extraño. Nunca llegó a contárselo a nadie, porque… bueno, porque no. Porque uno no va por ahí contando esas cosas.

Pero tuvo la sensación de haberse levantado en medio de la noche, de que la había despertado el silencio. Y de que, al pasar junto al espejo, había visto un movimiento en su interior.

El rostro que había allí no era el suyo. Se parecía mucho al de Yaya Ceravieja. Le había sonreído, recordó más tarde Magrat, con una sonrisa bastante más afectuosa que todas las que había obtenido de Yaya. Y luego desapareció, la nebulosa superficie plateada se cerró sobre él.

Autore(a)s: