Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Las brujas se dieron cuenta de que, sin previo acuerdo, ahora volaban más juntas.

—Empiezo a tener hambre —dijo Yaya Ceravieja—. Y que nadie mencione la calabaza.

—También tenemos el pan de enano —señaló Tata.

—Siempre tendremos el pan de enano —replicó Yaya—. La verdad es que prefiero algo cocinado este año, si te da lo mismo.

Sobrevolaron otro castillo, que ocupaba toda la parte superior de un despeñadero.

—Lo que necesitamos es un pueblecito agradable, o algo así —dijo Magrat.

—Pero tendremos que conformarnos con el de ahí abajo —respondió Yaya.

Todas miraron. No era tanto un pueblecito como un grupo de casas amontonadas, arremolinadas para defenderse del ataque de los árboles. Parecía tan falto de alegría como una chimenea apagada, pero las sombras de las montañas caían ya sobre el bosque, y el paisaje tenía un algo que desaconsejaba tácitamente el vuelo nocturno.

—No se ve a mucha gente —dijo Yaya.

—Quizá por aquí se acuestan muy temprano —sugirió Tata Ogg.

—¡Pero si casi no ha anochecido! —se sorprendió Magrat—. Quizá sería mejor que fuéramos a aquel castillo…

Todas miraron en dirección al castillo.

—Nooo —dijo Yaya, verbalizando el sentimiento general—. Sabemos cuál es nuestro lugar.

Así que, en vez de eso, aterrizaron en lo que cabía suponer era la plaza del pueblo. Un perro ladró detrás de los edificios. Una contraventana se cerró de golpe.

—Qué gente tan amable —gruñó Yaya.

Caminó hacia uno de los edificios más grandes, cuya puerta lucía un cartel, ilegible bajo la capa de mugre. Dio un par de golpes secos en la madera.

—¡Abran! —exclamó.

—No, no, no se dice eso —respondió Magrat. Se acercó a la puerta y llamó con suavidad—. ¡Disculpen! ¡Viajeras bona fide!

—¿Bonaqué? —quiso saber Tata.

—Es lo que hay que decir —dijo Magrat—. Una posada tiene la obligación de abrir a los viajeros bona fide y darles socorro.

—¿De verdad? —Tata parecía francamente interesada—. Siempre viene bien saberlo.

La puerta permaneció cerrada.

—Deja que pruebe yo —ofreció Tata—. Conozco un poco de jerga extranjera.

Golpeó la puerta.

—¡Abriz bous sivuplé, venga, y más vale que sea deprisa! —exclamó.

Yaya Ceravieja escuchó con atención.

—¿Eso es hablar en extranjero?

—Mi nieto Shane es marinero —respondió Tata Ogg—. No te imaginarías la de palabras que aprende por esos lugares.

—Desde luego —bufó Yaya—. Pero espero que a él le funcionen mejor.

Volvió a golpear la puerta. En esta ocasión se abrió muy despacio. Un rostro pálido se asomó un poquito.

—Disculpe… —empezó Magrat.

Yaya abrió la puerta de golpe. El propietario del rostro había estado apoyado contra ella. Oyeron como las botas se arrastraban contra el suelo, mientras lo desplazaban de mala gana hacia atrás.

—Que las bendiciones caigan sobre esta casa —dijo Yaya en tono profesional.

Siempre era una buena frase de bruja para empezar una conversación. Hacía que la gente pensara en las OTRAS cosas que podían caer sobre la casa, y les recordaba la existencia de bizcochos recién hechos, pan blanco y fardos de ropa seminueva, cosas que de otra manera quizá habrían pasado por alto.

Al parecer, una de las otras cosas había caído ya sobre la casa.

Era una posada, en cierto modo. Las tres brujas no habían visto en sus vidas un lugar tan carente de alegría. Pero, en cambio, estaba abarrotado. Un montón de personas, también pálidas, las miraron desde bancos situados junto a las paredes.

Tata Ogg olfateó el ambiente.

—Vaya —dijo—. ¡Qué cantidad de ajo! —Era cierto, había ristras enteras colgando de cada viga—. Bueno, siempre he dicho que el ajo nunca está de más. Me parece que este lugar me va a gustar.

Hizo un gesto de saludo al hombre de rostro demudado que estaba tras la barra del bar.

—¡Gud día, camarerou! Trois cervezas, pur favur si vous tanqueshen.

—¿Qué tienen que ver los tanques con esto? —quiso saber Yaya.

—Es una palabra extranjera que significa «gracias» —le explicó Tata.

—Me apuesto lo que sea a que no —bufó Yaya—. Te lo estás inventando sobre la marcha.

El tabernero, que se guiaba por el sencillo principio de que cualquiera que entrara por la puerta debía de querer beber algo, sirvió tres cervezas.

—¿Lo ves? —se jactó Tata, triunfal.

—Todo el mundo nos está mirando de una manera que no me gusta nada —dijo Magrat mientras Tata seguía parloteando al desconcertado tabernero en su muy particular esperanto—. Uno de esos hombres me ha sonreído.

Yaya Ceravieja se sentó en uno de los bancos tratando de ocupar el mínimo espacio posible para minimizar el contacto con la madera, por si acaso lo de ser extranjero era contagioso.

—Mirad qué fácil ha sido —dijo Tata, que llevaba una bandeja—. Sólo he tenido que maldecirlo hasta que me ha entendido.

—Tiene un aspecto espantoso —gruñó Yaya.

—Salchichas de ajo y pan de ajo —dijo Tata, al tiempo que inspeccionaba el contenido—. Mi comida favorita.

—Tendrías que haber pedido algo de verdura fresca —señaló Magrat, la dietista.

—Ya lo he hecho. Hay ajo —replicó alegremente Tata, mientras cortaba una generosa rodaja de salchicha que le llenó los ojos de lágrirnas—. Y estoy segura de que en uno de esos estantes he visto cebolletas en salmuera.

—¿Sí? Entonces, para esta noche vamos a necesitar como mínimo dos habitaciones —bufó Yaya.

—Tres —se apresuró a corregirla Magrat.

Se arriesgaron a echar otro vistazo a la habitación. Los silenciosos aldeanos las miraban fijamente, con una expresión que la joven sólo pudo describir como de tristeza esperanzada. Por supuesto, cualquiera que pasara mucho tiempo en compañía de Yaya Ceravieja y Tata Ogg se acostumbraba a las miradas. Eran ese tipo de personas que llenan todo el espacio disponible. Seguramente, la gente de aquella zona no veía forasteros muy a menudo, rodeados como estaban de espesos bosques. Y la visión de Tata Ogg comiéndose una salchicha con verdadero entusiasmo no era de las que se olvidan fácilmente.

De todos modos…, las miradas de aquella gente…

Afuera, entre los árboles, un lobo aulló.

Los aldeanos se estremecieron al unísono, como si hubieran estado practicando. El propietario de la posada les susurró algo. Todos se levantaron de mala gana y se dirigieron en fila hacia la puerta, tratando por todos los medios de no separarse demasiado. Una anciana puso la mano sobre el hombro de Magrat durante un instante, sacudió la cabeza con tristeza, suspiró y se alejó arrastrando los pies. Pero Magrat también estaba acostumbrada a aquello. La gente solía compadecerse de ella a menudo, cuando la veían en compañía de Yaya.

Por último, el posadero encendió una antorcha, se acercó a ellas y les hizo una señal para que le siguieran.

—¿Cómo le has hecho entender lo de las camas? —quiso saber Magrat.

—Le dije: «Eh, oiga, truás caimas ñigu-ñigu» —explicó Tata Ogg.

Yaya Ceravieja repasó la frase mentalmente, y asintió.

—Tu nieto, Shane, entiende mucho de determinadas cosas, ¿verdad? —señaló.

—Dice que nunca le ha fallado —asintió Tata Ogg.

En realidad, sólo había dos habitaciones en el piso superior, al que se accedía tras ascender por una escalera decrépita. Y Magrat se quedó con una para ella sola. Hasta el posadero parecía desearlo. Se había mostrado muy atento con la joven.

De todos modos, a ella le habría gustado más que no se hubiera empeñado en cerrar las ventanas. Magrat prefería dormir con la ventana abierta. La habitación era demasiado oscura y olía a moho.

«En fin —pensó—, el hada madrina soy yo. Las otras sólo me acompañan.»

Se contempló sin esperanza en el pequeño espejo roto de la habitación. Luego, se tumbó en la cama y escuchó a sus compañeras a través de la pared, fina como el papel de fumar.

—¿Por qué vuelves el espejo contra la pared, Esme?

—Porque no me gustan los espejos, no paran de mirarme.

—Sólo te miran si tú los miras, Esme.

Hubo un momento de silencio.

—Oye, ¿para qué es esta cosa redonda?

—Supongo que debe de ser una almohada, Esme.

—¡Ja! Yo no lo llamaría almohada. Y ni siquiera las mantas son como deben ser. ¿Cómo dijiste que se llamaba esto?

—Creo que es un duvit, Esme.

—Pues en casa los llamamos edredones. ¡Ja!

Otra bendita pausa.

—¿Te has cepillado los dientes?

Más instantes de silencio.

—Oooh, Esme, no tienes los pies nada fríos.

—Claro que no. Los tengo calentitos.

Un nuevo silencio.

—¡Botas! ¡Las botas! ¡Llevas las botas puestas!

—¡Por supuesto que llevo las botas, Gytha Ogg!

—¡Y la ropa! ¡Ni siquiera te has desnudado!

—En el extranjero, todas las precauciones son pocas. Puede haber cualquier tipo de bichos.

Magrat se arrebujó bajo el comosellamara, el duvit ese, y se dio media vuelta. Por lo visto, Yaya Ceravieja no necesitaba dormir más allá de una hora, mientras que Tata Ogg roncaba como un serrucho.

—¿Gytha? ¡Gytha! ¡GYTHA!

—¿Qué…?

—¿Estás despierta?

—Ahora sí…

—¡Oigo algo!

_… yo también…

Magrat se adormiló unos momentos.

—¿Gytha? ¡GYTHA!

—… ¿gué pasahora…?

—¡Estoy segura de que alguien está golpeando las contraventanas desde fuera!

—… imposible, a nuestra edad…, venga, duérmete…

El ambiente de la habitación era cada vez más caluroso, más cargado. Magrat salió de la cama, corrió los cerrojos de las ventanas y las abrió con gesto teatral.

Se oyó un gruñido y el ruido lejano de algo al caer contra el suelo. La luz de la luna bañó la habitación. Magrat se sintió mucho mejor, y volvió a la cama.

Le pareció que no había pasado apenas tiempo, cuando la voz de la habitación contigua volvió a despertarla.

—Gytha Ogg, ¿qué estás haciendo?

—Comer algo.

—¿Es que no puedes dormir?

—No cojo el sueño, Esme —se quejó Tata Ogg—. Y la verdad, no entiendo por qué.

—¡Oye, estás comiendo una salchicha de ajo! ¡Comparto la cama con alguien que está comiendo salchichas de ajo!

—¡Eh, que es mía! ¡Devuélvemela…!

Magrat oyó unas pisadas de botas en la noche, y el sonido de una ventana al cerrarse de golpe.

También le pareció oír un ligero «uuf», y otro golpe contra el suelo.

—Creía que te gustaba el ajo, Esme —dijo la voz resentida de Tata Ogg.

—Las salchichas de ajo están muy bien, en su lugar y en su momento, y su lugar y su momento no son la cama y la noche. No quiero oír ni una palabra más. Y échate a un lado, que te estás quedando con todo el duvit.

Tras unos momentos, el silencio aterciopelado se vio roto por los ronquidos graves, retumbantes, de Yaya Ceravieja. Poco después hicieron coro con los más suaves de Tata, que había dormido acompañada muchas más veces que Yaya y, por tanto, conseguido desarrollar una orquesta nasal mucho menos agresiva. Los ronquidos de Yaya habrían podido serrar troncos.

Magrat se rodeó las orejas con la almohada redonda, espantosamente dura, y metió la cabeza bajo las sábanas.

En algún lugar de los gélidos alrededores, un murciélago enorme trataba de remontar el vuelo otra vez. Ya había recibido dos buenos golpes, uno propinado por una contraventana que alguien abrió descuidadamente, y el segundo por un proyectil en forma de salchicha de ajo. Por tanto, no se encontraba nada bien. «Un contratiempo más y vuelvo al castillo —estaba pensando—. Además, está a punto de amanecer.»

Sus ojillos rojos brillaron al posarse en la ventana abierta de Magrat. Se tensó…

Una zarpa aterrizó sobre él.

El murciélago miró a su alrededor.

Greebo no había pasado una buena noche. Se había dedicado a investigar aquel lugar en busca de gatas, sin encontrar ninguna. Después, recorrió los estercoleros sin obtener mejor resultado. En aquella zona, la gente no tiraba la basura. Se la comía.

También había trotado por el bosque hasta dar con algunos lobos. Se sentó frente a ellos y les sonrió, hasta que se sintieron incómodos y se marcharon.

Sí, había sido una noche de lo más aburrida. Hasta aquel momento.

El murciélago se retorció bajo su zarpa. Al pequeño cerebro felino de Greebo le dio la sensación de que el bicho intentaba cambiar de forma, y eso sí que no se lo iba a consentir a un ratón con alas. Y menos ahora, que por fin había encontrado a alguien con quien jugar.

Genua era una ciudad de cuento de hadas. La gente sonreía y era feliz de la mañana a la noche. Sobre todo, si querían vivir para ver otra mañana y otra noche.

De eso se encargaba Lilith. Por supuesto, la gente también había creído ser feliz antes de que ella hiciera que el Duc sustituyera al viejo Barón, pero aquella era una felicidad aleatoria, desordenada. Por eso le resultó tan fácil entrar en escena.

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