Brujas de viaje (Mundodisco, #12) – Terry Pratchett

Parecía un trabajo fácil… Después de todo, ¿cuán difícil puede ser el asegurarse de que una sirvienta no se case con un príncipe? Pero para las brujas Granny Weatherwax, Nanny Ogg y Magrat Garlick, en ruta hacia la distante ciudad de Genua, las cosas no son nunca tan simples… Después de todo, solo disponen del vudú de la señora Gogol, un gato tuerto y una varita mágica de segunda mano que solo hace calabazas. Deberán enfrentarse también a la Madrina en persona, quien ha hecho al Destino una oferta que este no puede rechazar. Y, finalmente, está el poder absoluto de la Historia. Las sirvientas deben casarse con los príncipes. De eso se trata. No se puede luchar contra un final feliz. Al menos, hasta ahora… (Es la novela número 12 de Mundodisco)

* * *

Dedicado a todas esas personas (¿y por qué no?) que, después de la publicación de «Brujerías», inundaron al autor con sus respectivas versiones de la letra de «La Canción del Puercoespín».

Ay, si lo llego a saber…

* * *

Esto es el Mundodisco, que viaja por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes, que a su vez reposan sobre el caparazón de Gran A’Tuin, la tortuga del cielo.

Érase una vez un tiempo en el que semejante universo se consideraba poco usual y, posiblemente, imposible.

Pero claro, es que en los tiempos de érase una vez las cosas eran más sencillas.

Porque el universo estaba lleno a rebosar de ignorancia, y los científicos se movían por él como un buscador de oro acuclillado sobre el riachuelo de una montaña, en busca de la riqueza del conocimiento entre la arenilla de la sinrazón, la gravilla de la inseguridad y el nadar de cosas con muchas patas y bigotes de la superstición.

De cuando en cuando, el científico investigador se levantaba y decía cosas del tipo: «Hurra, acabo de descubrir la Tercera Ley de Boyle».[I] Así, todo el mundo sabía a qué atenerse. Pero el problema fue que la ignorancia empezó a hacerse más interesante, sobre todo la fascinante ignorancia acerca de las cosas grandes e importantes, como la materia y la creación, y la gente dejó de construir con paciencia sus casitas de estacas racionales en el caos del universo: empezaron a mostrar más interés por el caos en sí…, en parte porque era mucho más sencillo hacerse experto en caos, pero sobre todo porque en el caos había motivos y dibujos muy bonitos que quedaban muy bien estampados en una camiseta.

Así que, en vez de seguir adelante con la ciencia, como debe ser[1][II], de repente los científicos se pusieron a decir lo imposible que era saber nada, y que no había ninguna cosa concreta llamada realidad sobre la que se pudiera saber algo, y que todo esto era de lo más emocionante, y por cierto, ¿sabías que posiblemente existan montones de universos pequeñitos por todas partes, pero nadie los ve porque están curvados sobre ellos mismos? Por cierto, ¿no te parece que esta camiseta es tope?

Comparado con todo esto, una tortuga grande con un mundo sobre su caparazón es algo prácticamente cotidiano. Al menos, no va por la vida fingiendo que no existe, y a nadie en el Mundodisco se le ha ocurrido intentar demostrar que no existe, por si acaso resulta que es verdad y se encuentran de repente flotando en el vacío del espacio. Esto se debe a que el Mundodisco existe justo bordeando la realidad. La cosita más mínima puede abrir una brecha hacia el otro lado. Por eso, en el Mundodisco la gente se lo toma todo muy en serio.

Como los cuentos.

Porque los cuentos son importantes.

La gente cree que son las personas las que dan forma a los cuentos. En realidad, es justo al revés.

Los cuentos existen con independencia de los que participan en ellos. Si uno sabe todo eso, el conocimiento es poder.

Los cuentos, grandes jirones aleteantes de espaciotiempo, llevan revoloteando y desenrollándose por el universo desde el principio de los tiempos. Y además, han evolucionado. Los más débiles han muerto, y los más fuertes han sobrevivido, crecido y engordado de tanto contarlos una y otra vez… Los cuentos se retuercen, reptan por la oscuridad.

El hecho mismo de su existencia superpone una pauta sutil, pero insistente, al caos que es la historia. Las estrías de los cuentos están grabadas con tanta profundidad, que la gente las sigue de la misma manera que el agua sigue determinados senderos montaña abajo. Y cada vez que un actor nuevo se cruza en el camino del cuento, la estría se profundiza aún más.

A esto se lo denomina «teoría de la causalidad narrativa», y quiere decir que el cuento, una vez ha comenzado, toma forma propia. Recoge las vibraciones de todas las elaboraciones de ese mismo cuento que ha habido a lo largo de los tiempos.

Por eso, la historia siempre se repite.

Por eso, un millar de héroes han robado fuego a los dioses. Un millar de lobos se han comido a la abuela. Un millar de princesas han recibido sus respectivos besos. Un millón de actores, sin saberlo, han recorrido, sin saberlo, los senderos del cuento.

Ahora mismo, es completamente imposible que el tercer hijo de cualquier rey, el más joven, se embarque en una aventura en la que han fracasado ya sus hermanos mayores, y no tenga éxito.

A los cuentos les importa un rábano quién toma parte en ellos. Lo único que les importa es que se cuente el cuento, que el cuento se repita. O, si lo preferís, se puede mirar de la siguiente manera: los cuentos son una forma de vida parasitaria, moldean las vidas a su servicio, en función tan sólo del cuento en sí.[2][III]

Hay que ser una persona muy especial para combatirlos, para convertirse en el bicarbonato de la historia.

Érase una vez…

Unas manos grises asieron el martillo y lo empuñaron, golpeando el poste con tanta fuerza, que se clavó treinta centímetros en la tierra blanda.

Dos golpes más, y quedó fijado de manera inamovible.

Desde los árboles que rodeaban el claro, las serpientes y los pájaros observaban en silencio. Más allá, en el pantano, los caimanes se movían como inquietantes parches de agua.

Las manos grises cogieron el travesaño y lo colocaron en su sitio, atándolo acto seguido con unas lianas. Las apretó tanto que crujieron.

Ella lo observaba. Y, cuando terminó, cogió un trozo de espejo y lo ató a la punta del poste.

—La chaqueta —le dijo.

Él se quitó la chaqueta y la colocó sobre el travesaño. No era lo suficientemente largo, así que los últimos centímetros de las mangas quedaron colgando vacíos.

—Y el sombrero —añadió ella.

Era alto, negro, redondo. Brillaba.

El trozo de espejo centelleaba entre la oscuridad del sombrero y la de la chaqueta.

—¿Funcionará?— preguntó él.

—Sí —le aseguró ella—. Hasta los espejos tienen su reflejo. Hay que combatir a los espejos con espejos. —Alzó la vista hacia los árboles, y miró en dirección a una esbelta torre blanca que se alzaba a lo lejos—. Tenemos que encontrar el reflejo de ella.

—Pues tendrá que llegar muy lejos.

—Sí. Vamos a necesitar toda la ayuda posible.

Contempló el claro donde se encontraban. Había invocado al Señor Camino Seguro, Lady Bon Anna, Hotaloga Andrews y Hombre Zancada Larga. Lo más probable era que no se tratara de unos dioses demasiado buenos.[IV]

Pero eran los mejores que ella había sido capaz de fabricar.

Éste es un cuento acerca de los cuentos.

O de lo que significa de verdad ser un hada madrina.

Pero también trata, sobre todo, de reflejos y espejos.

Por todo lo largo y ancho del multiverso hay tribus primitivas[3] que desconfían de los espejos y de las imágenes, porque, según dicen ellos, roban un fragmento del alma de la persona, y cada persona sólo tiene una cantidad limitada para toda la vida. Y la gente que lleva más ropa dice que eso no es más que una superstición, a pesar del hecho comprobado de que las personas que, se pasan la vida apareciendo en imágenes de un tipo u otro desarrollan una especie de «delgadez» consustancial. Se suele atribuir a un exceso de trabajo, cuando en realidad se debe a la «sobreexposición».

No es más que una superstición. Pero las supersticiones no tienen por qué ir desencaminadas.

Los espejos pueden absorber un fragmento del alma. Un espejo puede contener el reflejo de todo el universo, todo un cielo lleno de estrellas, en un trozo de cristal azogado no más grueso que un suspiro.

Mirad el interior del espejo…

… mirad más…

… hacia una luz anaranjada, en la fría cima de una montaña, a miles de kilómetros de la calidez vegetal del pantano…

La gente que vive por los alrededores la llama «Montaña del Oso». Esto se debe a que hay un gran «foso» en la montaña, no a que en ella vivan muchos osos. El caso es que la nomenclatura ha causado gran cantidad de provechosas confusiones. A menudo llegaba gente al pueblo más cercano. Iban cargados de ballestas, trampas y redes, y preguntaban con tono arrogante por los guías nativos que pudieran guiarlos hasta los osos. Como en la zona la gente se ganaba la vida holgadamente gracias a esto, con la venta de guías turísticas, mapas de las cuevas de los osos, relojes de cuco con osos, bastones de paseo con puño en forma de oso y bizcochos cortados en forma de oso, nadie encontraba nunca el momento adecuado para ir a corregir el error de ortografía del cartel.[4]

Aparte del foso, en la montaña había bien poca cosa más.

La mayor parte de los árboles se rendían a medio camino hacia la cima, sólo unos cuantos pinos retorcidos producían un efecto muy similar al de ese par de mechones patéticos que un calvo optimista se repeina por encima del cuero cabelludo.

Era un lugar donde se reunían las brujas.

Aquella noche, un fuego chisporroteaba en la cima de la montaña. Unas figuras oscuras se movían ante la luz parpadeante.

La luna se deslizaba entre un encaje de nubes.

Por fin, una de las figuras, tocada con un alto sombrero puntiagudo, rompió el silencio:

—¿Queréis decir que TODAS hemos traído ensaladilla rusa?

Una de las brujas de las Montañas del Carnero no asistía al aquelarre. A las brujas les gusta tanto como al que más salir una noche de cuando en cuando, pero, en este caso concreto, ella tenía una cita más apremiante. Y no era de esas citas que uno puede dejar para otra ocasión.

Desiderata Cavidad estaba haciendo testamento.[V]

Cuando Desiderata Cavidad era niña, su abuela le había dado cuatro consejos de la mayor importancia, unos consejos que guiarían sus jóvenes pasos por el retorcido sendero de la vida.

Eran los siguientes:

«Nunca te fíes de un perro que tenga las cejas naranja.»

«Que el chico te diga siempre su apellido y su dirección.»

«Nunca te pongas entre dos espejos.»

«Y lleva siempre ropa interior completamente limpia, todos los días, porque nunca se sabe cuándo te va a arrollar un caballo desbocado y, si estás ahí muerta y la gente se da cuenta de que no llevas la ropa interior inmaculada, te morirás de vergüenza.»

Más adelante, cuando creció, Desiderata se hizo bruja. Uno de los beneficios secundarios que se obtienen con esta profesión es saber exactamente cuándo vas a morir, de manera que puedes llevar la ropa interior como te dé la gana.[5]

Eso había sido hacía ya ochenta años, cuando la idea de saber exactamente cuándo ibas a morir tenía sus atractivos. Porque, por supuesto, para sus adentros estaba segura de que iba a vivir eternamente.

Eso fue entonces.

Y esto era ahora.

El concepto ‹eternamente› parecía haber perdido buena parte de su durabilidad.

En la chimenea, otro tronco se desmoronó convertido en cenizas. Desiderata no se había molestado en encargar combustible para todo el invierno. No habría tenido mucho sentido.

Y claro, además estaba también este otro asuntillo…

La había envuelto cuidadosamente hasta formar un paquete largo, delgado. Ahora estaba doblando la carta. Le puso las señas y la metió debajo del cordel. Asunto zanjado.

Alzó la vista. Desiderata llevaba más de treinta años ciega, pero eso nunca le supuso un problema. Había tenido la bendición, si es que así se la puede llamar, de la «segunda visión». De manera que, cuando los ojos normales se rindieron, sólo tuvo que entrenarse para ver el presente, que además era mucho más sencillo que el futuro. Y como la pupila de lo oculto no depende de la luz, se ahorraba un buen dinero en velas. Todas las cosas tienen su lado bueno cuando se sabe mirar. Es una manera de hablar.

En la pared, delante de ella, había un espejo.

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