Es la Vigilia de los Puercos, la fiesta invernal que marca el año nuevo en el Mundodisco. Los niños duermen y esperan que Papá Puerco baje por la chimenea y les deje sus regalos. Sin embargo, algo extraño está ocurriendo. El visitante no es un anciano tripudo de barba blanca. Recuerda más bien a un esqueleto. No se aclara mucho con el almohadón que lleva atado a la cintura debajo del traje rojo. Exclama «¡Jo, jo, jo jo!» en tono fúnebre y parece más acostumbrado a usar la guadaña que a repartir caramelos dentro de los calcetines.
Pero alguien tiene que hacer el trabajo, porque Papá Puerco está. bueno, a falta de palabra mejor, muerto. Y si para mañana por la mañana no creen en él las suficientes personas, el sol no asomará por el borde del mundo. En esta nueva novela (que debería llevar un aviso en portada por su tremenda adictividad) el destino del Mundodisco queda en manos del auténtico sentido de la fiesta más entrañable del calendario, que es poner regalos bajo el árbol y comer hasta reventar.
Título original: Hogfather
* * *
Para el guerrillero y encargado de librería conocido entre amigos como «ppint», por preguntarme hace muchos años la pregunta que hace Susan en este libro. Me sorprende que no haya más gente haciéndosela…
Y para demasiados amigos ausentes.
* * *
Todo empieza en alguna parte, aunque muchos físicos no estén de acuerdo.
Pero la gente siempre ha sido vagamente consciente del problema del principio de las cosas. Se preguntan en voz alta cómo llega al trabajo el tipo que conduce la máquina quitanieves o cómo consultan la ortografía de las palabras quienes hacen los diccionarios. Y sin embargo existe el deseo constante de encontrar en las redes retorcidas, enredadas y llenas de nudos del espaciotiempo algún punto sobre el que se pueda poner un dedo metafórico para indicar que ese, justamente ese, es el punto donde empezó todo…
Algo empezó cuando el Gremio de Asesinos enroló al señor Teatime, que veía las cosas de forma distinta a otra gente, y una de las formas en que veía las cosas de forma distinta a otra gente era que veía la otra gente como si fueran cosas (más tarde, lord Downey del Gremio dijo: «Nos dio pena porque había perdido a los dos padres a una edad muy temprana. Pensándolo bien, creo que deberíamos haber prestado algo más de atención a eso»).
Pero fue mucho antes cuando la gente se olvidó de que las historias más antiguas de todas, tarde o temprano, tratan sobre la sangre. Después quitaron la sangre para hacer las historias más adecuadas para los niños, o por lo menos para la gente que se las tenía que leer a los niños, más que para los niños en sí (a quienes, por lo general, les gusta bastante la sangre siempre y cuando la derramen quienes lo merecen)[1], y luego se preguntaron adonde querían ir a parar las historias.
Y fue antes todavía cuando algo en la oscuridad de las cavernas más profundas y los bosques más sombríos pensó: pero ¿qué son estas criaturas? Voy a observarlas…
* * *
Y fue mucho, mucho antes todavía cuando se formó el MundoDisco, que avanzaría a la deriva por el espacio a lomos de cuatro elefantes montados en la concha de la tortuga gigante, Gran A’Tuin.
Es posible que, mientras se mueve, se vaya enredando como un ciego en una casa llena de telarañas con esas pequeñas hebras especializadas de espaciotiempo que intentan crecer dentro de todas las historias que se encuentran, tirando de ellas y rompiéndolas y forzándolas a adoptar formas nuevas.
O es posible que no, claro. El filósofo Didáctilos ha sintetizado una hipótesis alternativa que es: «Las cosas pasan y ya está. Qué narices».
* * *
Los magos del claustro de la Universidad Invisible estaban plantados mirando la puerta.
Estaba claro que quien fuera que la hubiera cerrado quería que se quedara cerrada. Estaba fijada al marco con docenas de clavos. Tenía varios tablones clavados encima, de lado a lado. Y por fin, hasta esa misma mañana, había estado escondida detrás de una librería que alguien le había puesto delante.
—Y también está el letrero, Ridcully —dijo el decano—. Supongo que lo ha leído. El letrero que dice: «No abrir esta puerta bajo ninguna circunstancia».
—Claro que lo he leído —contestó Ridcully—. ¿Por qué te parece que la quiero abrir?
—Esto… ¿por qué? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes.
—Para ver por qué la querían cerrada, claro[2]. -Hizo un gesto en dirección a Modo, el jardinero y enano para todo de la universidad, que estaba de pie al lado con una palanca.
—Manos a la obra, chaval.
El jardinero hizo un saludo militar.
—A sus órdenes, señor.
Con el ruido de fondo de la madera al astillarse, Ridcully siguió hablando:
—En los planos dice que aquí había un cuarto de baño. Un cuarto de baño no tiene nada de temible, por todos los dioses. Yo quiero un cuarto de baño. Estoy harto de ducharme con vosotros. Es antihigiénico. Se pueden pillar enfermedades. Me lo dijo mi padre. Donde hay montones de tíos bañándose juntos, el Gnomo de las Verrugas corretea con su saco.
—¿Eso es como el Hada de los Dientes? —preguntó el decano en tono sarcástico.
—Aquí mando yo y quiero un cuarto de baño para mí solo —dijo Ridcully con firmeza—. Y no hay nada más que hablar, ¿vale? Quiero un cuarto de baño antes de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ¿entendido?
Y ese es el problema de los principios, claro. A veces, cuando se trata con reinos ocultos que tienen una actitud bastante distinta hacia el tiempo, a uno le llegan los efectos un poco antes que las causas.
De los márgenes del espectro auditivo vino un clinclinclinclín como de pequeños cascabeles plateados.
* * *
Más o menos a la misma hora en que el archicanciller estaba dando órdenes, Susan Sto Helit estaba sentada en la cama, leyendo a la luz de las velas.
Los dibujos de la escarcha se ondulaban en las ventanas.
A ella le gustaban aquellos anocheceres de invierno. En cuanto metía a los niños en la cama ya podía hacer más o menos lo que quisiera. A la señora Gaiter le daba un miedo patético darle instrucciones de ninguna clase, por mucho que fuera ella quien pagaba el sueldo de Susan.
No es que el sueldo fuera importante, claro. Lo importante era que ella fuera Independiente y que tuviera un Trabajo de Verdad. Y ser institutriz era un trabajo de verdad. La única pega había llegado al descubrir su patrona que era duquesa, porque según el credo de la señora Gaiter, que era un credo más bien corto y escrito con letras grandes, la clase alta no debería trabajar. Debería ir por ahí haciendo el vago. Ya le costó a Susan bastante conseguir que dejara de hacerle reverencias cada vez que se cruzaban.
Un parpadeo le hizo girar la cabeza.
La luz de la vela estaba revoloteando en sentido horizontal, como si estuviera en medio de una ventisca.
Levantó la vista. Las cortinas ondeaban despegándose de la ventana, que…
… se abrió de golpe con un repiqueteo.
Pero no había viento.
Por lo menos, ningún viento de este mundo.
En su mente se formó una serie de imágenes. Una pelota roja… El olor acre de la nieve… Y de pronto desaparecieron, dejando en su lugar…
—¿Dientes? —se preguntó Susan en voz alta—. ¿Otra vez dientes?
Parpadeó. Y cuando abrió los ojos la ventana estaba, tal como ella sabía que estaría, cerrada a cal y canto. La cortina colgaba recatadamente. La llama de la vela estaba inocentemente vertical. Oh, no, otra vez no. No después de tanto tiempo. Todo había estado yendo tan bien…
—¿Zuzan?
Miró a su alrededor. Su puerta estaba abierta y había una figura pequeña de pie en el umbral, descalza y en camisón. Susan suspiró.
—¿Sí, Twyla?
—Tengo miedo del monztruo del zótano, Zuzan. Ze me va a comer.
Susan cerró su libro con firmeza y levantó un dedo a modo de advertencia.
—¿Qué te he dicho sobre intentar parecer obsequiosamente encantadora, Twyla? —preguntó. La niña dijo:
—Me has dicho que no tengo que hacerlo. Me has dicho que exagerar el ceceo es un delito penado con la horca y que solamente lo hago para llamar la atención.
—Bien. ¿Sabes de qué monstruo se trata esta vez?
—Es el grande y peludo de loz…
Susan levantó el dedo.
—¿Cómo? —le advirtió.
—… de los ocho brazos —se corrigió a sí misma Twyla.
—¿Cómo, otra vez? Oh, está bien.
Se levantó de la cama y se puso la bata, intentando mantener la calma mientras la niña la observaba. Así que están volviendo. Oh, no se refería al monstruo del sótano. Aquello iba incluido en el trabajo. Pero parecía que iba a empezar a recordar el futuro otra vez.
Negó con la cabeza. Por muy lejos que una huyera, siempre se acababa alcanzando a sí misma.
Por lo menos los monstruos eran fáciles. Ya había aprendido a tratar con ellos. Cogió el atizador del guardafuegos del cuarto de los niños y bajó la escalera de atrás, seguida de cerca por Twyla.
Los Gaiter estaban celebrando una cena formal. Llegaban voces amortiguadas procedentes del comedor.
Luego, mientras ella pasaba por delante, se abrió una puerta bañando el pasillo de luz amarilla y una voz dijo:
—¡Por los dioses, aquí hay una muchacha en bata con un atizador!
Vio varias figuras perfiladas sobre la luz y distinguió la cara preocupada de la señora Gaiter.
—¿Susan? Esto… ¿qué estás haciendo?
Susan miró el atizador y luego a la mujer.
—Twyla dice que tiene miedo de un monstruo que hay en el sótano, señora Gaiter.
—Y tú vas a atacarlo con un atizador, ¿no? —dijo uno de los invitados. Se percibía una fuerte atmósfera a coñac y puros.
—Sí —respondió Susan en tono natural.
—Susan es nuestra institutriz —dijo la señora Gaiter—. Esto… Ya les he hablado de ella.
Se produjo un cambio en la expresión de las caras que miraban desde el comedor. Se convirtió en una especie de respeto divertido.
—¿Les arrea a los monstruos con un atizador? —preguntó alguien.
—Pues bien mirado es muy buena idea —señaló otra persona—. Si a la niña se le mete en la cabeza que hay un monstruo en el sótano, tú entras con un atizador, haces unos cuantos ruidos como si estuvieras dándole una paliza mientras la niña escucha y todo solucionado. Tiene buenas ideas, la chica. Muy sensatas. Muy modernas.
—¿Es eso lo que estás haciendo, Susan? —inquirió la señora Gaiter en tono ansioso.
—Sí, señora Gaiter —respondió Susan, obediente.
—¡Esto lo tengo que ver, por Ío! No se ve todos los días a monstruos aporreados por una muchacha —dijo el hombre que estaba detrás de ella. Hubo un susurro de seda y una nube de humo de puros mientras los comensales salían en manada al pasillo.
Susan volvió a suspirar y descendió los escalones que llevaban al sótano, mientras Twyla se quedaba sentada recatadamente en lo alto de la escalera, abrazándose las rodillas.
Una puerta se abrió y se cerró.
Hubo un momento de silencio y luego un grito aterrador. Una mujer se desmayó y a un hombre se le cayó el puro.
—No tienen que preocuparse, todo irá bien —dijo Twyla, tranquila—. Ella siempre gana. Todo irá bien.
Se oyeron porrazos y ruidos metálicos, después un zumbido y por fin una especie de burbujeo.
Susan volvió a abrir la puerta. El atizador estaba doblado en varios ángulos rectos. Hubo un aplauso nervioso.
—Muy bien hecho —dijo un invitado—. Muy pesicológico. Una idea inteligente, eso de doblar el atizador. Y supongo que tú ya no tienes miedo, ¿verdad, niñita?
—No —dijo Twyla.
—Muy pesicológico.
—Susan dice que no me asuste, que me enfade —dijo Twyla.
—Esto, gracias, Susan —dijo la señora Gaiter, convertida en un manojo tembloroso de nervios—. Y, esto, ahora, sir Geoffrey, si no les importa pasar a la sala… quiero decir, al salón de fumar…
Los invitados se alejaron por el pasillo. Lo último que oyó Susan antes de que se cerrara la puerta fue:
—Rematadamente convincente, la forma en que ha doblado así el atizador…
Ella esperó.
—¿Se han ido todos, Twyla?
—Sí, Susan.
—Bien. —Susan volvió a entrar en el sótano y salió arrastrando algo grande y peludo con ocho patas. Consiguió cargar con él escalera arriba y llevarlo por el otro pasillo hasta el jardín de atrás, adonde lo sacó de una patada. Se evaporaría antes del amanecer.
—Eso es lo que nosotras les hacemos a los monstruos —dijo. Twyla la observó con cautela.
—Y ahora es hora de que te vayas a la cama, muchachita —dijo Susan, cogiéndola en brazos.
—¿Puedo quedarme el atizador en mi cuarto esta noche?