Alguien está asesinando a ancianitos inofensivos en Ankh-Morpork y la Guardia de la Ciudad quiere saber quién es. También quiere saber otras muchas cosas, como quién está envenenando lentamente al patricio y dejando la ciudad sin gobierno. Y cómo lo hace. Y por qué los gólems se comportan de forma tan extraña últimammente. Y por qué todas las malditas pistas apuntan en la dirección equivocada. Y lo más inquietante de todo: cómo es posible que Nobby Nobbs (que necesita papeles firmados para demostrar que es un ser humano) esté recibiendo invitaciones para las fiestas más selectas de la ciudad. Todo un reto para el comandante Sam Vimes y su tropa multiétnica de la Guardia de Ankh-Morpork, en una historia de intriga con la que Pratchett demuestra una vez más que las investigaciones policiales en el Mundodisco siempre deparan más de una sorpresa.
Título original: Feet of Clay
* * *
Era una noche cálida de primavera cuando un puño llamó a una puerta con tanta fuerza que se doblaron los goznes.
Un hombre salió a abrir y se asomó a la calle. Venía niebla del río y la noche estaba nublada. Era como intentar mirar a través de terciopelo blanco.
Pero más tarde pensaría que había habido siluetas allí fuera, más allá de la luz que se derramaba sobre la calle. Muchas siluetas que lo observaban con cautela. Y se le ocurriría que tal vez había habido puntos de luz muy débil…
La silueta que tenía justo delante, sin embargo, era inconfundible. Era enorme y de color rojo oscuro y parecía una figura de arcilla hecha por un niño para representar a un hombre. Sus ojos eran dos ascuas.
—¿Y bien? ¿Qué quieres a estas horas de la noche?
El gólem le dio una pizarra en la que había escrito:
TENEMOS ENTENDIDO QUE QUIERE USTED UN GÓLEM.
Claro, los gólems no podían hablar, ¿verdad?
—Ja. Quererlo, sí. Poder pagarlo, no. He estado preguntando pero es un escándalo lo caros que estáis últimamente…
El gólem borró las palabras de la pizarra y escribió:
PARA USTED, CIEN DÓLARES.
—¿Eres tú el que se vende?
NO.
El gólem se hizo bruscamente a un lado. Y otro de ellos entró en la luz.
También era un gólem, el hombre pudo verlo. Pero no era como esos montones de barro de aspecto pobre que se veían de vez en cuando. Aquel resplandecía como una estatua recién bruñida, perfecto hasta el último detalle de la ropa. Le recordó a uno de los viejos retratos de los reyes de la ciudad, que eran todo pose regia y peinado imperioso. De hecho, incluso tenía una pequeña corona moldeada en la cabeza.
—¿Cien dólares? —dijo el hombre en tono receloso—. ¿Qué defecto tiene? ¿Y quién lo vende?
NINGUN DEFECTO. PERFECTO HASTA EL ÚLTIMO DETALLE. NOVENTA DÓLARES.
—Suena como si alguien quisiera quitárselo de encima a toda prisa.
GOLEM DEBE TRABAJAR. GÓLEM DEBE TENER UN AMO.
—Sí, claro, pero se cuentan historias… de que enloquecen y hacen demasiadas cosas, y todo eso.
NO ENLOQUECE. OCHENTA DOLARES.
—Parece… nuevo —dijo el hombre, dándole unos golpecitos en el pecho resplandeciente—. Pero los gólems ya no se fabrican, eso es lo que ha hecho subir los precios más allá del poder adquisitivo del pequeño empresario. —Se detuvo—. ¿Es que los vuelven a fabricar?
OCHENTA DOLARES.
—He oído que los sacerdotes prohibieron su fabricación hace años. Me podría estar metiendo en un lío de los gordos…
SETENTA DOLARES.
-¿Quién los fabrica?
SESENTA DOLARES.
—¿Se los está vendiendo a Albertson? ¿O a Spadger y Williams? Ya es lo bastante dura la competencia, y ellos tienen dinero para invertir en una fábrica nuev…
CINCUENTA DOLARES
El hombre caminó alrededor del gólem.
—Uno no puede cruzarse de brazos mientras su empresa se hunde por culpa de los recortes de precios injustos, a eso me refiero…
CUARENTA DOLARES.
—La religión está muy bien, pero ¿qué saben los benefactores de beneficios, eh? Hum… —Levantó la vista para mirar al gólem amorfo que estaba en las sombras—. ¿Acabo de ver cómo escribías «treinta dólares»?
Sí.
—Siempre me ha gustado hacer tratos con mayoristas. Espera un momento. —Fue adentro y volvió a salir con un puñado de monedas—. ¿Le vais a vender alguno a esos otros hijos de puta?
NO.
—Bien. Decidle a vuestro jefe que es un placer hacer negocios con él. Para adentro, Destellitos.
El gólem blanco entró en la fábrica. Después de mirar a un lado y al otro, el hombre entró al trote detrás de él y cerró la puerta.
Unas sombras más profundas se movieron en la oscuridad. Se oyó un leve susurro. Luego, bamboleándose ligeramente, las formas enormes y pesadas se alejaron.
Poco después, y al otro lado de una esquina, un mendigo con la mano esperanzadamente extendida para pedir limosna descubrió con asombro que acababa de volverse nada menos que treinta dólares más rico.[1]
* * *
El Mundodisco giraba sobre el resplandeciente telón de fondo del espacio, dando vueltas muy despacito sobre los lomos de los cuatro elefantes gigantes que estaban posados sobre la concha de Gran A’Tuin, la tortuga estelar. Los continentes se movían poco a poco a la deriva, coronados por sistemas climáticos que a su vez daban vueltas lentas a contracorriente, como bailarines de vals girando en sentido contrario a la rueda del baile. Mil millones de toneladas de geografía rodando lentamente por el cielo.
La gente tiende a despreciar cosas como la geografía y la meteorología, y no solamente porque esté de pie sobre la primera y la esté empapando la segunda. Es porque no tienen mucha pinta de ciencia de verdad.[2] Pero la geografía no es más que física a baja velocidad y con unos cuantos árboles clavados, y la meteorología está llena de ese caos y esa complejidad tan emocionantes y a la moda. Y el verano no es una época del año. También es un lugar. El verano es una criatura que se mueve y a la que le gusta ir al sur a pasar el invierno.
* * *
Incluso en el Mundodisco, con su diminuto sol en órbita e inclinado sobre el mundo giratorio, las estaciones se movían. En Ankh-Morpork, la más grande de sus ciudades, a la primavera la apartaba a codazos el verano, y al verano le pinchaba en la espalda el otoño.
Hablando en términos geográficos, no había muchas diferencias en el seno de la ciudad, aunque a finales de primavera la porquería que flotaba sobre el río a menudo adoptaba un bonito color verde esmeralda. La neblina primaveral se convertía en la niebla otoñal, que se mezclaba con los gases y el humo del barrio mágico y de los talleres de los alquimistas hasta que parecía cobrar una espesa y asfixiante vida propia.
Y el tiempo continuaba pasando.
* * *
La niebla otoñal hacía presión contra los cristales de las ventanas a medianoche.
* * *
Un hilo de sangre corría sobre las páginas de un volumen raro de ensayos religiosos que alguien había partido por la mitad.
Lo cual había sido innecesario, pensó el padre Tubelcek.
Pensándolo un poco más, se le ocurrió que también había sido innecesario pegarle. Pero al padre Tubelcek nunca le habían importado mucho aquellas cosas. La gente se curaba, los libros no. Extendió un brazo tembloroso e intentó reunir las páginas, pero se volvió a caer de espaldas.
La sala estaba dando vueltas.
La puerta se abrió de golpe. Unos pasos pesados hicieron crujir los tablones del suelo… o por lo menos un paso y un sonido de arrastre.
Paso. Arrastre. Paso. Arrastre.
El padre Tubelcek intentó concentrar la mirada.
– ¿ Tú? -preguntó con voz ronca.
El otro asintió.
—Recoge… los… libros.
El viejo sacerdote miró cómo el otro reunía los libros y los amontonaba cuidadosamente con unos dedos que no eran los más adecuados para la tarea.
El recién llegado cogió una pluma de entre los escombros y escribió algo meticulosamente sobre un trozo de papel, después lo enrolló y lo colocó con cuidado entre los labios del padre Tubelcek.
El sacerdote agonizante intentó sonreír.
—Nosotros no funcionamos así —balbuceó, con el pequeño cilindro moviéndose entre sus labios como un último cigarrillo—. Nosotros… hacemos… nuestras… propias… p…
La figura arrodillada se lo quedó mirando un momento y después, con mucho cuidado, se inclinó lentamente hacia delante y le cerró los ojos.
* * *
El comandante sir Samuel Vimes, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, se miró al espejo con el ceño fruncido y empezó a afeitarse.
La navaja era una espada liberadora. Afeitarse era un acto de rebelión.
Últimamente había alguien que le preparaba el baño (¡todos los días! Quién iba a pensar que la piel humana pudiera soportarlo). Alguien le dejaba la ropa preparada (¡y vaya ropa!). Alguien le hacía la comida (¡y vaya comida! Estaba ganando peso, lo sabía). Y hasta había alguien que le lustraba las botas (¡y vaya botas! Nada de suela de cartón, sino unas botas enormes y de cuero reluciente del bueno, y además de su número). Tenía gente que lo hacía prácticamente todo por él, pero había cosas que un hombre debía hacer por sí mismo, y una de ellas era afeitarse.
Sabía que aquello no le hacía mucha gracia a lady Sybil. El padre de ella jamás se había afeitado solo en la vida. Tenía un tipo que se lo hacía. Vimes solía protestar diciendo que se había pasado demasiados años pateándose las calles de noche como para que ahora le gustara que alguien blandiera un instrumento afilado junto a su cuello, pero la verdadera razón, la que no le decía a nadie, era que odiaba la idea de que el mundo se dividiera entre los afeitados y los afeitadores. Entre los que llevaban botas relucientes y los que limpiaban el barro de esas botas. Cada vez que veía que Willikins, el mayordomo, le estaba doblando la ropa, tenía que reprimir el deseo acuciante de dar una patada en el reluciente trasero del mayordomo por ser una afrenta a la dignidad humana.
La navaja se movía tranquilamente sobre la barba que le había crecido durante la noche.
El día anterior había tenido una cena oficial. Ya no se acordaba del motivo de la misma. Parecía pasarse la vida entera en aquellos eventos. Mujeres altivas con risitas maliciosas y hombres con carcajadas como rebuznos que habían estado los últimos de la fila el día que se repartían las barbillas. Y como de costumbre, había regresado a través de la ciudad sumida en la niebla sintiéndose fatal consigo mismo.
Había visto luz debajo de la puerta de la cocina, había oído conversaciones y risas y había entrado. Willikins estaba allí, en compañía del anciano que echaba carbón a la caldera, del jefe de jardineros y del chaval que limpiaba las cucharas y encendía las chimeneas. Estaban jugando a cartas. Había botellas de cerveza sobre la mesa.
Había cogido una silla y había hecho un par de bromas y había pedido que le repartieran cartas. Y ellos habían sido… hospitalarios. En cierta manera. Pero a medida que la partida avanzaba, Vimes se había dado cuenta de que el universo cristalizaba alrededor de él. Era como convertirse en una rueda dentada dentro de un reloj de cristal. Nadie se reía. Lo llamaban «señor» y no paraban de carraspear. Todo era muy… cuidadoso.
Por fin había murmurado una excusa y había salido dando tumbos. A medio camino por el pasillo le había parecido oír un comentario seguido de… bueno, tal vez solamente fuera una risilla común. Pero podría haber sido una risilla sardónica.
La navaja circunnavegó la nariz con cuidado.
Ja. Hacía un par de años, alguien como Willikins solamente le habría dejado entrar en la cocina a regañadientes. Y le habría hecho quitarse las botas.
«Así que esta es tu vida ahora, comandante sir Samuel Vimes. Un poli arribista para los pijos y un pijo para los demás, ¿eh?»
Miró su reflejo con el ceño fruncido.
Era cierto que había empezado su vida en el arroyo. Y ahora estaba comiendo carne tres veces al día, tenía unas botas buenas, una cama caliente por las noches y, ahora que lo pensaba, también una esposa. La buena de Sybil… era cierto que últimamente tenía tendencia a hablar de cortinas todo el tiempo, pero el sargento Colon le había dicho que aquello les pasaba a todas las mujeres casadas y que era una cosa biológica y perfectamente normal.
La verdad era que había sentido bastante apego por sus viejas botas baratas. Las suelas eran tan finas que podía leer las calles con ellas. Llegó un punto en que podía saber dónde estaba en plena noche solamente gracias al tacto del empedrado. Ah, vaya…