A Marta, Javi y Julen,
que siempre encuentran el camino
Abro los ojos y ¿qué veo?
Una cara. Dos ojos negros, fijos, sin brillo.
Un hombre me mira, quieto, en el suelo.
¿Está muerto?
Ese hombre y yo estamos tumbados sobre un frío suelo de hormigón, a un metro de distancia el uno del otro. Eso es todo lo que pasa en ese momento. Yo tumbado. Él tumbado. Ambos apoyados de lado y mirándonos fijamente.
—Hola —le digo.
El tipo no se mueve. Ni parpadea. Tiene una mirada retadora, un poco petulante, como si estuviera a punto de decir: «¡Eh! ¿Y tú qué miras, idiota?»… Solo que no va a decir nada, ni ahora, ni en un millón de años. Porque está muerto. El hombre que tengo frente a mí está muerto. Nadie se pasa tanto tiempo sin pestañear, o con la boca abierta.
Un leve resplandor se cuela desde alguna parte. Se oyen pájaros, el rumor de una carretera con poco tráfico. ¿Qué hora es? ¿Qué ha ocurrido?
Me siento despertar de un sueño muy profundo. Todo acontece dentro de una niebla irreal y fantástica.
Miro a esa cara muerta. Tengo la sensación de haberla visto antes. ¿Dónde?
Pero estoy cansado, me pueden las ganas de dormir. Cierro los ojos otra vez.
Sueño con un día soleado. La fragancia inconfundible de la hierba recién segada se funde con el olor del gasoil. Estoy cortando el césped. Mi segadora Outils Wolf va devorando hierba y creando una perfecta planicie de color verde esmeralda. El motor ruge y el jardín es una dulce mezcla de aromas. ¿Es mi casa? No… Yo no vivo ahí. Esa es la casa de un cliente. Soy jardinero, claro. Me dedico a cortar hierba, podar setos y otras tareas de mantenimiento en esos preciosos miniparaísos que pertenecen a gente a la que le sobra el dinero y le falta el tiempo.
—¡Eh, Álex!
Álex. Ese es mi nombre. Y el que lo grita es un tipo alto, rubio, guapo, vestido con unos pantalones de kickboxing color pistacho y una camiseta de The Killers.
El tipo guapo (es un actor conocido, pero ¿cómo se llama?) viene caminando descalzo desde su chalé de una sola planta con tejado de pizarra, enclavado en una suave loma en el centro del valle. Habla con alguien por teléfono y me hace señas para que me detenga. Parece que quiere decirme algo, pero después, cuando abre la boca, no puedo escuchar nada.
Me despierto. No sé cuánto tiempo he pasado durmiendo, pero ahora hay más luz. Está amaneciendo y yo sigo allí, en esa especie de nave en ruinas.
El muerto también está ahí. Eso no era ningún sueño. Le observo. Barba negra, no muy cuidada. Pelo castaño, largo, con grandes vetas canosas. ¿Cincuenta años? Por ahí. Gafitas redondas, ligeramente descolocadas sobre la nariz. Ojos negros, coronados con cejas espesas que parecen cepillos.
Mientras le miro, me percato de una gruesa mancha de sangre que le recorre la frente, muy pegada al cuero cabelludo. Le han abierto la cabeza. A ese tío lo han matado.
Comienzo a darme cuenta de la situación.
Quiero saber dónde estoy. Giro el cuello y entonces siento un dolor agudo en la base del cráneo. Ese tipo de dolor que te avisa: «No sigas por ahí…». Así que dejo de moverme. Dicen que si te rompes la crisma, es mejor quedarse quieto. ¿Me han golpeado a mí también? Pero ¿qué ha pasado?
Intento recordar algo. ¿Ha sido un ataque terrorista, tal vez? Me vienen a la mente esas terribles escenas de Francia y los terroristas islámicos. Pero allí no parece haber nadie más que nosotros dos. Es una especie de pabellón industrial abandonado, lleno de cascotes y con las ventanas rotas.
Cierro los ojos. Trato de rebobinar la memoria. Es como esas veces que abres los ojos en medio de la noche y no sabes dónde estás. Esperas un poco y la información se va reconstruyendo ante ti. «Ah, estoy en tal sitio. Esta es la habitación del hotel cual. Todo encaja, vuelve a dormir.»
Pero es que mis tal y cual no regresan a mí. No recuerdo por qué estoy allí. No logro encontrar ni un hilo del que tirar, nada que pueda explicarme esa situación.
¿Qué es lo último que recuerdo? Hago un esfuerzo por encontrar algo «ahí atrás» y lo primero que me llega es una imagen. Un lugar precioso, entre las montañas…
Estábamos en el jardín de Koldo y Leire, haciendo un pícnic. Leire había dispuesto unas mantas sobre el césped y nos hablaba de ellas.
—Impermeables por debajo, suaves como un osito por arriba. Las compramos cuando vivíamos en Holanda, allí saben mucho de suelos húmedos.
El césped estaba muy bien recortado. Koldo se había pillado uno de esos robots cortacéspedes y se había tirado casi media hora hablándome de sus virtudes en el garaje de la casa. Yo me suelo aburrir bastante con esas cosas; sin embargo, aquel tema me interesaba a un nivel profesional. Si esos robots comenzaban a proliferar, mi trabajo tendría los días contados.
Pasábamos una tarde muy agradable, bebiendo vino y comiendo panecillos con paté y mermelada casera, mientras los niños de Leire y Koldo correteaban por el jardín. Cuando ya parecía que no nos cabía un gramo más de comida, Leire trajo un termo de café con leche y un bizcocho.
—Tienes que probarlo, Álex —me dijo Erin—. Leire es la reina de los bizcochos.
Desde que nacieron los gemelos, Leire disfrutaba de dos años sabáticos «de crianza». Se dedicaba solo a ser madre, pero con la ayuda de sus suegros. Así que podía ir a nadar todos los días y tenía tiempo para leerse un libro por semana. Estábamos hablando de eso, de lo feliz que era en su excedencia de la agobiante consultoría en la que trabajaba, cuando salió el tema de los bebés. Erin opinaba que Leire era el modelo de comportamiento. Ella también se cogería un año completo «en cuanto tuviésemos un bebé».
Yo me quedé helado al oír eso. «¿Un bebé?»
—Entonces Álex se convertirá en el ganapanes familiar —bromeó Koldo—. ¿Qué te parece eso?
Miré a Erin y ella me miró a mí y se rio. Leire también se rio. Fue como si las hubiera pillado hablando de un secreto. Me giré hacia Koldo:
—Me parece que tendré que romper tu robot.
Después, sobre las seis y media, comenzó a hacer frío y Leire propuso que pasáramos dentro. Había hecho un gran día para ser octubre, un día casi de verano, pero «esto es el Cantábrico», recordó Leire. Así que recogimos los bártulos y entramos en la casa. Una casa de madera, dos plantas, muchísimo espacio. Cada uno de los gemelos tenía su propia habitación, tan grande como el salón de cualquier apartamento de la ciudad. Y el salón tenía unas inmensas cristaleras esquinadas desde las que se podía contemplar el mar.
Estuvimos hablando de la casa un rato. Koldo trabaja en el estudio de arquitectura del padre de Erin y le encanta hablar de esos temas. Que si este material para conservar mejor el calor, que si el suelo geotérmico, que si el aislamiento de micropartículas de carbono… Las chicas se abrieron un vino y Leire dijo que era hora de bañar a los pequeños.
—¿Por qué no acompañas a Koldo, Álex? —dijeron entre risas—. Así vas aprendiendo.
«Otra vez ese rollo del bebé —pensé yo—, ¿qué se proponen?»
Ahí está mi último recuerdo. La casa de Koldo y Leire. Erin y eso de tener un bebé. Nada más. Ni siquiera sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. ¿Un día? ¿Dos años? ¿Cómo he llegado a este lugar? ¿Qué hace este hombre muerto a mi lado?
Tengo que moverme. Tengo que encontrar mi móvil y pedir ayuda.
Estoy de costado, la mano izquierda atrapada bajo mi cadera, en una postura curiosa cuando menos. Supongo que me he caído y me he quedado en esa posición. Hago fuerza con el codo y me vuelco suavemente sobre la espalda. Al hacerlo, vuelvo a notar ese dolor en la nuca, que se irradia por toda la parte trasera de mi cabeza.
Me quedo mirando boca arriba. Ahora tengo un buen ángulo de visión y observo a mi alrededor. Un pabellón muy alto, de hormigón armado sucio, con un estilo arquitectónico antiguo. Hay cuadros de ventanas a los lados. Ventanas de marco de acero, con pequeños cristales, algunos de ellos rotos. El estilo de ventana de almacén o fábrica antigua. «Espera un segundo —me digo—. Yo conozco este sitio. Claro que lo conozco. Es la vieja fábrica Kössler.»
Voy a intentar levantarme. Mi otro brazo, el que lleva extendido todo el tiempo, se mueve y entonces me doy cuenta de otra cosa. Cerca de mi mano hay un trozo de piedra. Un trozo bastante grande y con forma triangular. Una de sus puntas está empapada en sangre.
Me siento y cojo esa piedra. La miro. Es un triángulo de granito. Llevo un dedo hasta esa punta manchada de rojo. Es sangre fresca.
Suelto la piedra. Miro al hombre muerto a un metro de mí.
Ya no tengo tanta prisa por llamar a nadie.
I
LA MENTIRA
1
Alguien me dijo que había tenido un accidente. Recuerdo ver un montón de aparatos vibrando en las paredes de una ambulancia y dos enfermeros de la DYA a cada lado. «Has tenido un accidente —me dijeron—. Pero estás bien.»
Las imágenes vienen y van. Recuerdo que llegamos a un hospital por la entrada de urgencias. Una camilla y voces de gente. Una enfermera me pinchó algo. Un médico me hizo preguntas que no supe responder —«¿Qué ha pasado?» «¿Puedes seguir el dedo con la mirada?»—, así que cerré los ojos y tuve sueños. Tuve un montón de sueños. Tuve ocho temporadas de sueños lo menos.
En uno de ellos, estaba tumbado junto a mi madre, en una cama del hospital. Yo la llamaba pero ella no respondía. Estaba viva, ¿es que al final encontraron un tratamiento para ella? Al cabo de un rato, mi madre me miraba y me preguntaba quién era yo. «Soy tu hijo, Álex. ¿Es que no me recuerdas?» Un doctor —que curiosamente era el dentista al que iba de niño— me explicaba que el tratamiento experimental conllevaba una suerte de lobotomización del paciente. A cambio de aumentar su esperanza de vida, perdía toda su memoria. Bueno, al menos en mi sueño, aquello no parecía tan grave.
Me despertaba y veía más doctores. Gente conocida. Mi abuelo, Dana, Erin, su madre. Alguien les decía que «no es exactamente un coma, pero hay que ver la evolución». Después oía más conversaciones. «Seguro que iba hablando por el móvil.» ¿A qué se referían? «Ha dado negativo en alcoholemia.»
Alguien mandaba salir a todo el mundo. Había ruido en alguna parte. Un escáner fotografiándome la cabeza. «No creo que se vaya a despertar», decía alguien. Volvía a dormirme.
En otro de mis sueños aparecía mi abuelo Jon Garaikoa. Un recuerdo en cinemascope y con Dolby Surround intracraneal. Yo era un niño. Me había clavado un anzuelo en la pierna mientras intentaba pescar en el puerto de Ilumbe. Mi abuelo me decía que tendría que empujar el anzuelo hasta que saliera por el otro lado y después le cortaría la cabeza con un alicate.
«Cierra los ojos, Álex. Esto te va a doler.»
Alguien me clavaba algo, pero podría ser una jeringuilla. Entonces veía a ese hombre de la fábrica. El barbudo de los ojos negros —«Ya está, has sido un valiente»—, que me hablaba sin parar, muy rápido, pero yo era incapaz de entender nada. Estábamos en una fiesta. Sonaba Chet Baker. Un gran salón, muy elegante, lleno de gente. La espalda desnuda, sexy, de una conejita pelirroja era lo último que veía antes de que mi mente se diluyese como un terrón de azúcar en un vaso de leche caliente.
2
Después supe que había pasado más de veinticuatro horas en un estado cercano al coma. No se temió por mi vida, pero mi letargo llegó a mosquear a los médicos y estuve conectado a algunos ordenadores muy potentes que registraban cada pestañeo, latido o pedo que mi cuerpo emitía. Fui despertándome de manera muy paulatina, todavía en esa mezcla entre sueños y realidad.
Erin se encontraba a mi lado durante todo ese tiempo. La veía hablándome, cogiéndome de la mano, besándome. Yo intentaba preguntarle algo. «¿Qué ha ocurrido? ¿Volveré a andar?» Pero estaba sedado y no tenía fuerzas para hablar. Me dormía y soñaba con cosas extrañas. Una fiesta en la que sonaba Chet Baker y donde había animales vestidos de traje y corbata. Fuese lo que fuese lo que me habían inyectado, era un producto de primera.
Cuando finalmente desperté de esa especie de odisea de sedantes, amnesia y pesadillas, Erin estaba allí, hablando por teléfono junto a una ventana.
—No, al final le he pedido a Gurutze que me sustituya. Por lo menos el lunes. Quizá también el martes…
Supongo que hablaba de su colegio. Erin trabajaba en una escuela. Era maestra. Le había costado encontrar su verdadera vocación, así que a los veintinueve todavía era bastante novata.