Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Para Babs

Una interrupción

Antonia Scott sólo se permite pensar en el suicidio tres minutos al día.

Para otras personas, tres minutos pueden ser un período minúsculo de tiempo.

No para Antonia. Diríamos que su mente lleva muchos caballos debajo del capó, pero la cabeza de Antonia no es como el motor de un deportivo. Diríamos que es capaz de muchos ciclos de procesamiento, pero la mente de Antonia no es como un ordenador.

La mente de Antonia Scott es más bien como una jungla, una jungla llena de monos que saltan a toda velocidad de liana en liana llevando cosas. Muchos monos y muchas cosas, cruzándose en el aire y enseñándose los colmillos.

Por eso en tres minutos —con los ojos cerrados, sentada en el suelo con los pies descalzos y las piernas cruzadas— Antonia es capaz de:

– calcular la velocidad a la que impactaría su cuerpo contra el suelo si saltara desde la ventana que tiene enfrente;

– la cantidad de miligramos de Propofol necesarios para un sueño eterno;

– el tiempo y la temperatura a la que tendría que estar sumergida en un lago helado para que la hipotermia imposibilitara los latidos de su corazón.

Planea cómo conseguir una sustancia controlada como el Propofol (sobornando a un enfermero) y saber dónde está el lago helado más cercano en esa época del año (Laguna Negra, Soria). Sobre saltar desde su ático prefiere no pensar, porque el ventanuco es bastante estrecho y ella sospecha que la comida repugnante que le sirven en la cafetería del hospital está yendo directa a sus caderas.

Los tres minutos en los que piensa cómo matarse son sus tres minutos.

Son sagrados.

Son lo que la mantiene cuerda.

Por eso no le gusta nada, nada, cuando unos pasos desconocidos, tres pisos más abajo, interrumpen el ritual.

No es ninguno de los vecinos, reconocería la manera de subir las escaleras. Tampoco un mensajero, es domingo.

Sea quien sea, Antonia está segura de que viene a buscarla. Y eso le gusta aún menos.

PRIMERA PARTE
JON

—En mi país —jadeó Alicia—,
cuando se corre tan rápido
como lo hemos estado haciendo
y durante algún tiempo,
se suele llegar a alguna otra parte…

—¡Un país bastante lento!
—replicó la Reina—.
Aquí hace falta correr
todo cuanto una pueda
para permanecer en el mismo sitio.
Si se quiere llegar a otra parte
hay que correr por lo menos
dos veces más rápido.

LEWIS CARROL, Alicia en el país de las maravillas

La reina roja

1
Un encargo

A Jon Gutiérrez no le gustan las escaleras.

No es una cuestión de estética. Son antiguas (el edificio es de 1901, se ha fijado al entrar), crujen y están hundidas por el centro después de ciento diecinueve años de uso, pero son firmes, están bien cuidadas y barnizadas.

Hay poca luz, y las bombillas de 30W que cuelgan del techo sólo sirven para hacer las sombras más densas. Por debajo de las puertas, a medida que va subiendo, se escapan voces extranjeras, olores exóticos, músicas extrañas de extraños instrumentos. Al fin y al cabo, estamos en Lavapiés, es domingo por la tarde y se acerca la hora de cenar.

Nada de todo esto le molesta a Jon de las escaleras, porque Jon está acostumbrado a lidiar con cosas del siglo pasado (vive con su madre), con lugares oscuros (es gay) y ciudadanos extranjeros de ingresos dudosos y en dudosa situación (es inspector de policía).

Lo que a Jon Gutiérrez le jode de las escaleras es tener que subirlas.

Malditos edificios antiguos, piensa Jon. Sin sitio para instalar ascensores. Esto en Bilbao no pasa.

No es que Jon esté gordo. Al menos, no tan gordo como para que el comisario le llame la atención. El inspector Gutiérrez tiene un torso en forma de barril, y dos brazos a juego. En el interior, aunque no se aprecie, hay músculos de harrijasotzaile. Levantar 293 kilos es su propio récord, nada menos, y eso sin entrenar mucho, por puro hobby. Por echar la mañana del sábado. Por que no le toquen los huevos los compañeros, a cuenta de ser marica. Que Bilbao es Bilbao y los polis son polis, y muchos tienen la mentalidad más antigua que estas puñeteras escaleras centenarias que Jon asciende con tanta dificultad.

No, Jon no está tan gordo como para que su jefe le regañe, y el comisario tiene mejores motivos por los que echarle la bronca, además. Para echarle la bronca y para echarle del cuerpo. De hecho, Jon está suspendido de empleo y sueldo, oficialmente.

No está tan gordo, pero el barril de su torso está montado sobre dos piernas que, por comparación, parecen palillos de dientes. Así que nadie en su sano juicio llamaría a Jon un tipo ágil.

A la altura del tercero, Jon descubre una maravilla inventada por los ancestros: un descansillo. Es una humilde tabla con forma de cuarto de círculo clavada contra una esquina en el rellano. A Jon le parece el paraíso, y se deja caer sobre ella. Para recuperar el aliento, para prepararse para un encuentro que no le apetece nada en absoluto y para reflexionar sobre cómo demonios se ha podido ir su vida a la mierda tan rápido.

En menudo lío estoy metido, piensa.

2
Un flashback

—… un lío de cojones, inspector Gutiérrez —concluye la frase el comisario. Tiene la cara de color bogavante, y respira como una olla a presión.

Estamos en Bilbao, en la comisaría de la Policía Nacional de la calle Gordóniz, el día antes de que Jon se enfrente a seis pisos de escaleras en el barrio de Lavapiés, en Madrid. Por ahora a lo que se está enfrentando es a sendos delitos de falsedad documental, alteración de pruebas, obstrucción a la justicia y deslealtad profesional. Y a una pena de cuatro a seis años de cárcel.

—Si el fiscal se encabrona puede pedir hasta diez años. Y el juez tan contento, te los carga. Porque a nadie le gustan los policías corruptos —dice el comisario, pegando una palmada encima de la mesa de acero. Están en la sala de los interrogatorios, que es un sitio en el que a nadie le apetece entrar como invitado de honor. El inspector Gutiérrez está recibiendo el paquete premium: la calefacción alta en ese puntito confortable entre el calor asfixiante y la muerte por sofocación, las luces fuertes, la garrafa de agua vacía, pero a la vista.

—No soy corrupto —dice Jon, resistiendo la tentación de aflojarse la corbata—. Nunca me he metido un céntimo en el bolsillo.

—Como si eso importara. ¿En qué carajo estabas pensando?

Jon estaba pensando en Desiree Gómez, alias la Desi, alias la Brillos. Desi tiene diecinueve años mal cumplidos, y ya lleva tres en la calle. Pateándola, durmiéndola, metiéndosela en la vena. Muñequita de salón, tanguita de serpiente. Nada que Jon no haya visto antes. Pero algunas de estas chicas se te cuelan en el corazón sin saber tú cómo, y de pronto todo es una canción de Sabina. Nada serio. Una sonrisa, un invitarla a un café a las seis y nunca de la mañana. Y de pronto te importa que el chulo la infle a hostias. Y hablas con el chulo, a ver si para. Y el chulo no para, porque en el cerebro le faltan tantas piezas como en la dentadura. Y ella te llora, y tú te vas calentando. Y antes de que te quieras dar cuenta le has plantado en el coche cuarto y mitad de caballo. Lo justo para que le caigan de seis a nueve años.

—No estaba pensando en nada —contesta Jon.

El comisario se pasa la mano por la cara, se la frota como si quisiera borrar su expresión de incredulidad. No funciona.

—A ver, si al menos te la estuvieras tirando, Gutiérrez. Pero a ti no te van las mujeres, ¿no? ¿O ahora pescas en las dos aceras?

Jon niega con la cabeza.

—Si el plan no era malo —ironiza el comisario—. Quitar a esa basura de la calle era una idea cojonuda. Trescientos setenta y cinco gramos de heroína, directo al penal. Sin atenuantes, ni historias. Sin molestos trámites.

El plan era estupendo. El problema fue que le pareció tan bueno que se le ocurrió contárselo a la Desi. Para que supiera que ese ojo morado y esos cardenales y esa costilla fisurada iban a ser los últimos. Y a la Desi, cocidita de jaco, le dio pena su chulo, pobre. Y se lo contó. Y el chulo instaló a la Desi en una esquina, pero escondida y grabando con el móvil. Y el vídeo se lo vendieron a la Sexta por trescientos euros —que me lo quitan de las manos—, al día siguiente de la detención del chulo por narcotráfico. Y se lio bien gorda. Portada en todos los periódicos, el vídeo en todos los informativos.

—Yo no sabía que me estaban grabando, comisario —dice Jon, avergonzado. Se rasca el pelo, ondulado y tirando a pelirrojo. Se mesa la barba, espesa y tirando a cana.

Y recuerda.

La Desi tenía un pulso de mierda y un encuadre nefasto, pero grabó lo suficiente. Y la carita de muñeca daba muy bien en los platós. Interpretaba de Oscar el papel de novia de un inocente inculpado injustamente por la policía. Al chulo no lo sacaban en los programas de por la tarde ni en las tertulias de la noche con su aspecto actual —camiseta sobaquera, dientes marrones—. No, ponían una foto de hace diez años, con la primera comunión aún sin digerir. Un angelito desviado, la sociedad es la culpable, todo ese rollo.

—Has dejado la reputación de esta comisaría por los suelos, Gutiérrez. Hay que ser imbécil. Imbécil e inocente. ¿De verdad no te olías lo que pasaba?

Jon niega por segunda vez con la cabeza.

Se enteró del asunto porque el vídeo le llegó al WhatsApp, entre meme y meme. Había tardado menos de dos horas en hacerse viral en todo el país. Jon se presentó de inmediato en la comisaría, donde el fiscal ya estaba pidiendo a gritos su cabeza, con los testículos de guarnición.

—Lo siento, comisario.

—Y más que lo vas a sentir.

El comisario se levanta, resoplando, y sale de la habitación propulsado por su justa indignación. Como si él no hubiera retocado pruebas nunca, estirado el Código Penal o hecho una trampita aquí y otra allá. Presuntamente. Lo que no había sido era tan tonto como para que le pillaran.

A Jon le dejan tiempo para que se cueza en su propio jugo. Le han quitado el reloj y el móvil, procedimiento estándar para que pierda la noción del tiempo. El resto de objetos personales están en un sobre. Sin nada con lo que entretenerse, las horas pasan muy despacio, dejándole bastante hueco para torturarse por su estupidez. Con el juicio mediático perdido, ya sólo le queda preguntarse cuántos años tendrá que chuparse en Basauri. Un sitio donde le esperarán unos cuantos amigos con los puños apretados y muchas ganas de pillar —tres contra uno— al poli que les alojó allí. O quizás le manden más lejos para protegerle, a algún sitio donde su amatxo no podrá ir a visitarle. Ni llevarle una tartera con sus famosas cocochas de los domingos. Nueve años, a cincuenta domingos por año, le salen cuatrocientos cincuenta domingos sin cocochas. A bulto. Mucho castigo le parece. Y su amatxo ya es mayor. Que le tuvo a los veintisiete, casi virgen del todo, como Dios manda. Y ahora él con cuarenta y tres y ella con setenta. Cuando Jon salga ya no estará amatxo para hacer cocochas. Si es que la noticia no la mata del susto. Ya se lo habrá contado la del 2.º B, menuda lagarta, lengua bífida, pues anda la que montó con lo de los geranios.

Pasan cinco horas, aunque a Jon le parecen cincuenta. Nunca ha sido de quedarse muy quieto en un sitio, así que el futuro entre rejas se le antoja imposible. No piensa en matarse, porque Jon valora la vida por encima de todo y es un optimista irredento. De esos de los que Dios se ríe con más ganas cuando les deja caer encima una tonelada de ladrillos. Pero tampoco encuentra modo alguno de escurrirse fuera de la soga que él mismo se ha colocado al cuello.

Jon está inmerso en estos negros pensamientos cuando se abre la puerta. Espera ver de nuevo al comisario, pero en su lugar hay un hombre alto y delgado. Cuarentón, moreno, de entradas pronunciadas, bigote recortado fino y ojos de muñeca, que parecen más pintados que reales. Traje arrugado. Maletín. Caros.

Sonríe. Mala señal.

—¿Es usted el fiscal? —pregunta Jon, extrañado.

No le ha visto nunca, y sin embargo el desconocido parece encontrarse como en casa. Aparta una de las sillas de acero, que arranca un chillido del cemento, y se sienta al otro lado de la mesa, sin dejar de sonreír. Saca unos papeles del maletín y los estudia como si Jon no estuviera a menos de un metro de él.

—Que si es usted el fiscal —insiste Jon.

—Mmmm… No. No soy el fiscal.