¡Jinetes del mundo incógnito!
¿Qué es esto? ¿Un sueño? ¿Un mito?
La Tierra en espera de un milagro,
aterida ahoga su grito.
Primera parte: «Nubes» rosadas
Capítulo 1 – Catástrofe
La nieve estaba suave y blanda, diferente por completo de aquella neviza cristalina y dura, como el esmeril, del desierto polar. El verano antártico y la suave y alegre helada que ni las orejas pinchaba, creaban una ilusión de paseo turístico. En los lugares donde, en invierno, ni los esquíes de los aviones podían desprenderse de los frigidísimos cristales de la nieve, nuestro cruzanieves de 35 toneladas corría como un «Volga» por la autopista anular de Moscú. Vanó conducía el aparato de un modo artístico, no se detenía ni ante las dudosas ondulaciones del hielo.
—Sin temeridad, Vanó —le gritó Zernov desde el puesto de mando—: Pueden aparecer grietas.
—¿Dónde, mi querido? —inquirió incrédulo Vanó mirando con atención a través de las gafas negras hacia el haz de luz deslumbrante que se infiltraba en la cabina por la escotilla delantera. ¿Acaso es esto un camino? Más bien es la avenida Rustaveli. ¿Lo dudan? ¿No han estado nunca en Tbilisi? Está más que claro. Para mí también.
Salí del compartimiento de radio, me senté en una sillita plegable cerca de Vanó y, sin saber por qué, eché una mirada hacia la mesita del salón donde Anatoli Diachuk hacía sus resúmenes meteorológicos. No debería haberlo hecho.
—Estamos en presencia del nacimiento de un nuevo chofer aficionado —dijo y sonrió socarronamente—. Ahora el cinógrafo le pedirá a Vanó el volante.
—¿Sabes lo que quiere decir la palabra cinógrafo? —le pregunté irónicamente.
—Yo sólo he combinado científicamente tus dos especialidades: camarógrafo y mecánico de cine.
—Idiota. Cinografía es la ciencia que trata de los perros.
—Siendo así, corrijo un error terminológico.
Y por cuanto no contesté, él continuó:
—La vanidad te arruinará, Yuri. Miren qué tipo más raro es éste; tiene dos profesiones y todavía cree que es poco.
Cada uno de los participantes en la expedición dominaba dos y tres profesiones. Zernov podía reemplazar al geofísico y al sismólogo, pese a que su especialidad básica era la de glaciólogo. Anatoli tenía las obligaciones de meteorólogo, enfermero y cocinero de a bordo. Vanó era mecánico y chofer del cruzanieves gigante, construido especialmente para las regiones polares y podía además reparar todo, desde una oruga rota hasta una estufa eléctrica. Yo, por mi parte, tenía a mi cargo, además de la cámara de filmar y de proyección, el compartimiento de radio. Pero lo que me empujaba hacia Vanó no era el deseo vanidoso de aumentar el bagaje de conocimientos de otra profesión, sino el amor que profesaba a este aparato llamado «Jarkovchanka».
Cuando lo vi por primera vez desde el avión, me pareció un dragón de los cuentos infantiles; empero, más cerca, al observar sus anchas patas-orugas que sobresalían más de un metro por delante del fuselaje y sus grandes ojos cuadrados de las escotillas, me dio la impresión de que estaba ante la obra de seres de un planeta extraño y remoto. Yo, que sabía conducir autos y camiones, ya había probado el cruzanieves con el permiso de Vanó, sobre la orilla helada de la estación antártica soviética Mirni. Ayer no quise arriesgarme: el día estaba nublado y ventoso; hoy, en cambio, la mañana me sedujo con su transparencia cristalina.
—Cédeme el volante, Vanó —pedí con los dientes apretados y sin mirar hacia los lados—. Por media horita.
Vanó empezaba ya a levantarse, pero fue detenido por la voz imperiosa de Zernov:
—Nada de pruebas con el volante, Vanó, usted responderá por cualquier desperfecto en el aparato. Usted, Anojin, mejor sería que se pusiera las gafas.
Al oír su voz imperiosa, me sometí en el acto: Zernov era el jefe de la expedición y poseía un carácter inflexible; además, no dejaba de ser peligroso mirar sin gafas protectoras las miríadas de chispas encendidas por el sol helado en el valle de nieve que solo en el horizonte se ensombrecía, identificándose con el ultramarino blancuzco del firmamento. Cerca de nosotros, hasta el aire parecía resplandecer al vestirse de color blanco.
—Anojin, mire hacia la izquierda —continuó Zernov—, mejor por la escotilla lateral. ¿Nada le desconcierta?
A nuestra izquierda, a unos cincuenta metros, se levantaba una pared de hielo completamente vertical. Esta era más alta que todos los edificios que conocía. Ni los rascacielos de Nueva York podían alcanzar su orladura esponjosa superior. Fulgurando intermitentemente como una cinta de polvo diamantino, se ensombrecía hacia abajo, donde la nieve laminada se congelaba en la neviza sombría y dura. Más abajo aún, una falla de hielo, como cortada por un cuchillo gigantesco, caía perpendicularmente, reflejando, cual espejo, el azul del firmamento taciturno que se extendía sobre nuestras cabezas. En la base de esta pared, el viento acumulaba una orladura de nieve de dos metros de altura tan suave como la que descansaba sobre su cima. La pared se prolongaba ilimitada y continuamente, hasta perderse en la lejanía nívea. Daba la impresión de que gigantes poderosos de los cuentos de hadas levantaron aquí esta fortaleza fantástica para proteger o para amenazar a alguien. Pero, pese a las variadas formas y figuras del hielo antártico, éste ya no asombra a nadie. Así le respondí a Zernov, pensando intrigado, que era lo atractivo de esto para un glaciólogo.
—Esta es una meseta de hielo, Boris Arkádievich. Quizás sea un glaciar que se desliza en dirección al océano. ¿No es así?
—¡Qué veterano! —dijo sonriendo Zernov, insinuando que era mi segunda visita al Polo Sur—. ¿Por qué dice usted que este glaciar se desliza en dirección al océano? ¿No sabe Usted que estamos en el interior del continente y muy lejos del océano? —Hizo silencio y luego, pensativo, agregó—: Deténgase, Vanó. Veamos esto más de cerca. Es un fenómeno bastante interesante. Vístanse, compañeros, y que no se le ocurra a nadie salir corriendo sin suéter.
De cerca, la pared resultó ser más hermosa: era una lámina azul increíblemente bella, un pedazo de cielo cortado hasta el horizonte. Zernov hizo mutis, como si la majestuosidad del espectáculo o su incomprensión le hubiesen aplastado. Miró prolongadamente la orladura nevada en la cresta de la pared; después, hundiéndonos en la incertidumbre, observó el suelo bajo las plantas de sus pies, pisoteó la nieve y la pateó hacia los lados. Nosotros le contemplábamos sin poder desentrañar la inquietud que le dominaba.
—Presten atención a la nieve que yace bajo nuestras plantas —dijo de pronto.
Pisoteamos la nieve, como él, y descubrimos que bajo la fina capa de ésta descansaba una capa dura de hielo.
—Esto es una pista de patinar —afirmó Diachuk—. Es un plano ideal que construyó el propio Euclides.
Pero Zernov no bromeaba.
—Estamos sobre hielo —continuó pensativo—. La nieve no tiene más de dos centímetros de espesor. Pero observen que sobre la pared tiene muchos metros. ¿Y por qué? Aquí hay un mismo clima, azotan vientos afines y existen las mismas condiciones para la acumulación de nieve. ¿Tienen ustedes algunas conjeturas?
Nadie respondió. Zernov continuó razonando.
—La estructura del hielo, por lo visto, es la misma, así como la superficie. Yo tengo la impresión de que éste es un corte artificial. Y si quitáramos esta fina capa de nieve que descansa bajo nuestros pies, encontraríamos el mismo corte. Pero esto es absurdo.
—Todo es absurdo en el reinado de la Reina de las Nieves —afirmé en tono aleccionador.
—¿Por qué dices reina y no rey? —inquirió Vanó.
—Anatoli, explícaselo —rogué—. Tú eres, pues, especialista en mapas. ¿Qué tenemos cerca? La tierra de la reina María. ¿Y más lejos? La de la reina Maud. ¿Y en la otra dirección? La de la reina Victoria.
—Simplemente, Victoria —corrigió Anatoli.
—Ella era reina de Inglaterra, erudito del Instituto de los pronósticos. A propósito de los pronósticos, ¿no fue en esta pared donde la Reina de las Nieves jugó con Kai? ¿No fue aquí donde él cortó los cubitos de hielo y los colocó formando la palabra «eternidad»?
Diachuk se puso en guardia, sospechando que le tomaban el pelo.
—¿Quién es ese Kai?
—¡Oh, dios mío! —exclamé—. ¡Por qué Hans Christian Andersen no pronosticaba el tiempo! ¿Sabes en qué consiste la diferencia entre él y tú? En el color de la sangre: la sangre de él era azul.
—Azul la tienen los pulpos.
Zernov no nos escuchaba.
—¿Estamos aproximadamente en la misma región? —inquirió de improviso.
—¿En qué región, Boris Arkádievich?
—¿En la región donde los norteamericanos observaron aquellas nubes?
—No. Estamos bastante alejados hacia el occidente —aseveró Diachuk—. Yo lo comprobé en los mapas.
—Yo dije, «aproximadamente». Las nubes corrientemente se mueven de sitio.
—Los patos también —señaló Anatoli riéndose.
—¿No me cree usted, Diachuk?
—No, naturalmente. Da hasta risa: «no son cúmulos ni cirros». A propósito, ahora no hay ninguna nube —apuntó él mirando al cielo despejado—. ¿O quizás son orográficas? «Estas son semejantes a lentes desgastados por la parte superior y de un color rosado. Pero no es el rosado que aparece por el reflejo del sol, sino un rosado intenso, fuerte, como el de una jalea de frambuesas. Se encuentran a menos altura que los cúmulos y se ignora si son sacos inflados de aire o dirigibles no controlados». ¡Disparates!
Se trataba de unas nubes misteriosas de color rosado cuya aparición habían difundido por la radio de MacMurdo los miembros de la expedición invernal norteamericana. Unas nubes, parecidas a dirigibles rosados, habían pasado sobre la isla Ross. Fueron divisadas sobre la tierra Adelia y en la región del glaciar Shackleton. Un piloto norteamericano dio con ellas a trescientos kilómetros de la estación Mirni. Nikolái Samóilov recibió el radiograma, al cual el radioperador del avión añadió por su propia cuenta: «Las acabo de ver con mis propios ojos. ¡Diablos! ¡Corrían por el cielo como los cerditos de Walt Disney!»
Pero esta información sobre las nubes rosadas no tuvo gran resonancia en la sala de Mirni. Las réplicas escépticas se oían con más frecuencia que las objeciones de contenido serio. A la sazón, Zhora Bruk, el rey de las bromas, atacó al sismólogo veterano, quien era bastante flemático:
—¿Ha oído hablar de los platillos volantes?
—Sí, ¿y qué?
—¿Y sobre el banquete en MacMurdo?
—También, ¿y qué?
—Estuvo usted presente cuando el corresponsal de «Life» partía para Nueva York?
—Bien, ¿y qué?
—Pues las bolas periodísticas rosadas llegaron a la redacción junto con él.
—¡Vete al…!
Zhora se sonreía y sus ojos buscaban una nueva víctima. Su mirada me esquivó, presumiendo quizás que él no estaba lo suficientemente fuerte como para jugar conmigo. Yo cenaba junto con el glaciólogo Zernov, que era apenas ocho años mayor que yo, pero que podía rubricar su firma con la palabra «profesor». Realmente no estaba mal ser doctor en ciencias a la edad de treinta y seis años, pese a que estas ciencias (tengo inclinación hacia las humanidades) no me parecían tan trascendentes como para coadyuvar al progreso de la humanidad. En una ocasión se lo hice saber a Zernov y como respuesta me interpeló:
—¿Sabe usted la cantidad de hielo y nieve que hay en la Tierra? La Antártida tiene, en invierno, una superficie de hielo de 22 millones de kilómetros cuadrados; el Ártico, 11 millones. Agreguemos además las orillas del Océano Glacial y Groenlandia. Sumemos a todo esto las cimas heladas y glaciares, exceptuando los ríos congelados en invierno. ¿Qué resulta? Que todo eso forma la tercera parte de la tierra firme. El continente glacial es dos veces mayor que África. Ya ve que no es tan insignificante para el progreso humano.
Me tragué todo ese hielo junto con la recomendación piadosa de que yo aprendiera algo durante mi estancia en la Antártida. Desde entonces, Zernov comenzó a prestarme una atención especial y, el día que comunicaron sobre las «nubes» rosadas, durante la comida, me propuso de improviso:
—¿Querría usted dar un pequeño paseo por el interior del continente? Unos trescientos kilómetros.
—¿Con qué objeto?
—Nos proponemos comprobar la veracidad de la información norteamericana con respecto a las «nubes» rosadas. Todos dicen que esto es una cosa muy poco verosímil. Pero, sea como fuese, es nuestra obligación prestarle cierta atención. Y usted, en especial, ya que debe filmar con película de color, puesto que las «nubes» son rosadas.