Remanso tranquilo – Stanley Abbott

Cuando llevaba ya varios meses recorriendo Malasia en busca de material para un libro que tenía en mente, de repente un día me sentí asqueado de todo y experimenté la imperiosa necesidad de alejarme de aquel calor empapado de humedad y de la comida picante de los nativos. Incluso aquellos colores brillantes y perturbadores y el verdor exuberante que en un principio me habían parecido tan atractivos y fascinantes me resultaban ahora insoportables.

Necesitaba un cambio. Anhelaba el crujido del otoño en el norte de California.

Para embarcarme en el pequeño vapor costanero que parte dos veces al mes rumbo a Singapur, cogí un prahu río abajo hasta Tanah Solor. Esta localidad era poco más que una aldea, con varios centenares de malayos, dayakas y el inevitable barrio chino, apiñados todos junto al río. Más arriba, los bungalows de la población blanca aparecían dispersos en torno a un inmenso padang. Parecía un césped comunal inglés magníficamente cuidado, con excepción de las altas casias que lo rodeaban y que daban sombra a los bungalows.

Debía esperar casi una semana y la idea de pasar tanto tiempo en aquel remanso soporífero, que daba la impresión de no haber cambiado en los últimos cien años, me aterraba.

Me dispuse a pasar una tediosa estancia en un bungalow que pertenecía al oficial de la región, Jeff Hawkins.

Hawkins era soltero y se ofreció a alojarme. Era inglés hasta la médula y tenía un aspecto muy militar con su camisa y sus pantalones cortos de color caqui. Nos llevamos bien en seguida. Durante el día tenía que ocuparse de su trabajo, pero al atardecer nos reuníamos en el porche, donde el criado nos servía unas bebidas. Después de un par de ginebras, si nos apetecía, nos acercábamos paseando al club a jugar una partida de bridge.

El club era un bungalow adaptado a tal fin donde solían reunirse los dueños de las plantaciones con sus esposas para tomar una copa. Fue allí donde una tarde Jeff Hawkins me presentó a los Thornton y les invitó a jugar una partida con nosotros. Harry Thornton aceptó, pero su esposa no deseaba jugar. En realidad, estaba a punto de marcharse, pero cuando Jeff salió en busca de un cuarto jugador, se puso a hablar conmigo. Yo me alegré, ya que su marido no parecía tener gran cosa que decir, y también porque hacía mucho tiempo que no tenía la suerte de contemplar a una mujer tan encantadora.

Harry Thornton tenía aspecto de persona inteligente, pero un par de arrugas muy marcadas en las comisuras de los labios le daban cierto aire de amargura. Aunque teniendo una mujer tan hermosa, no alcanzaba yo a entender cuál podía ser el motivo de su resentimiento.

La mayoría de las mujeres que había conocido en aquella parte del mundo tomaban el clima y el alejamiento de la civilización como excusa para descuidar su aspecto físico. Pero Julia era una excepción. Su maquillaje era impecable, y el azul oscuro de sus ojos y el castaño del cabello quedaban perfectamente resaltados por un vestido de lino rosa.

Me contó que llevaban aproximadamente diez años allí. Poseían una plantación de caucho y ahora que ya no había problemas con las guerrillas comunistas, todo iba a la perfección. El caucho se vendía a buen precio y no había motivo de queja. Excepto, dijo riendo, que no lograba acostumbrarse a guardar la barra de carmín en el frigorífico.

Me descubrí deseando que Harry Thornton no estuviera allí. Cuando le dije que vivía en San Francisco, se mostró encantada, pues era su ciudad natal y estaba ansiosa por oír hablar de ella. Mientras charlábamos, advertí que no cesaba de dirigir miradas a su marido. Tal vez se tratase de un hábito nervioso, pero me dio la impresión de que le tenía miedo.

Jeff Hawkins regresó acompañado de un hombre alto al cual me presentó una vez que se hubo marchado Julia. Se llamaba Peter Endrik y era holandés, según supe más tarde. Era apuesto, aunque de un modo llamativo, y aparentaba poco más de treinta años, pero mostraba todas las huellas del bebedor empedernido. No me gusta prejuzgar, pero reconozco que no me cayó bien. Tuve que formar pareja con él, y cada vez que cometía algún error, intentaba hacer creer que se había marcado un farol. No estuvimos a la altura de Jeff y Harry Thornton, que sacaron buen partido de sus oportunidades. Al cabo de una hora, nos cansamos del juego y no quedó otra cosa que hacer que pagar y adoptar un aire de amabilidad.

Jeff Hawkins tenía un compromiso, de manera que me dirigí a la sala de billares con Harry Thornton y me vengué jugando al snooker. De vez en cuando llegaban unas carcajadas procedentes del bar y, cuando ya nos marchábamos, Peter Endrik se acercó a nosotros. Llevaba un vaso en la mano y se tambaleaba.

—¿Quiere jugar una partida, Harry?

—Otro día, Peter. Tengo que ir a casa —replicó Harry Thornton mientras nos abríamos paso.

—¿Tiene que ir a casa con su mujercita, eh? —Endrik puso una mano sobre el hombro de Harry para mantener el equilibrio—. Bien, déle un cariñoso saludo de mi parte. Eso le gustará —Y soltó una carcajada.

Harry Thornton se puso rígido. Luego apartó a Endrik y dirigiéndose a mí dijo:

—Salgamos de aquí.

Detesto las peleas, pero me sorprendió que le tolerara un comentario así acerca de Julia. Las burlonas carcajadas de Endrik seguían resonando cuando abandonamos el lugar en silencio.

—Debo decir que admiro el dominio que tiene de sí mismo —comenté.

Harry Thornton le quitó importancia encogiéndose de hombros.

—No es más que un borracho inútil.

Pero había una sombra de tristeza en su mirada profunda y apenas dijo nada durante el camino de regreso.

Al anochecer, Jeff Hawkins y yo nos acomodamos en las tumbonas del porche. Era agradable aquella placidez. Corría una brisa fresca y la luna, que acababa de salir, mostraba la silueta de la selva que se extendía hasta la desembocadura del río en la orilla lejana.

Jeff se volvió hacia mí con una mueca en su cara rubicunda.

—Supongo que está profundizando en el romanticismo y el misterio de la selva malaya.

Había cierto tono burlón en su voz, pero no me molestó. Como escritor, estaba habituado a este tipo de comentarios, y honestamente no podía culparle, considerando la gran cantidad de mala literatura que se ha escrito sobre Malasia.

—No, en absoluto —repliqué—. Ya se ha hecho hasta la saciedad. —Y proseguí—: Esta tarde hemos tenido cierto alboroto en el club —Y le narré lo ocurrido con Endrik.

—Me encantaría que alguien le diera una buena paliza —dijo Jeff—. Peter es corpulento pero no está en buena forma, y estoy seguro de que Harry podría con él si quisiera.

—Hay algo raro en él —expliqué—. Tengo la sensación de que es como un resorte demasiado apretado, como contenido a la fuerza.

—Entiendo lo que quiere decir—replicó Jeff—. Desde que llegaron aquí, Harry ha sentido celos de cualquier hombre que haya bailado o hablado con Julia. Y ella es la mujer más bonita en muchos kilómetros a la redonda. ¿Qué puede esperar él en un lugar como éste? Por supuesto, Peter juega esta baza. Sabiendo que Harry no tiene sentido del humor, se desquita convirtiéndole en el blanco de sus bromas crueles.

Un criado salió sigilosamente al porche con una nota para Jeff. Éste la leyó, escribió una respuesta y se la devolvió al muchacho.

—Parece que ha causado buena impresión. Mañana por la noche estamos invitados a cena y partida de bridge en casa de los Thornton.

De pronto las luces languidecieron, luego volvieron a subir para apagarse definitivamente.

—No le dé demasiada importancia —explicó Jeff—. Ocurre con cierta frecuencia. Tenemos un generador viejo que es un trasto y no hay dinero para comprar otro.

El criado apareció con una lámpara de aceite y la dejó encima de la mesa que nos separaba.

—Me temo que Peter es la manzana podrida del cesto —siguió Jeff—. Y lo más curioso es que cuando está sobrio no es un mal muchacho, pero a ese paso no durará mucho. Este clima ha acabado con otros mejores que él. Además, va demasiado tras las chicas malayas. Le he advertido muchas veces que alguna noche oscura se encontrará una daga en la garganta.

Jeff golpeó la pipa y bostezó.

—Es hora de ir a la cama. Mañana tengo que levantarme temprano.

En casa de los Thornton, la noche siguiente, se encontraban también un inglés y su esposa, a quienes ya había conocido en el club. Se llamaban Barwell. Pensé que si los dos jugaban al bridge, tendría la oportunidad de charlar con Julia.

Dos sirvientes malayos con chaqueta blanca nos sirvieron un rijstafel excelente. Pero la conversación no estaba a la altura de la cena. Harry Thornton, como siempre, tenía poco que decir. Pero en cierto momento, surgió el nombre de Peter Endrik y la señora Barwell se volvió hacia Julia y le dijo:

—Querida, había olvidado comentártelo: ¿te has enterado de lo que ocurrió anoche en el club?

Barwell indicó que no tenía mucha importancia, pero ella no se detuvo. No pude evitar la sensación de que había cierta satisfacción en su comentario.

—¿Y a que no sabes qué le hizo Harry a Peter Endrik? —preguntó—. Pues sencillamente hizo como si no existiera. Yo creo que estuvo magnífico. ¿Usted no, señor Manson? —preguntó dirigiéndose a mí con la sonrisa de los Borgia pintada en su rostro rollizo.

Thornton se encogió de hombros y dijo:

—Estaba borracho.

Julia dejó el cuchillo y el tenedor en el plato y le miró furiosa, mientras se producía un silencio embarazoso. Suspiré aliviado cuando terminamos de cenar y regresamos al salón.

Los Barwell jugaban los dos al bridge, de manera que se decidió que ella jugaría la primera partida y después yo ocuparía su lugar. Julia sugirió que nos sentáramos en el porche, que circundaba la casa, y se dirigió hacia el extremo más apartado, desde donde se disfrutaba de una vista sobre la desembocadura del río. Me pareció que no estaba dispuesta a mantener ninguna conversación banal, de modo que le ofrecí un cigarrillo y nos sentamos en silencio contemplando las luciérnagas que revoloteaban entre los arbustos.

Me sorprendió su pregunta:

—¿Cree que encontraría trabajo si volviera a casa?

No respondí de inmediato, pues intuí que la pregunta significaba algo más de lo que parecía a primera vista.

—¿Tan mal van las cosas? —pregunté amablemente.

Me miró y asintió con la cabeza, como si no se atreviera a hablar. Aguardé mientras ella retorcía despacio el pañuelo entre los dedos.

Después empezó a explicarse.

—No me dirige la palabra desde hace seis meses. No se puede imaginar lo que es eso. Da mensajes a los criados o deja notas, pero no me habla. No sé qué hacer, se lo aseguro. A veces pienso que voy a volverme loca.

Suponía que había algo extraño en Thornton, pero aun así me sorprendió. Me costaba creer que utilizara un método tan cobarde de intimidación mental.

—¿Siempre ha sido así? —pregunté.

—Al principio no. Siempre ha sido muy celoso, pero ahora, cada vez que bailo con alguien o hablo más de una docena de palabras con un hombre, imagina lo peor. Antes solía romper cosas y me pegaba. Ahora no me dirige la palabra. Una vez estuvo así durante casi un año, pero ahora ya no puedo aguantarlo más.

Volvió la cabeza de manera que no pudiera verle la cara, pero bajo la luz mortecina logré ver el destello de las lágrimas. Puse mi mano entre las suyas: debía de ser el primer gesto de afecto que recibía en años. En el porche resonaron unas pisadas. Julia se levantó precipitadamente y se marchó, mientras Harry Thornton bajaba los escalones. Evidentemente no quería que notara que había llorado.

—¿Quiere tomar algo? —me preguntó, pero sus ojos perseguían a Julia. Le importaba poquísimo lo que yo quisiera.

—No gracias. Ya he bebido bastante —respondí.

Thornton se me quedó mirando fijamente unos momentos que me parecieron larguísimos. Me pregunté qué debía de estar pensando. De repente se me ocurrió que me daba lo mismo lo que pensase. Estaba dispuesto a levantarme y hacerlo saltar de su porche de un puñetazo. Por suerte dio media vuelta y se marchó sin decir una palabra.

Julia no volvió a aparecer, y cuando nos marchamos, Thornton dejó bien claro que no le importaría no volver a verme más. Jeff debió de imaginar algo, pero no hizo ningún comentario y llegamos hasta el bungalow en silencio.

Nos fuimos a acostar en seguida, pero me costó mucho dormirme. Era obvio que Julia necesitaba ayuda, o de lo contrario no me habría hablado como lo había hecho. Y también estaba claro que no estaba enamorada de Thornton. Pero entonces, ¿por qué no le abandonaba? Tal vez se tratara de un problema de dinero, pero en este caso, el asunto tenía fácil remedio. Yo podía prestarle el importe del pasaje y tenía muchos amigos en San Francisco que se ofrecerían a alojarla y la ayudarían a conseguir un trabajo. Intenté no mezclar ningún sentimiento que pudiera inspirarme Julia, pero no pude evitar pensar en lo que estaría sucediendo en su bungalow en aquel momento, y mi imaginación se desbordó. Había amanecido ya cuando por fin pude conciliar un sueño intranquilo.

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